Read En casa. Una breve historia de la vida privada Online
Authors: Bill Bryson
Tags: #Ensayo, Historia
Un fenómeno natural trajo consigo la promesa de eliminar la totalidad de los mencionados peligros y desventajas: la electricidad. La electricidad era un tema fascinante, pero resultaba complicado urdir alguna aplicación práctica. Utilizando las patas de las ranas y la electricidad producida por sencillas baterías, Luigi Galvani demostró que la electricidad podía contraer los músculos. Su sobrino, Giovanni Aldini, comprendiendo que podía ganar dinero con esto, ideó un espectáculo en el que utilizaba la electricidad para animar tanto los cuerpos de asesinos recién ejecutados, como las cabezas de los guillotinados, consiguiendo que abrieran los ojos y que sus bocas esbozaran mudas muecas. El supuesto lógico que se escondía detrás de todo esto era que si la electricidad era capaz de mover a los muertos, podía también ayudar a los vivos. En pequeñas dosis (confiamos al menos en que fueran pequeñas), se utilizó para todo tipo de enfermedades, desde tratar el estreñimiento hasta impedir que los jóvenes tuvieran erecciones ilícitas (o que disfrutaran con ellas). Charles Darwin, desesperado por una misteriosa dolencia crónica que lo tenía postrado en un estado letárgico, se envolvía de forma regular con cadenas de zinc electrificadas, se empapaba el cuerpo con vinagre y se sometía con disciplina a horas de inútiles hormigueos con la esperanza de obtener alguna mejoría. Pero nunca lo consiguió. El presidente James Garfield, mientras moría lentamente como consecuencia de la bala de un asesino, expresó su débil pero evidente alarma cuando descubrió a Alexander Graham Bell envolviéndolo con cables electrificados en un intento de localizar la bala.
Pero la verdadera necesidad era una práctica luz eléctrica. En 1846, de forma inesperada, un hombre llamado Frederick Hale Holmes patentó una lámpara de arco eléctrico. Holmes conseguía la luz generando una potente corriente eléctrica y obligándola a saltar entre dos varillas de carbono, un truco que Humphry Davy había demostrado, pero no aprovechado, hacía más de cuarenta años. En manos de Holmes, el resultado era una luz cegadora. No se sabe prácticamente nada acerca de Holmes, ni de dónde venía, ni qué estudios tenía, ni cómo aprendió a dominar la electricidad. Lo único que se sabe es que trabajaba en la École Militaire de Bruselas, donde desarrolló el concepto junto a un tal profesor Floris Nollet; después regresó a Inglaterra y compartió su invento con el gran Michael Faraday, que comprendió enseguida que con ello se podía obtener una luz estupenda para los faros.
La primera instalación se hizo en el faro de South Foreland, al lado de Dover, y entró en funcionamiento el 8 de diciembre de 1858
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. Estuvo en marcha durante trece años y se instalaron otras en diversos faros más, pero la iluminación con arco nunca tuvo un gran éxito porque era complicada y cara. Exigía un motor electromagnético y una máquina de vapor, un conjunto que pesaba dos toneladas, y necesitaba constante atención para funcionar sin problemas.
Hay que dejar constancia a favor de las lámparas de arco que eran increíblemente luminosas. La estación de tren de St. Enoch, en Glasgow, estaba iluminada con seis lámparas de Crompton —que fueron bautizadas así en honor a su fabricante, R. E. Crompton—, jactándose cada una de ellas de dar la luz de seis mil velas. En París, un inventor de origen ruso llamado Paul Jablochkoff desarrolló un tipo de lámparas de arco que se hicieron famosas con el nombre de velas de Jablochkoff. Se utilizaron para iluminar muchas calles y monumentos parisinos durante la década de 1870 y fueron una auténtica sensación. Por desgracia, era un sistema caro y no funcionaba muy bien. Las luces operaban en serie, y si una de ellas fallaba, fallaban todas, como las lucecitas de un árbol de Navidad. Y fallaban a menudo. Después de solo cinco años, la empresa de Jablochkoff se declaró en quiebra.
Las luces de arco eléctrico eran demasiado potentes para el uso doméstico. Lo que se necesitaba en las casas era un filamento doméstico que pudiera arder con una luz regular durante periodos prolongados de tiempo. El principio de la iluminación incandescente se comprendía, y de hecho se había conquistado, desde hacía mucho tiempo. En 1840, siete años antes del nacimiento de Thomas Alva Edison, sir William Grove, un abogado y juez que era además un brillante científico aficionado con un interés muy especial por la electricidad, exhibió una lámpara incandescente que funcionaba durante varias horas; pero nadie quería una bombilla que costaba mucho fabricar y que solo funcionaba durante unas horas, por lo que Grove no siguió insistiendo en su invento. En Newcastle, un joven farmacéutico e inventor aficionado llamado Joseph Swan, vio una demostración de la lámpara de Grove y realizó por su cuenta y con éxito algunos experimentos, pero la tecnología existente no conseguía obtener un buen vacío en el interior de la bombilla. Sin ese vacío, cualquier filamento se consumía con rapidez, convirtiendo la bombilla en un lujo caro y de corta vida. Además, a Swan le interesaban también otros temas, en particular la fotografía, terreno en el que realizó importantes contribuciones. Inventó el papel fotográfico de bromuro de plata, que permitió la realización de las primeras impresiones fotográficas de alta calidad, perfeccionó el proceso del colodión y realizó además diversas mejoras en las sustancias químicas empleadas en la fotografía. Mientras, su negocio farmacéutico, que se ocupaba tanto de la fabricación de productos como de la venta al por menor, iba viento en popa. En 1867, su socio y cuñado, John Mawson, murió en un insólito accidente descargando nitroglicerina para ser desechada en un páramo de las afueras de la ciudad. Fue, en resumen, una época complicada y llena de distracciones para Swan, y sus intereses se alejaron durante treinta años de la iluminación.
Entonces, hacia 1870, Hermann Sprengel, un químico alemán que trabajaba en Londres, inventó un aparato que acabó conociéndose como la bomba de mercurio de Sprengel. Fue el invento crucial que hizo en realidad posible la iluminación doméstica. Por desgracia, solo una persona en la historia creyó que Hermann Sprengel se merecía ser más famoso: Hermann Sprengel. La bomba de Sprengel era capaz de reducir el volumen de aire en el interior de una cámara de cristal a una millonésima parte de su volumen normal, lo que permitiría que un filamento colocado en su interior alumbrara durante cientos de horas. Lo único que faltaba ahora era encontrar el material adecuado para construir el filamento.
La investigación más decidida y fomentada fue la llevada a cabo por Thomas A. Edison, un destacado inventor norteamericano. En 1877, cuando inició su aventura en busca de una luz comercialmente satisfactoria, Edison estaba ya en camino de ser conocido como «el mago de Menlo Park». Edison no era un ser humano en absoluto atractivo. Carecía de escrúpulos para mentir o engañar, y estaba dispuesto a robar patentes o sobornar a los periodistas para que escribieran reportajes favorables. En palabras de uno de sus contemporáneos, tenía «un vacío allí donde su conciencia debería estar». Pero era emprendedor y trabajador, y un organizador sin par.
Edison envió a varios hombres a los rincones más remotos del mundo en busca de material que pudiera emplearse para la fabricación de filamentos y puso a equipos de hombres a trabajar hasta en doscientos cincuenta materiales distintos con la esperanza de dar con uno que tuviera las características de durabilidad y resistencia necesarias. Probaron con todo, incluyendo incluso el pelo de la exuberante barba pelirroja de un amigo de la familia. Justo antes del Día de Acción de Gracias de 1879, los trabajadores de Edison desarrollaron un trozo de cartulina carbonizado, muy fino y cuidadosamente doblado, que ardería hasta trece horas, un tiempo que no era aún suficiente a efectos prácticos. El último día de 1879, Edison invitó a una selecta audiencia a presenciar una demostración de sus nuevas luces incandescentes. A su llegada a la finca que Edison tenía en Menlo Park, en Nueva Jersey, se quedaron encandilados al ver dos edificios cálidamente iluminados. De lo que no se dieron cuenta, sin embargo, era de que la luz no era en su mayoría eléctrica. Los esforzados sopladores de cristal de Edison habían conseguido preparar solo treinta y cuatro bombillas, de modo que el grueso de la iluminación la proporcionaban lámparas de aceite estratégicamente colocadas.
Swan no retomó sus investigaciones sobre la luz eléctrica hasta 1877, pero, trabajando solo, llegó a un sistema de iluminación más o menos idéntico. En enero o febrero de 1879, Swan ofreció en Newcastle una demostración pública de su nueva lámpara incandescente. La vaguedad de la fecha se debe a que no sabemos seguro si mostró su nueva lámpara en una conferencia ofrecida en enero o si simplemente habló sobre ella; pero lo que sí es cierto es que al mes siguiente la encendió ante una agradecida audiencia. En cualquier caso, la demostración se produjo un mínimo de ocho meses antes de cualquier cosa que Edison pudiera elaborar. Aquel mismo año, Swan instaló luces en su casa y en 1881 había cableado ya la casa del gran científico lord Kelvin, en Glasgow, de nuevo mucho antes de que Edison pudiera conseguir algo similar.
Sin embargo, la primera instalación de Edison fue mucho más destacada y su relevancia, por lo tanto, mucho más duradera. Edison cableó un barrio entero del bajo Manhattan, cerca de Wall Street, que recibiría energía de una planta instalada en dos edificios medio en ruinas situados en Pearl Street. A lo largo del invierno, la primavera y el verano de 1881 y 1882, Edison tendió veinticinco kilómetros de cable y verificó y volvió a verificar, casi con fanatismo, su sistema. No todo salió a la primera. Los caballos se comportaban caprichosamente por la vecindad hasta que se cayó en la cuenta de que les pasaba la electricidad por los cascos. En los talleres, varios de los hombres de Edison perdieron piezas dentales como consecuencia de la intoxicación por mercurio provocada por la prolongada exposición a la bomba de mercurio de Sprengel. Pero al final todos los problemas se solventaron y la tarde del 4 de septiembre de 1882 Edison, desde el despacho del financiero J. P. Morgan, accionó un interruptor que iluminaba ochocientas bombillas eléctricas en los ochenta y cinco negocios que habían contratado su plan.
En lo que Edison destacó de verdad fue como organizador de sistemas. La invención de la bombilla fue algo extraordinario, pero de poca aplicación práctica si nadie disponía de una toma de corriente donde enchufarla. Edison y sus incansables trabajadores tuvieron que diseñar y construir todo un sistema desde cero, desde centrales eléctricas y cableado barato y fiable, hasta portalámparas y enchufes. En cuestión de meses, Edison había montado no menos de 334 pequeñas centrales eléctricas por todo el mundo, y en aproximadamente un año, sus centrales estaban iluminando trece mil bombillas. Con mucha astucia, las emplazó en lugares que le garantizaran el máximo impacto: en la Bolsa de Nueva York, el Palmer House Hotel de Chicago, la Scala de Milán o el salón de banquetes de la Cámara de los Comunes en Londres. Swan, mientras, seguía con la fabricación en su propia casa. En pocas palabras, le faltó visión de negocio. De hecho, ni siquiera presentó la patente. Edison presentó patentes en todas partes, incluyendo Gran Bretaña en noviembre de 1879, con lo que se aseguró su preeminencia.
Según los estándares modernos, estas primeras luces eran muy débiles, pero para la gente de la época una luz eléctrica era un brillante milagro, «un pequeño globo de sol, una auténtica lámpara de Aladino», según informaba boquiabierto un periodista del
New York Herald
. Resulta difícil imaginarse ahora lo luminoso, limpio y misteriosamente continuo que podía parecer aquel fenómeno. Cuando en septiembre de 1882 se encendieron las luces de Fulton Street, el sobrecogido periodista del
Herald
describió la escena para sus lectores como la «acostumbrada tenue llama del gas» cediendo paso de forma repentina a un brillante «resplandor continuo […] fijo y constante». Era emocionante, pero era evidente también que el mundo tardaría un tiempo en acostumbrarse a ello.
Y, por supuesto, la electricidad tenía aplicaciones que iban más allá de la iluminación. Ya en 1893, la Columbian Exposition de Chicago exhibió un «modelo de cocina eléctrica». Una idea excitante, también, aunque todavía poco práctica. Para empezar, teniendo en cuenta que la distribución eléctrica no estaba generalizada, era necesario que los propietarios construyeran en su finca su propia «central eléctrica» para disponer de la electricidad necesaria. Y aun en el caso de los que tenían la suerte de estar cableados con el mundo exterior, las compañías públicas eran incapaces de suministrar la potencia suficiente para que los electrodomésticos funcionaran bien. Para precalentar un horno se necesitaba casi una hora. Y una vez precalentado, no generaba más que unos modestos 600 vatios de calor; además, los fogones no podían utilizarse simultáneamente con el horno. Había también ciertas ineficiencias de diseño. Los mandos para regular el calor estaban justo por encima del nivel del suelo. Para el ojo moderno, estos nuevos hornos eléctricos serían raros porque eran de madera, en general madera de roble, y revestidos con zinc o cualquier otro material protector. Los modelos de porcelana blanca no llegaron hasta la década de 1920… y fueron considerados muy extraños de entrada. Mucha gente consideraba su aspecto más en consonancia con un hospital o una fábrica, que para una casa particular.
A medida que la electricidad empezó a estar al alcance de todo el mundo, mucha gente empezó a encontrar exasperante tener que confiar su comodidad a una fuerza invisible capaz de matar rápidamente y en silencio. La mayoría de los electricistas se había formado con prisas y todos eran inexpertos por fuerza, por lo que pronto se convirtió en una profesión solo apta para temerarios. Los periódicos ofrecían relatos detallados y gráficos siempre que uno de ellos se electrocutaba, un suceso bastante rutinario. En Inglaterra, Hilaire Belloc presentó unos ripios que captaban muy bien el ambiente que se vivía en la calle:
Un roce fortuito —el imprudente desliz de una mano—
Los bornes —un fogonazo— un sonido como un ¡zip!
Un olor a quemado inunda el sorprendido ambiente
¡El electricista ya no está!
En 1896, Franklin Pope, antiguo socio de Edison, se electrocutó mientras trabajaba en el cableado de su casa, demostrando para satisfacción de muchos que la electricidad era sumamente peligrosa incluso para los expertos. Las bombillas explotaban de vez en cuando, siempre de forma imprevista, a veces con desastrosas consecuencias. El nuevo Dreamland Park de Coney Island quedó destrozado en 1911 por un incendio originado a partir de la explosión de una bombilla. Las chispas que emitían conexiones defectuosas provocaron la explosión de varios conductos principales de gas, lo que significaba que no era ni siquiera necesario estar conectado a la electricidad para correr peligro.