En casa. Una breve historia de la vida privada (18 page)

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Authors: Bill Bryson

Tags: #Ensayo, Historia

BOOK: En casa. Una breve historia de la vida privada
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Pero mira cómo la deliciosa Ligonier

Prefiere a su chico de los recados más que a los que con ella tienen que ver.

La vida de los criados no era ni mucho menos tan mala. En general, las grandes casas de campo estaban ocupadas tan solo dos o tres meses al año, por lo que la vida de algunos criados consistía en largos periodos de desahogo salpicados por temporadas de trabajo duro e interminables horas. Para los criados de ciudad, era más bien el caso contrario.

Vivían calientes, estaban bien alimentados, iban decentemente vestidos y tenían un lugar donde dormir por las noches en una época en que estas cosas tenían mucha importancia. Teniendo en cuenta todas estas comodidades, se ha calculado que un criado con experiencia disfrutaba de un sueldo equivalente a 50.000 libras actuales. Había, en general, otros privilegios adicionales para aquellos lo bastante ingeniosos o atrevidos como para aprovecharlos. En Chatsworth, por ejemplo, la cerveza llegaba de la fábrica directamente a la casa a través de una tubería que atravesaba el invernadero de Joseph Paxton. Durante un mantenimiento rutinario, se descubrió que un empleado emprendedor de la casa había estado explotándola, también de forma rutinaria.

Los criados solían ganar un buen dinero con las propinas. Era habitual, a la salida de una cena, tener que pasar por delante de una fila de cinco o seis lacayos, todos ellos esperando su chelín, lo que hacía que salir a cenar resultase un asunto muy caro para todo el mundo excepto para los criados. Asimismo, se esperaba de los invitados de fin de semana que fueran dadivosos con sus propinas. Los criados ganaban también algún dinero con los visitantes. En el siglo
XVIII
se implantó la costumbre de ofrecer giras turísticas siempre que los visitantes fueran respetablemente vestidos, y empezó a ser común entre la clase media visitar fincas señoriales de un modo muy parecido a como lo hacemos hoy en día. En 1776, una visitante de Wilton House destacó haber sido la visita número 3.025 de aquel año, y eso que era solo agosto. Algunas propiedades recibían tantos paseantes que tuvieron que formalizarse planes para mantener la situación bajo control. Chatsworth se abría al público dos días fijos a la semana, y Woburn, Blenheim, Castle Howard, Hardwick Hall y Hampton Court establecieron asimismo horarios de apertura para tratar de limitar las masas. Horace Walpole estaba tan harto de las visitas que recibía su casa, Strawberry Hill, en Twickenham, que empezó a emitir entradas y a imprimir una larga lista de normas sobre lo que estaba permitido y lo que no. Si, por ejemplo, alguien solicitaba cuatro entradas y luego se presentaban cinco personas, ninguna de ellas era admitida. Otras casas se mostraban más acomodaticias. Robeky Hall, en Yorkshire, abrió incluso un salón de té.

Con frecuencia, el trabajo más duro era el de las casas más pequeñas, donde un solo criado tenía que hacer la labor de dos o tres personas en otras partes. La señorita Beeton, como era de esperar, tenía mucho que decir acerca de cuántos criados había que tener en casa dependiendo de la posición económica y el linaje de cada uno. Una persona de noble cuna, decretó, necesitaba un mínimo de veinticinco criados. Una persona que ganara 1.000 libras anuales necesitaba cinco: una cocinera, dos sirvientas, una niñera y un lacayo. El mínimo para el hogar de un profesional de clase media eran tres: camarera, sirvienta y cocinera. Incluso alguien que ganara tan poco como 150 libras anuales se consideraba lo bastante rico como para emplear a una criada para todo (una denominación que habla por sí sola). La señorita Beeton tenía cuatro criados. En la práctica, sin embargo, la mayoría no empleaba tanto personal como la señorita Beeton creía conveniente.

Una casa mucho más típica era la de Thomas y Jane Carlyle, el historiador y su esposa, que tenían una sola criada en su casa del número 5 de Great Cheyne Row, en Chelsea. Esta infravalorada alma tenía no solo que cocinar, limpiar, lavar los platos, atender las chimeneas, retirar las cenizas, ocuparse de las visitas, gestionar la despensa y todo lo demás, sino que cada vez que a los Carlyle les apetecía darse un baño —y les apetecía a menudo— tenía que recoger agua, calentarla y subir tres tramos de escaleras cargada con ocho o diez cubos enormes de agua caliente, y después repetir la operación en sentido inverso.

En casa de los Carlyle, la criada no disponía de habitación propia, sino que vivía y dormía en la cocina, un arreglo sorprendentemente común incluso en los hogares más pequeños y refinados, como era el caso de los Carlyle. La cocina de Great Cheyne Row estaba en el sótano, y era abrigada y cómoda, aunque quizás algo oscura, pero ni siquiera un espacio tan elemental como ese quedaba bajo su control. A Thomas Carlyle le gustaba también su comodidad y solía leer allí por la noche, desterrando a la criada a la «trascocina», un término que no suena muy atroz pero que en realidad no era más que un almacén sin ningún tipo de calefacción. Allí la criada se instalaba entre sacos de patatas y otras provisiones hasta que oía la silla de Carlyle rascando el suelo, los golpecitos de su pipa en la rejilla de la chimenea y los sonidos típicos que acompañaban su retirada, que acostumbraba a ser muy tarde, después de la cual podía por fin reivindicar su espartana cama.

En los treinta y dos años que los Carlyle vivieron en Great Cheyne Row, pasaron por su casa treinta y cuatro criadas, y eso que los Carlyle eran una gente relativamente fácil con quien trabajar, pues no tenían hijos y eran bastante pacientes y compasivos por naturaleza. Pero les resultaba casi imposible encontrar empleadas que satisficieran sus exigentes estándares. A veces las criadas fracasaban de un modo espectacular, como cuando la señora Carlyle llegó una tarde a casa en 1843 y se encontró a su ama de llaves borracha como una cuba en el suelo de la cocina, «con una silla volcada encima y en medio de un completo caos de platos sucios y fragmentos de vajilla rota». En otra ocasión, la señora Carlyle se quedó horrorizada al enterarse de que, en su ausencia, una criada había dado a luz a un hijo ilegítimo en el salón de la planta baja. Le inquietó especialmente el hecho de que la mujer hubiera utilizado «mis mejores servilletas». La mayoría de las criadas, sin embargo, se marchaban o eran despedidas cuando se negaban a trabajar tan duro como les exigían los Carlyle.

El hecho indiscutible es que los criados eran simples seres humanos, y solo rara vez poseían la agudeza, las habilidades, la resistencia y la paciencia necesarias para satisfacer los incesantes caprichos de sus patronos. Nadie que contara con los muchos talentos necesarios para ser un sirviente excepcional querría a buen seguro serlo.

La principal vulnerabilidad de los criados era su impotencia. Podían culparlos de prácticamente todo. Nunca ha habido chivos expiatorios más convenientes, tal y como los mismos Carlyle descubrieron en un famoso incidente que tuvo lugar la noche del 6 de marzo de 1835. En aquella época, los Carlyle acababan de mudarse a Londres procedentes de su Escocia natal con la esperanza de que Thomas pudiera labrarse allí una carrera como escritor. Tenía entonces treinta y ocho años y había alcanzado ya una moderada reputación —muy moderada, todo hay que decirlo— gracias a un denso trabajo de personal filosofía titulado
Sartor Resartus
, pero tenía que escribir aún su obra magna. Pretendía corregir aquella escasez con una historia de la Revolución francesa en varios tomos. En invierno de 1835, después de un trabajo agotador, había finalizado el primer volumen y entregado el manuscrito a su amigo y mentor, John Stuart Mill, para que le diese su valiosa opinión.

Este era el telón de fondo con el que se plantó Mill en la puerta de la casa de Carlyle aquella gélida noche de principios de marzo, con el rostro desvaído. Detrás de él, esperando en el interior de un carruaje, estaba Harriet Taylor, la amante de Mill. Taylor era la esposa de un hombre de negocios de moral tan relajada que prácticamente la compartía con Mill, e incluso les proporcionaba una casita en el oeste de Londres, en Waltonon-Thames, donde poder citarse. Dejaré que sea el mismo Carlyle quien continúe con el relato a partir de este punto:

Se oyó entonces la llamada en la puerta de Mill: entró pálido, incapaz de hablar, le dijo casi sin aliento a mi esposa que bajara a hablar con la señora Taylor; y vino conmigo (cogido de mi mano y con cara de asombro), la viva imagen de la desesperación. Después de pronunciar diversas frases coherentes e incoherentes sin resultado alguno, me informa de que mi Primer Volumen (abandonado por él de forma excesivamente descuidada, después o mientras lo leía) estaba, exceptuando cuatro o cinco pedazos de hojas, irrevocablemente ¡ANIQUILADO! Recuerdo y aún puedo recordar menos que nada de todo lo que escribí con tanto afán: ha desaparecido, ni el mundo entero ni yo respaldado por él podríamos recuperarlo; más aún, el viejo espíritu ha huido también […] Se ha ido, y no volverá.

Una criada, explicó Mill, lo había visto junto al guardafuego de la chimenea y lo había utilizado para encenderla. No es necesario reflexionar mucho sobre el asunto para percatarse de que la explicación presenta ciertos puntos débiles. En primer lugar, un manuscrito, como quiera que esté dispuesto, no tiene nunca el aspecto de ser un objeto irrelevante; cualquier criada que trabajara en casa de Mill estaría acostumbrada a ver manuscritos y a buen seguro quedaría siempre impresionada por su posible importancia y valor. En cualquier caso, no se necesita un manuscrito entero para encender la chimenea. Quemarlo entero habría requerido ir echando pacientemente las hojas en pequeñas tandas, la acción que se habría llevado a cabo de querer eliminar el manuscrito, pero no en el caso de tener la intención de encender un fuego. En resumen, es imposible concebir circunstancias en que la criada, por muy pocas luces que tuviera, pudiera destruir por completo, accidentalmente pero de forma verosímil, un trabajo como aquel.

Una posible alternativa es que el mismo Mill hubiera quemado el manuscrito en un ataque de celos o de rabia. Mill era una autoridad en todo lo relacionado con la Revolución francesa y le había explicado a Carlyle que tenía pensado escribir algún día un libro sobre el tema, por lo que queda claro que los celos podrían haber sido un motivo. Por otro lado, Mill estaba atravesando una crisis personal en aquella época: la señora Taylor acababa de comunicarle que no pensaba abandonar a su marido e insistía en mantener aquella peculiar relación a tres bandas. Es posible pensar que Mill estuviera algo desequilibrado. Pero aun así, un acto tan disoluto y destructivo no encajaba ni con el buen carácter del que siempre había hecho gala Mill, ni con su aparentemente sincero estupor y dolor por la pérdida. La única posibilidad que queda es que la señora Taylor, que no era muy del agrado de los sobrios y formales Carlyle, fuera la responsable de algún modo no especificado. Mill les había contado a los Carlyle que durante sus estancias en Walton le había estado leyendo a la señora Taylor partes de la obra, por lo que surgió la sospecha de que ella pudiera tener el manuscrito en el momento del desastre y fuera el oscuro y desdichado origen de todo el asunto.

Pero los Carlyle no podían cuestionar nada de todo aquello, ni siquiera de un modo desesperado y retórico. Las reglas del decoro dictaban que los Carlyle tenían que aceptar los hechos tal y como Mill se los había expuesto y que las preguntas adicionales sobre cómo se había producido aquella catástrofe tan terrible, sorprendente e inexplicable estaban fuera de lugar. Una criada indeterminada había destruido de forma imprudente el manuscrito de Carlyle en su totalidad, y allí acababa la historia.

A Carlyle no le quedó más opción que sentarse y recomponer el libro lo mejor que pudo, una tarea que le supuso un auténtico reto porque ya no disponía de notas a las que recurrir, pues había cogido la estrambótica y manifiestamente equivocada costumbre de quemar sus notas a medida que iba finalizando los capítulos, como queriendo con ello celebrar el trabajo hecho. Mill insistió en entregarle a Carlyle una compensación de 100 libras, cantidad suficiente para vivir un año mientras rehacía el libro, pero su amistad, y no es de sorprender, nunca volvió a ser la misma. Tres semanas después, en una carta dirigida a su hermano, Carlyle se quejaba explicándole que Mill ni siquiera había tenido la cortesía de dejarlos sufrir el golpe en privado, pues «se quedó indiscretamente hasta casi medianoche, y mi pobre Dame y yo tuvimos que permanecer allí sentados hablando de cosas triviales; y no pudimos hasta entonces expresar libremente nuestro lamento».

Es imposible saber en qué difiere la versión reeditada de la original. Lo que sí puede decirse es que el volumen que nos ha llegado es uno de los libros más ilegibles que atrajo la estima de su época. Está escrito en su totalidad en tiempo presente y con un lenguaje extraño y exaltado que parece estar siempre lindando el umbral de la incoherencia. Veamos, por ejemplo, a Carlyle disertando sobre el hombre que inventó la guillotina:

¿Y el loable
Doctor Guillotin
, a quien esperábamos ver una vez más? Sino aquí, el doctor debería estar aquí, y le vemos con el ojo de la profecía: pues efectivamente los diputados parisinos llegan todos un poco tarde. Singular Guillotin, médico respetable; condenado por un satírico destino a la más extraña gloria inmortal que siempre mantuvo al oscuro mortal alejado de la última morada, ¡en el fondo del olvido! […] ¡Desgraciado doctor! Durante veintidós años, sin pasar por la guillotina, no oirá hablar más que de guillotina; después en la muerte, a lo largo de eternos siglos vagará como si fuera un desconsolado fantasma, por la orilla equivocada de Estigia y Leteo; su nombre a buen seguro sobrevivirá al de César.

Los lectores nunca se habían encontrado con una intimidad tan desenvuelta en un libro y les parecía emocionante. Dickens afirmaba haber leído la obra quinientas veces y a ella atribuía la inspiración de
Historia de dos ciudades
. Oscar Wilde veneraba a Carlyle: «Hizo de la historia una canción por primera vez en nuestro idioma —escribió—. Fue el Tácito inglés». Durante medio siglo Carlyle fue un dios para la familia de la literatura.

Murió en 1881. Sus relatos escritos apenas le sobrevivieron, pero su historia personal continúa viva en gran parte gracias a la correspondencia excepcionalmente voluminosa que él y su esposa dejaron, suficiente para llenar treinta tomos escritos en letra pequeña. Thomas Carlyle se quedaría sin duda pasmado y consternado de saber que sus relatos apenas se leen y que en la actualidad es conocido por las minucias de su vida diaria, incluyendo las decenas de insignificantes quejas sobre sus criadas. La ironía, claro está, es que el hecho de haber empleado a todas aquellas criadas ingratas es lo que les daba a él y a su esposa la satisfacción de escribir todas aquellas cartas.

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