En casa. Una breve historia de la vida privada (7 page)

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Authors: Bill Bryson

Tags: #Ensayo, Historia

BOOK: En casa. Una breve historia de la vida privada
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Lo interesante de la revolución neolítica es que se produjo en toda la Tierra, entre gente que no podía tener ni idea de que otros, en lugares muy alejados de donde ellos se encontraban, estaban haciendo exactamente lo mismo. La agricultura se inventó de manera independiente siete veces como mínimo: en China, Oriente Medio, Nueva Guinea, los Andes, la cuenca del Amazonas, México y el oeste de África. De un modo similar, las ciudades surgieron en seis lugares distintos: China, Egipto, India, Mesopotamia, América Central y los Andes. Que todas estas cosas sucedieran por todas partes, con frecuencia sin posibilidad alguna de contacto es, a primera vista, realmente misterioso. Tal y como lo expresó un historiador: «Cuando Cortés desembarcó en México encontró carreteras, canales, ciudades, palacios, escuelas, juzgados, mercados, regadíos, reyes, sacerdotes, templos, campesinos, artesanos, ejércitos, astrónomos, mercaderes, deporte, teatro, arte, música y libros», todo ello inventado de forma independiente en relación con avances similares en otros continentes. Algo que, a buen seguro, es un poco misterioso. Los perros, por ejemplo, fueron domesticados más o menos al mismo tiempo en lugares tan alejados como Inglaterra, Siberia y Norteamérica.

Resulta tentador pensar en esto como una especie de «momento bombilla» global, aunque sería forzar un poco el tema. La mayoría de avances incluyeron periodos larguísimos de prueba, error y ajustes, que se prolongaron a menudo durante miles de años. La agricultura empezó hace 11.500 años en el Levante mediterráneo, pero hace ocho mil años en China y hace solo poco más de cinco mil años en la mayor parte de América. La gente llevaba ya cuatro mil años viviendo con animales domésticos antes de que a alguien se le ocurriera poner a trabajar a los más grandes tirando de arados; los occidentales utilizaron durante dos mil años un arado pesado, difícil de manejar, con una hoja recta extremadamente ineficiente antes de que alguien introdujera los arados curvos más sencillos que los chinos empleaban desde tiempos inmemoriales. Los mesopotámicos inventaron y utilizaron la rueda, pero sus vecinos egipcios esperaron dos mil años antes de adoptarla. En Centroamérica, los mayas inventaron por su lado la rueda, pero no se les ocurrió ninguna aplicación práctica y la reservaron única y exclusivamente para juguetes infantiles. Los incas no tenían ruedas, ni dinero, ni hierro, ni escritura. El avance del progreso, en resumen, ha sido cualquier cosa excepto predecible y rítmico.

Durante mucho tiempo se creyó que el hecho de asentarse en un lugar —el sedentarismo, tal y como se conoce— y la agricultura fueron de la mano. Se suponía que la gente abandonó el nomadismo y se pasó a la agricultura para tener garantizado el suministro de alimento. Matar venados en estado salvaje es difícil y arriesgado, y los cazadores debían de volver muchas veces a casa con las manos vacías. Mucho mejor controlar las fuentes alimenticias y tenerlas a mano de forma permanente y conveniente. Pero, de hecho, los investigadores se dieron cuenta muy pronto de que el sedentarismo no era tan simple como eso. Más o menos por la misma época en que Childe excavaba en Skara Brae, una arqueóloga de la Universidad de Cambridge, Dorothy Garrod, que trabajaba en un lugar de Palestina llamado Shuqba, descubrió una antigua cultura a la que puso el nombre de natufiense, en honor a un
wadi
, o lecho seco de un río, que había en las cercanías. Los natufienses construyeron los primeros pueblos y fundaron Jericó, que se convirtió en la primera ciudad de verdad del mundo. Eran gente, por lo tanto, muy asentada. Pero no cultivaban. Un hecho inesperado. Sin embargo, otras excavaciones realizadas en diversos lugares de Oriente Medio demostraron que no era algo excepcional que hubiera pueblos establecidos en comunidades permanentes mucho antes de que se iniciaran en la agricultura, a veces hasta con ocho mil años de antelación.

Así pues, si la gente no se asentaba para dedicarse a la agricultura, ¿por qué se embarcó entonces en esa forma de vida completamente novedosa? No tenemos ni idea o, más bien dicho, tenemos muchas ideas, pero no sabemos si alguna de ellas es la acertada. Según Felipe Fernández-Armesto, existen al menos treinta y ocho teorías para explicar por qué la gente decidió vivir en comunidades: que fueron empujados a ello por el cambio climático, o por el anhelo de permanecer cerca de sus muertos, o por el poderoso deseo de elaborar y beber cerveza, que solo era alcanzable permaneciendo en un mismo lugar. Una teoría, sugerida evidentemente en serio (Jane Jacobs la cita en su importante obra de 1969,
La economía de las ciudades
), es que «lluvias fortuitas» de rayos cósmicos provocaron mutaciones en las hierbas que las convirtieron repentinamente en fuentes de alimento atractivas. La respuesta abreviada es que nadie sabe por qué la agricultura se desarrolló del modo en que lo hizo.

Conseguir alimento a partir de plantas es un trabajo difícil. La conversión del trigo, el arroz, el maíz, el mijo, la cebada y otras hierbas en alimento normal y corriente es uno de los grandes logros de la historia de la humanidad, pero también uno de los más inesperados. Basta con pensar en el césped que puede tener en su jardín para darse cuenta de que la hierba en su estado natural no es un alimento evidente para seres no rumiantes como nosotros. En nuestro caso, convertir la hierba en algo comestible es un reto solucionable única y exclusivamente a través de abundante y cuidada manipulación y prolongado ingenio. Piense en el trigo. El trigo es inútil como alimento hasta que se convierte en algo mucho más complejo y ambicioso como el pan, y eso requiere muchísimo esfuerzo. Alguien debe primero separar el grano y molerlo hasta convertirlo en polvo, después convertir ese polvo en harina, luego mezclar esa harina con otros componentes como la levadura y la sal para formar la masa. Después hay que trabajar la masa hasta conseguir que adquiera una determinada consistencia, y finalmente el resultado debe hornearse con precisión y cuidado. La posibilidad de fracaso solo en este último paso es tan grande que en cada sociedad en la que está presente el pan, la cocción del mismo se ha encomendado a profesionales desde épocas muy tempranas.

Tampoco es que la agricultura llevara consigo una mejora sustancial del nivel de vida. El cazador-recolector típico disfrutaba de una dieta más variada y consumía más proteínas y calorías que la población asentada, y consumía cinco veces más vitamina C que la media que consumimos actualmente. Incluso en las acerbas profundidades de la Edad de Hielo, sabemos que los pueblos nómadas comían sorprendentemente bien… y sorprendentemente sano. Los pueblos asentados, por otro lado, dependían de una variedad de alimentos mucho más limitada, garantía de insuficiencias dietéticas. Los tres grandes cultivos domésticos de la Prehistoria fueron el arroz, el trigo y el maíz, pero todos ellos presentan importantes desventajas como alimentos básicos. Tal y como John Lanchester explica: «El arroz inhibe la actividad de la vitamina A; el trigo contiene un elemento químico que dificulta la acción del zinc y que puede producir raquitismo; el maíz es deficiente en aminoácidos esenciales y contiene fitatos, que impiden la absorción del hierro». En el Próximo Oriente, la altura media descendió en casi quince centímetros durante los primeros tiempos de la agricultura. Incluso en las islas Orcadas, donde la vida prehistórica era probablemente lo mejor posible, un análisis de 340 esqueletos demostró que muy pocos sobrevivían más allá de los veinte años.

Lo que mató a los habitantes de las islas Orcadas no fue una deficiencia alimenticia, sino una enfermedad. Las personas que conviven con otras presentan probabilidades inmensas de transmitir enfermedades de casa en casa, y la exposición a los animales que fomentaba la domesticación implica que la gripe (de los cerdos y las aves de corral), la varicela y el sarampión (de las vacas y las ovejas), y el ántrax (de los caballos y las cabras, entre otros) se incorporaron también al ser humano. Por lo que sabemos, las enfermedades infecciosas se tornaron endémicas solo a partir de que la gente empezara a convivir. Los asentamientos acarrearon además un enorme incremento de «comensales de los humanos» —ratones, roedores y otras criaturas que viven con y de nosotros— que con mucha frecuencia actuaron también como portadores de enfermedades.

En consecuencia, el sedentarismo significó dietas más pobres, más enfermedades, abundantes dolores de muelas y enfermedades de las encías, y muertes tempranas. Lo que resulta verdaderamente extraordinario es que sigan siendo factores presentes hoy en día en nuestra vida. De los treinta mil tipos de plantas comestibles que existen en la tierra, solo once —maíz, arroz, trigo, patata, mandioca, sorgo, mijo, judías, cebada, centeno y avena— representan el 93 % de todo lo que consumen los humanos, y todas ellas fueron cultivadas ya por nuestros antepasados neolíticos. Y lo mismo sucede con la cría de ganado. No comemos los animales que criamos para nuestro consumo porque sean notablemente deliciosos, nutritivos o porque nos guste su compañía, sino porque son los que se domesticaron en la Edad de Piedra.

Somos, en lo más básico, seres de la Edad de Piedra. Desde un punto de vista dietético, el Neolítico continúa con nosotros. Tal vez aderecemos nuestros platos con hojas de laurel e hinojo picado, pero a pesar de ello la comida típica de la Edad de Piedra sigue ahí. Y cuando caemos enfermos, las enfermedades que sufrimos son las enfermedades de la Edad de Piedra.

Vere Gordon Childe en Skara Brae, 1930.

II

Si hace diez mil años le hubieran pedido que imaginara cuál sería el emplazamiento de las grandes civilizaciones futuras, seguramente las habría situado en algún punto de América Central o del Sur, basándose en las cosas sorprendentes que estaban haciendo allí con los alimentos. Los académicos llaman Mesoamérica a esta parte del Nuevo Mundo, un término vago y acomodaticio que podría definirse más o menos como América Central, sumándole tanta o tan poca parte de América del Norte y del Sur según sea necesario para soportar cada hipótesis en particular.

Los mesoamericanos fueron los mayores cultivadores de la historia, pero de todas sus numerosas innovaciones hortícolas, ninguna ha sido más importante o inesperada como la creación del maíz. Seguimos sin tener ni idea de cómo lo hicieron. Si observamos las formas primitivas de cebada, arroz o trigo y las comparamos con sus contrapartidas modernas, vemos enseguida las afinidades. Pero el maíz salvaje no se parece en nada al maíz moderno. Genéticamente, su pariente más próximo es una hierba muy fina llamada teosinte, pero más allá del nivel similar de cromosomas no existe parentesco visible. El maíz crece en forma de robusta mazorca en un único tallo y sus granos quedan encerrados en el interior de una cáscara rígida y protectora. Una mazorca de teosinte, en comparación, mide poco más de dos centímetros de largo, carece de cáscara y crece en múltiples tallos. Su valor alimenticio es casi nulo; un grano de maíz es más nutritivo que una mazorca entera de teosinte.

Queda fuera de nuestro alcance adivinar cómo alguien consiguió cultivar mazorcas de maíz a partir de una planta tan diminuta y poco propicia, o incluso cómo se le ocurrió intentarlo. En 1969, y con la idea de cerrar el tema de una vez por todas, un grupo de científicos del mundo entero especializados en alimentación convocaron la conferencia sobre el origen del maíz en la Universidad de Illinois, pero los debates se tornaron tan vituperiosos y agrios, y personales en muchas ocasiones, que la conferencia acabó sumida en el caos y nunca llegó a publicarse ningún tipo de documento. Desde entonces no ha habido más intentos. Pero los científicos están bastante seguros de que el maíz se domesticó en primer lugar en las planicies del oeste de México y no tienen la menor duda, gracias a las convincentes maravillas de la genética, de que fue a partir del teosinte, pero cómo se hizo todo sigue siendo el eterno misterio.

Pero se logró, crearon la primera planta del mundo resultado de la ingeniería, una planta tan profundamente manipulada que ahora depende por completo de nosotros para su supervivencia. Los granos de maíz no se desprenden por sí solos de la mazorca, razón por la cual el maíz no existiría si el hombre no lo arrancara y lo plantara. Si el hombre no lo hubiera atendido constantemente durante estos miles de años, el maíz se habría extinguido. Los inventores del maíz no solo crearon un nuevo tipo de planta, sino que además crearon —concibiéndolo a partir de nada, en realidad— un nuevo tipo de ecosistema que no existía en ninguna parte de su mundo. En Mesopotamia, había ya prados naturales, por lo que el cultivo fue básicamente una cuestión de transformar campos de cereales naturales en campos de cereales mejores y controlados. Pero en la árida maleza de América Central, los campos eran desconocidos. Tuvieron que ser creados a partir de cero por gente que jamás había visto una cosa parecida. Fue como si alguien en pleno desierto se imaginara un prado.

Hoy en día, el maíz es mucho más indispensable de lo que la gente cree. La fécula de maíz se utiliza en la fabricación de bebidas con gas, chicles, helados, mantequilla de cacahuete, kétchup, pintura para vehículos, líquido para embalsamar, pólvora, insecticidas, desodorantes, jabón, patatas fritas, apósitos quirúrgicos, laca de uñas, polvos desodorantes para los pies, aliños para ensaladas y varios cientos de cosas más. Tomando prestadas las palabras de Michael Pollan, no es tanto que hayamos domesticado el maíz como que el maíz nos ha domesticado a nosotros.

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