Read En casa. Una breve historia de la vida privada Online
Authors: Bill Bryson
Tags: #Ensayo, Historia
De modo que los riesgos eran considerables y se percibían claramente, pero aun así, después de escasos días de malhumor y dudas, los integrantes de la comisión aprobaron el plan de Paxton. Nada —absolutamente nada, la verdad— expresa mejor la Gran Bretaña victoriana y su brillantez que el hecho de que el edificio más osado e icónico del siglo fuera confiado a un jardinero. El Palacio de Cristal de Paxton no necesitaba ladrillos; de hecho, ni mortero, ni cemento, ni cimientos. Era cuestión de tornillos y quedaba plantado sobre el suelo como una tienda. Fue no solo una solución ingeniosa a un reto monumental, sino que también supuso un alejamiento radical de cualquier cosa que hasta entonces se hubiera intentado.
La principal virtud del etéreo palacio de Paxton era que podía prefabricarse a partir de piezas estándar. Su corazón estaba integrado por un único componente —un armazón triangular de hierro fundido de noventa centímetros de ancho por siete metros y siete centímetros de largo— que iba encajándose con otros armazones hasta construir un esqueleto del que colgar el cristal del edificio (casi cien mil metros cuadrados, o lo equivalente a una tercera parte del cristal que se producía en Gran Bretaña en todo un año). Se diseñó una plataforma móvil especial que se movía entre los soportes del techo para que los obreros pudieran instalar dieciocho mil paneles de cristal a la semana, una tasa de productividad que era, y es, una maravilla de eficiencia. Para gestionar la enorme cantidad de canalones necesarios —unos treinta y dos kilómetros en total—, Paxton ideó una máquina, controlada por un reducido equipo de hombres, capaz de ensamblar seiscientos metros de canalón al día, una cantidad que antes habría representado una jornada de trabajo para trescientos hombres. El proyecto era una maravilla en todos los sentidos.
Paxton tuvo la suerte de elegir el momento adecuado, pues justo en la época de la Gran Exposición la producción de cristal era mayor que nunca. El cristal siempre había sido un material complicado. Era difícil fabricarlo bien, y no especialmente fácil producirlo, razón por la cual había sido un producto de lujo durante gran parte de su historia. Por suerte, dos recientes innovaciones tecnológicas habían cambiado el panorama. En primer lugar, los franceses inventaron el vidrio cilindrado, llamado así porque el cristal fundido se extendía sobre unas mesas de hierro y se alisaba luego con un rodillo cilíndrico. Esto permitió por vez primera la creación de paneles de cristal de gran tamaño, lo que hizo posible la aparición de los escaparates. El vidrio cilindrado, sin embargo, necesitaba enfriarse durante diez días antes de desmoldarse, lo que significaba que las mesas estaban fuera de servicio durante la mayor parte del tiempo, y el resultado obtenido exigía después un intenso trabajo de esmerilado y pulido. Esto lo hacía caro. En 1838, se inventó un sistema de refinado más barato: la lámina de cristal. La lámina tenía la mayoría de las virtudes del vidrio cilindrado, pero se enfriaba más rápidamente y necesitaba menos pulido, por lo que su fabricación resultaba más barata. De pronto se hizo posible fabricar de forma económica cristal de gran tamaño en cantidades ilimitadas.
Junto con esto se produjo la oportuna abolición de dos impuestos de gran tradición: el impuesto sobre las ventanas y el impuesto sobre el cristal (que, en el sentido más estricto, era un impuesto sobre el consumo). El impuesto sobre las ventanas se remontaba a 1696 y era lo bastante gravoso como para que la gente evitara poner ventanas en edificios si ello era posible. Las aberturas enladrilladas a modo de ventanas que actualmente caracterizan muchos edificios de la época en Gran Bretaña solían estar pintadas en su día para que parecieran ventanas. (A veces es una vergüenza que no sigan estándolo.) La gente consideraba el impuesto como «un gravamen sobre el aire y la luz» y se traducía en que muchos criados y demás personas de limitados recursos se veían condenados a vivir en estancias mal ventiladas.
El segundo impuesto, introducido en 1746, estaba basado no en el número de ventanas, sino en el peso de su cristal, por lo que a lo largo de la época georgiana el cristal era delgado y frágil, y los marcos de las ventanas tenían que ser robustos para compensarlo. Los famosos cristales de ojo de buey se convirtieron también en un elemento característico de la época. Son consecuencia de un tipo de fabricación del vidrio que producía lo que se conoce como vidrio de corona (llamado así porque es ligeramente convexo, o en forma de corona). El ojo de buey señalaba el lugar en la lámina de vidrio donde se apoyaba la caña de soplar. Al ser más débil esa parte del vidrio, eludía el impuesto, y desarrolló por ello cierto atractivo entre la gente de economía más frugal. Los ojos de buey se hicieron populares en posadas y comercios y en las partes traseras de las casas, donde la calidad no tenía tanta importancia. El gravamen sobre el cristal fue abolido en 1845, casi a punto de cumplir su centenario, y a este hecho le siguió, conveniente y casualmente en 1851, la abolición del impuesto sobre las ventanas. Justo en el momento en que Paxton necesitaba más cristal de lo que nunca antes nadie hubiera podido necesitar, el precio del material se redujo a menos de la mitad. Esto, junto con los cambios tecnológicos que por otro lado fomentaron la fabricación, fue el estímulo que hizo posible el Palacio de Cristal.
El edificio terminado medía exactamente 1.851 pies (564 metros) de largo, para conmemorar el año, 124 metros de ancho y más de treinta metros de altura en su parte central, lo bastante espacioso como para albergar una admirada avenida de olmos que, de lo contrario, habrían tenido que ser talados. Debido a su tamaño, la estructura precisó de mucho material: 293.655 paneles de cristal, 33.000 armazones triangulares de hierro y miles de metros cuadrados de entarimado de madera para el suelo; pero aun así, gracias a los métodos de Paxton, el coste final fue de unas sumamente agradables 80.000 libras. De principio a fin, la obra duró treinta y cinco semanas. La construcción de la catedral de San Pablo se había prolongado treinta y cinco años.
A poco más de tres kilómetros de distancia, los nuevos edificios del Parlamento llevaban una década en construcción y no estaban ni mucho menos finalizados. Un periodista del
Punch
sugirió, solo medio en broma, que el Gobierno debería encargar a Paxton el diseño de un Parlamento de Cristal. Incluso surgió una frase pegadiza aplicable a cualquier problema cuya solución parecía inalcanzable: «Pregúntale a Paxton».
El Palacio de Cristal se convirtió de este modo en el edificio más grande del mundo y también en el más ligero y etéreo. Hoy en día estamos acostumbrados a ver cristal en abundancia, pero para una persona de 1851, la idea de pasear debajo de metros cúbicos de luz casi irreal en el
interior
de un edificio resultaba deslumbrante, mareante incluso. Creo que somos incapaces de imaginarnos la primera impresión de un visitante al ver de lejos el Pabellón de la Exposición, brillante y transparente. Debía de parecer tan delicado y evanescente, tan milagrosamente improbable, como una burbuja de jabón. Llegar a Hyde Park y ver el Palacio de Cristal flotando por encima de los árboles, reluciente bajo la luz del sol, debía de ser un momento de esplendor capaz de hacer temblar las rodillas a cualquiera.
Mientras se erigía el Palacio de Cristal en Londres, ciento ochenta kilómetros al noreste, junto a una vieja iglesia rural, bajo los extensos cielos de Norfolk, se levantaba en 1851 un edificio bastante más modesto en un pueblo próximo a la ciudad mercado de Wymondham: una casa parroquial de vaga y laberíntica naturaleza, bajo un tejado irregular con remates ornamentados en los aleros y garbosas chimeneas de un prudente estilo gótico: «una casa de buen tamaño, y lo suficiente confortable en un sentido formal, feo y respetable», tal y como Margaret Oliphant, una novelista victoriana enormemente popular y prolífica, describía esa especie de casas en su novela
The Curate in Charge
.
Este es el edificio que nos acompañará durante las aproximadamente quinientas páginas que siguen. Fue diseñado por un tal Edward Tull de Aylsham, un arquitecto fascinantemente desprovisto de talento convencional, como veremos, para un joven pastor de buena familia llamado Thomas J. G. Marsham. Con veintinueve años de edad, Marsham era beneficiario de un sistema que le proporcionaba a él, y a otros como él, un estilo de vida magnífico exigiéndole muy poco a cambio.
En 1851, cuando empieza nuestra historia, había 17.621 pastores anglicanos, y un rector rural, con solo doscientas cincuenta almas a su cargo, disfrutaba de unos ingresos medios de 500 libras, tanto como un funcionario público como Henry Cole, el hombre de la Gran Exposición. Entrar a formar parte de las filas de la Iglesia era una de las dos actividades por defecto destinadas a los hijos menores de la nobleza y la clase acomodada (la carrera militar era la otra), por lo que a menudo aportaban también a su cargo parte de la riqueza familiar. Muchos recibían además sustanciosos ingresos por el arrendamiento de las tierras beneficiales, o tierras de labrantío, que acompañaban el nombramiento. Incluso los titulares menos privilegiados eran en general gente pudiente. Jane Austen se crió en lo que consideraba una lamentablemente exigua rectoría de Steventon, Hampshire, a pesar de disponer de sala de estar, cocina, salón, estudio y biblioteca, y siete dormitorios… para nada un destino de privaciones. La finca más rica de todas estaba en Doddington, Cambridgeshire, con más de quince hectáreas de terreno y unos ingresos anuales de 7.300 libras —el equivalente actual a 5 millones de libras— para el afortunado párroco, hasta que la finca fue dividida en 1865
[2]
.
En la Iglesia anglicana había dos tipos de clérigos: vicarios y rectores. La diferencia era mínima desde el punto de vista eclesiástico, pero inmensa desde el económico. Históricamente, los vicarios eran los suplentes de los rectores (la palabra tiene su origen en
vicarious
, que indica un papel de sustituto), pero en tiempos del señor Marsham la distinción se había disipado y era más bien cuestión de tradición local que el párroco (palabra cuyo origen se encuentra en el término
persona ecclesiae
) fuera llamado vicario o rector. Persistía, sin embargo, la diferencia en lo que a los ingresos se refiere.
La paga de los pastores no venía de la Iglesia, sino que procedía de rentas y diezmos. Había dos tipos de diezmos: diezmos grandes, obtenidos a partir de las cosechas principales, como el trigo y la cebada, y diezmos pequeños, procedentes de los huertos, la bellota y cualquier otro forraje ocasional. Los diezmos eran una fuente crónica de tensión entre Iglesia y campesino, y en 1836, el año anterior a la subida al trono de la reina Victoria, se decidió simplificar el asunto. A partir de aquel momento, en lugar de entregar al párroco local una parte acordada de su cosecha, el campesino le pagaría una cantidad anual fija basada en el valor de sus tierras. Esto significaba que los párrocos tenían derecho a su parte asignada incluso en años de mala cosecha, lo que a su vez significaba que los párrocos no tenían cosechas que no fueran buenas.
El papel del párroco rural era extraordinariamente poco preciso. La piedad no era un requisito necesario, ni siquiera era de esperar. La ordenación anglicana exigía la posesión de un título universitario, pero la mayoría de los ministros leía los clásicos y no estudiaba para nada la divinidad, y en consecuencia carecía de formación sobre cómo predicar, proporcionar inspiración o consuelo, u ofrecer un apoyo cristiano significativo. Muchos ni siquiera se tomaban la molestia de redactar sermones y se limitaban a comprar un volumen de sermones preparados y leer uno de ellos una vez por semana.
Aun sin nadie pretenderlo, el resultado fue la creación de una clase integrada por gente rica y cultivada que tenía en sus manos cantidades infinitas de tiempo. En consecuencia, muchos de ellos empezaron, de forma prácticamente espontánea, a hacer cosas notables. Nunca en la historia ha existido un grupo de gente consagrada a un abanico tan amplio de actividades loables sin tener ningún tipo de vinculación profesional con ellas.
Estudiemos algunos ejemplos.
George Bayldon, vicario de un remoto rincón de Yorkshire, tenía tan pocos asistentes a sus servicios que transformó en gallinero la mitad de su iglesia aunque, por otro lado, se convirtió en una autoridad autodidacta en lingüística y compiló el primer diccionario de islandés. No muy lejos de allí, Laurence Sterne, vicario de una parroquia próxima a York, escribió novelas populares, de las cuales
Vida y opiniones del caballero Tristram Shandy
es la más recordada. Edmund Cartwright, rector de una parroquia rural de Leicestershire, inventó el telar mecánico, que convirtió la Revolución industrial en verdaderamente industrial; en tiempos de la Gran Exposición, solo en Inglaterra funcionaban 250.000 de sus telares.
En Devon, el reverendo Jack Russell crió el
terrier
que lleva su nombre, mientras que en Oxford, el reverendo William Buckland escribió la primera descripción científica de los dinosaurios y, no por casualidad, se convirtió en la máxima autoridad mundial en coprolitos (heces fosilizadas). Thomas Robert Malthus, en Surrey, escribió su
Ensayo sobre el principio de la población
(que, como recordará de sus días de colegio, sugería que, por razones matemáticas, el aumento de los medios de subsistencia nunca podrá mantener el ritmo del crecimiento de la población), dando origen con ello a la disciplina de economía política. El reverendo William Greenwell, de Durham, fue el padre fundador de la arqueología moderna, aunque es más recordado entre los pescadores con caña por ser el inventor de «la gloria de Greenwell», la mosca más apreciada para la pesca de la trucha.
En Dorset, Octavius Pickard-Cambridge, párroco de gallardo nombre, se convirtió en una autoridad mundial en el campo de las arañas, mientras que su contemporáneo, el reverendo William Shepherd, escribía la historia de los chistes verdes. John Clayton, de Yorkshire, fue el primero en ofrecer una demostración práctica del alumbrado con gas. El reverendo George Garrett, de Manchester, inventó el submarino
[3]
. Adam Buddle, un vicario botánico de Essex, fue quien dio nombre a la flor de la budleia. El reverendo John Mackenzie Bacon, de Berkshire, fue un pionero de la navegación con globo aerostático y el padre de la fotografía aérea. Sabine Baring-Gould escribió el himno «Adelante, soldados cristianos» y, de forma más inesperada, la primera novela en la que apareció un hombre lobo. El reverendo Robert Stephen Hawker, de Cornwall, escribió buena poesía y fue muy admirado por Longfellow y Tennyson, aunque alarmaba un poco a sus parroquianos por ir tocado siempre con un fez de color rosa y pasar la mayor parte de su vida bajo la influencia poderosamente serena del opio.