Read En casa. Una breve historia de la vida privada Online
Authors: Bill Bryson
Tags: #Ensayo, Historia
Pero la gente acabó adorándolo, y muy pronto Olmsted empezó a recibir encargos procedentes de todas partes. Un hecho ciertamente sorprendente, ya que Olmsted no era muy bueno construyendo el tipo de parques que la gente quería, y cuantos más parques construyó, más evidente se hizo esto. Olmsted estaba convencido de que todos los males de la vida urbana eran consecuencia del aire nocivo y la falta de ejercicio, que producían «una anomalía prematura del vigor del cerebro». Los paseos tranquilos y la reflexión relajada servirían para recuperar la salud, la energía e incluso el tono moral de una ciudadanía agotada. En consecuencia, Olmsted estaba en contra de todo lo que fuera ruidoso, enérgico o divertido. Y muy especialmente, no quería diversiones como zoos y lagos con barcas, justo el tipo de entretenimiento que más ansiaban los usuarios de los parques. En el Franklin Park de Boston prohibió jugar al béisbol, junto con otros «esparcimientos activos», como los denominaba desdeñosamente, a cualquiera excepto a los niños menores de dieciséis años. Las celebraciones del 4 de Julio se prohibieron, lisa y llanamente.
La gente respondió ignorando las reglas, y las autoridades del parque se mostraban complacientes y hacían la vista gorda, por lo que los parques de Olmsted acabaron siendo los lugares placenteros que él quería que fueran, aunque mucho más restrictivos que los parques europeos, con sus animados jardines donde poder beber cerveza y sus alegres atracciones mecánicas.
A pesar de que no se inició en el paisajismo hasta alcanzada la madurez, la carrera de Olmsted fue asombrosamente productiva. Construyó más de cien parques municipales en toda Norteamérica: en Detroit, Albany, Buffalo, Chicago, Newark, Hartford y Montreal. Y aunque Central Park es su creación más famosa, muchos opinan que Prospect Park, en Brooklyn, es su obra maestra. Ejecutó también más de doscientos encargos de carácter privado para mansiones e instituciones de todo tipo, incluyendo una cincuentena de campus universitarios. Biltmore fue el último proyecto de Olmsted… y, de hecho, uno de sus últimos actos racionales. Muy poco después cayó víctima de una demencia irreparable y progresiva. Pasó los últimos cinco años de su vida en el McLean Asylum de Belmont, Massachusetts, cuyos jardines, no es necesario decirlo, había diseñado.
Aunque especular sin restricciones sobre el estilo de vida que llevó el buen reverendo Marsham en su rectoría presenta indudables peligros, algo con lo que muy probablemente soñó, si es que no acabó teniendo, fue con un invernadero, pues los invernaderos se convirtieron en el nuevo juguete de su época. Inspirados en el Palacio de Cristal de Joseph Paxton en Londres, y coincidiendo claramente en el tiempo con la abolición de los impuestos sobre el cristal, los invernaderos empezaron a aparecer por todas partes y a llenarse con los excitantes y nuevos ejemplares de plantas que llegaban a Gran Bretaña procedentes de cualquier rincón del mundo. Pero esta transferencia generalizada de seres vivos entre continentes tendría sus consecuencias. En el verano de 1863, un jardinero aficionado de Hammersmith, en el oeste de Londres, descubrió que una preciosa parra de su invernadero estaba enfermando. Fue incapaz de identificar la enfermedad, pero se dio cuenta de que tenía las hojas cubiertas de agallas de las que salían unos insectos que no había visto nunca. Recogió unos cuantos ejemplares y se los envió a John Obadiah Westwood, profesor de zoología de Oxford y una autoridad en insectos a nivel internacional.
Por desgracia, la identidad del propietario de la parra no ha llegado hasta nosotros, y es una pena, pues fue una persona muy importante: el primer europeo que sufrió la plaga de filoxera, un diminuto y casi invisible pulgón que poco después devastaría la industria viticultora de toda Europa. Pero sobre el profesor Westwood sabemos muchas cosas más. Había nacido en circunstancias modestas —su padre era tintorero en Sheffield— y fue un completo autodidacta. Acabó convirtiéndose en la autoridad más destacada de Gran Bretaña no solo en el campo de los insectos —nadie se le acercaba ni de lejos como experto en entomología—, sino también en el de los escritos anglosajones. En 1849 se convirtió en el primer profesor de zoología de Oxford.
Casi exactamente tres años después del descubrimiento de la filoxera en Hammersmith, los viticultores de la región de Bouches-du-Rhône, cerca de Arles, en el sur de Francia, se dieron cuenta de que sus viñas empezaban a marchitarse y morir. La muerte de los viñedos se propagó por toda Francia. Los viticultores se sentían impotentes. Los insectos infestaban las raíces, por lo que el primer indicio de la enfermedad mortal era el primer indicio de todo. Los campesinos no podían excavar para comprobar la presencia de la filoxera, pues en caso de hacerlo mataban las viñas, por lo que no les quedaba otro remedio que esperar y confiar en su buena suerte. La mayoría acabó frustrada.
El 40 % de los viñedos franceses fue víctima de la filoxera en el transcurso de quince años. El 80 % se «reconstituyó» injertando en las viñas raíces americanas. Pero entre la devastación general existían pequeñas y misteriosas zonas de aparente inmunidad. La región del champán quedó asolada por completo con la excepción de dos insignificantes viñedos situados en las afueras de Reims, que por algún motivo resistieron con éxito la infección y siguen produciendo uvas de champagne a partir de sus raíces originales, el único champán realmente francés.
Con casi toda seguridad, el pulgón de la filoxera procedente del Nuevo Mundo ya había llegado antes a Europa, aunque muerto e incapaz de sobrevivir al largo viaje por mar. La introducción de los veloces barcos de vapor y de los trenes aún más rápidos por tierra ayudó a que los pequeños pulgones pudieran llegar vivos y dispuestos a conquistar nuevos territorios.
La filoxera se originó en América y había aniquilado todos los intentos de introducir viñas europeas en suelos norteamericanos, un asunto que había causado consternación y desesperación desde la francesa Nueva Orleans hasta el Monticello de Thomas Jefferson, pasando por Ohio y las ondeantes tierras altas de Nueva York. Las viñas americanas eran inmunes a la filoxera, pero no producían un vino de muy buena calidad. Entonces, alguien se dio cuenta de que si injertabas viñas europeas en raíces americanas, se obtenían viñas capaces de resistir a la filoxera. La cuestión era si producirían un vino tan bueno como el que producían antes.
En Francia, muchos viticultores no soportaban la idea de corromper sus viñas con material americano. La Borgoña, temerosa de que sus amados y tremendamente valiosos
grand crus
se vieran en una situación de compromiso irreparable, se negó durante catorce años a permitir que las raíces americanas mancillaran sus antiguas viñas, aunque esas viñas se marchitaran y murieran por todas partes. Muchos viticultores iniciaron injertos ilegales de todos modos, y salvaron con ello de la extinción a sus nobles viñedos.
Pero gracias a las raíces americanas las viñas francesas siguen existiendo. Resulta imposible afirmar si los vinos de ahora son peores que los de antes. La mayoría de las autoridades opina que no, pero no cabe duda de que un remedio tan desesperado siembra dudas persistentes en aquellos que tienden a tenerlas. Lo que a buen seguro es cierto es que las viñas supervivientes anteriores a la aparición de la filoxera han alcanzado un caché que ha empujado a la gente a desprenderse de una cantidad asombrosa de su dinero y gran parte de su sentido común en la lucha por hacerse con algo tan deliciosamente insustituible. En 1985, Malcolm Forbes, el editor norteamericano, pagó 156.450 dólares por una botella de Château Lafite de 1787. Era demasiado valiosa como para beber su contenido, de modo que la guardó para su exhibición en una vitrina de cristal especialmente diseñada para ello. Por desgracia, las luces que artísticamente iluminaban la preciosa botella provocaron el encogimiento del viejísimo corcho, que acabó cayendo con una salpicadura de 156.450 dólares en el interior de la botella. Peor incluso fue el destino de un Château Margaux del siglo
XVIII
que se dijo que en su día había sido propiedad de Thomas Jefferson y que estaba valorado, de forma muy precisa, en 519.750 dólares. En 1989, mientras William Sokolin mostraba su adquisición en un restaurante de Nueva York, un vinatero golpeó sin querer la botella contra un carrito para servir la comida y la rompió, convirtiendo en un instante la botella más cara del mundo en la mancha sobre una alfombra más cara del mundo. El director del restaurante acercó el dedo a la alfombra y declaró que el vino ya no era bebible.
Mientras la Revolución industrial producía máquinas maravillosas que estaban transformando la vida de las personas (y a veces también el comportamiento de las plagas), la ciencia hortícola se quedaba sorprendentemente atrás. Ya muy adentrado el siglo
XIX
, se seguía sin comprender algo tan básico como el factor que llevaba al crecimiento de las plantas. Todo el mundo sabía que el suelo necesitaba abono, pero nadie se ponía de acuerdo en por qué lo necesitaba o en cuál era el abono más efectivo. Una encuesta realizada entre campesinos durante la década de 1830 reveló que los abonos que se utilizaban en aquella época consistían en serrín, plumas, arena de playa, heno, peces muertos, conchas marinas, trapos de lana, cenizas, virutas de cuerno, alquitrán de hulla, tiza, yeso y semillas de algodón, entre otros productos. Algunos de ellos funcionaban mejor de lo que cabría esperar —al fin y al cabo, los campesinos no eran tontos—, pero nadie podía clasificarlos en orden de efectividad, ni afirmar qué proporciones eran las mejores. En consecuencia, la trayectoria de las cosechas agrícolas fue cayendo implacablemente en picado. Las cosechas de maíz en el norte del estado de Nueva York pasaron de treinta fanegas por media hectárea en 1775 a apenas una cuarta parte de eso medio siglo después. (Una fanega equivale a 35,2 litros.) Algunos destacados científicos, entre ellos Nicholas-Théodore de Saussure en Suiza, Justus Liebig en Alemania y Humphry Davy en Gran Bretaña, establecieron una relación entre nitrógeno y minerales por un lado, y la fertilidad del suelo por el otro, pero cómo convertir lo primero en lo segundo seguía siendo tema de debate, por lo que los campesinos seguían arrojando a sus campos mezclas desesperadas y muy a menudo inefectivas.
Entonces, hacia 1830, apareció de repente el producto milagro que el mundo llevaba tanto tiempo esperando: el guano. El guano —excrementos de aves— venía utilizándose en Perú desde la época de los incas, y su eficacia había sido comentada por exploradores y viajeros desde entonces, pero no fue hasta un momento tan tardío cuando a alguien se le ocurrió almacenarlo en sacos y venderlo a los desesperados campesinos del hemisferio norte. Y en cuanto los extranjeros descubrieron el guano, ya no se hartaron de él. Un vertido de guano devolvía la energía a los campos y multiplicaba las cosechas hasta en un 300 %. El mundo quedó embargado por lo que llegó a conocerse como la «guanomanía». El guano funcionaba porque estaba cargado de nitrógeno, fósforo y nitrato de potasio, que casualmente eran también ingredientes vitales de la pólvora. El ácido úrico del guano era asimismo muy valorado por los tintoreros. En consecuencia, el guano empezó a ser apreciado en muchos sectores. De pronto, parecía no existir nada en el mundo que la gente estimase más.
El guano solía ser muy abundante allí donde anidaban las aves marinas. Había muchas islas rocosas literalmente cubiertas por él: existían con frecuencia depósitos de hasta cincuenta metros de profundidad. Algunas islas del Pacífico no eran
otra cosa
que guano. El comercio del guano enriqueció a mucha gente. Schroder’s, el banco mercantil británico, se fundó a partir del comercio del guano. Durante treinta años, prácticamente todos los ingresos por exportaciones de Perú fueron el resultado de ensacar y vender excrementos de ave a un universo agradecido. Chile y Bolivia iniciaron una guerra reclamando su derecho al guano. El Congreso de Estados Unidos redactó la Guano Islands Act, que permitía a los intereses privados reclamar como territorio norteamericano cualquier isla cargada de guano que encontraran y cuya propiedad no hubiese sido aún reclamada. De esta manera, Estados Unidos adquirió más de cincuenta islas.
Y mientras que por un lado el guano mejoraba la vida de los campesinos, por el otro tuvo un efecto muy grave sobre la vida en las ciudades. Aniquiló el mercado de los desechos humanos. Antes de la aparición del guano, los que se dedicaban a vaciar los pozos negros de las ciudades —los llamados basureros nocturnos— vendían los excrementos humanos a los campesinos de los alrededores de las urbes. Eso ayudaba a mantener los precios bajos. Pero después de 1847, el mercado de los excrementos humanos se vino abajo y los desechos se convirtieron en un problema que en general se solventó vertiendo la basura en el río más a mano, con consecuencias que, como veremos, tardarían décadas en solucionarse.
El problema inevitable del guano era que había tardado siglos en acumularse y pocos años en gastarse. Una isla situada frente a las costas de África, que se estima que contenía doscientas mil toneladas de guano, quedó completamente desnuda en el plazo de solo un año. Los precios ascendieron a casi los 80 dólares la tonelada. En 1850, el campesino se enfrentaba a la descorazonadora elección de gastar la mitad de sus ingresos en guano o ver sus campos marchitarse. Era evidente que lo que se necesitaba era un abono sintético, algo que alimentara las cosechas de un modo fiable y económico. Fue justo en ese momento cuando entra en la historia una curiosa figura llamada John Bennet Lawes.
Lawes era hijo de un acaudalado terrateniente de Hertfordshire y desde niño había sentido pasión por los experimentos químicos. Convirtió una habitación sobrante de la casa familiar en un laboratorio y pasaba la mayor parte de su tiempo encerrado allí. Hacia 1840, con veinte y pico años, empezó a sentir curiosidad por la sorprendente excentricidad de los abonos hechos con harina de hueso, que esparcidos sobre determinados suelos, como calizas y turbas, producían espectaculares campos de nabos, aunque la misma harina esparcida en un suelo arcilloso no producía ningún tipo de efecto. Nadie sabía por qué. Lawes inició una serie de experimentos en la granja familiar, utilizando distintas combinaciones de suelos, plantas y estiércoles para intentar llegar al fondo de la cuestión. Fue el inicio de la agricultura científica. En 1843, el año del fallecimiento de Loudon, transformó parte de la granja en la Estación Experimental Rothamstead, el primer centro de investigación agrícola del mundo.