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Authors: Bill Bryson

Tags: #Ensayo, Historia

En casa. Una breve historia de la vida privada (45 page)

BOOK: En casa. Una breve historia de la vida privada
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Los propietarios de casas solariegas siguieron de buena gana sus preceptos, introduciendo sinuosos senderos y errabundos lagos, aunque durante un tiempo las mejoras fueron en su mayoría arquitectónicas. Por todo el país, ricos terratenientes abarrotaron sus tierras con grutas, templos, atalayas, ruinas artificiales, obeliscos, caprichos almenados, casas de fieras, invernaderos para plantas tropicales, panteones, anfiteatros, exedras (muros curvos con hornacinas donde colocar bustos de figuras heroicas), el curioso ninfeo o cualquier otro antojo arquitectónico que se les pasara por la cabeza. Y no eran bagatelas ornamentales, sino robustos monumentos. El mausoleo de Castle Howard, diseñado por Nicholas Hawkmoor (y donde el patrono de Vanbrugh, el tercer conde, vive ahora en la eternidad), era tan grande y resultó tan costoso como cualquiera de las iglesias que Christopher Wren edificó en Londres. Robert Adam trazó un plan para erigir una ciudad romana amurallada, pintorescamente en ruinas y artificial por completo, que ocuparía casi cinco hectáreas de una ladera cubierta de prados en Herefordshire, con el simple objetivo de proporcionar a un noble menor, llamado lord Harley, algo entretenido que contemplar mientras desayunaba. Nunca acabó construyéndose, aunque sí lo hicieron otras diversiones de sorprendente magnificencia. La famosa pagoda de los Kew Gardens, que se eleva a una altura de cincuenta metros, fue durante mucho tiempo la estructura más alta de Inglaterra. Hasta el siglo
XIX
estaba suntuosamente dorada y cubierta con dragones pintados —ochenta en total— y tintineantes campanillas de latón, que el rey Jorge IV vendió para liquidar sus deudas, razón por la cual ahora no vemos más que un deslucido cascarón. En otros tiempos, en los Kew había otras diecinueve estructuras fantásticas repartidas por sus terrenos, incluyendo una mezquita turca, un palacio de la Alhambra, una catedral gótica en miniatura y templos dedicados a Eolo, Aretusa, Bellona, Pan, la paz, la soledad y el sol, todo con la intención de que algunos miembros de la familia real tuvieran a su alcance una variedad de diversiones con las que interrumpir sus paseos.

Durante un tiempo se puso de moda construir una ermita e instalar en ella a un ermitaño. En Painshill, Surrey, un hombre firmó un contrato para vivir siete años en pintoresca reclusión y observando silencio monástico a cambio de 100 libras al año, pero fue despedido al cabo de solo tres semanas cuando se le vio bebiendo en un pub del pueblo. El propietario de una finca de Lancashire prometió 50 libras anuales de por vida a cualquiera que pasara siete años en una vivienda subterránea de su finca sin cortarse el pelo ni las uñas y sin hablar con nadie. Alguien aceptó la oferta y aguantó durante cuatro años antes de decidir que no podía más; es una pena que no se sepa si recibió como mínimo una pensión parcial como compensación por sus esfuerzos. La reina Carolina —la del Serpentine en Hyde Park— encargó al arquitecto William Kent la construcción de una ermita en Richmond en la que instaló a un poeta llamado Stephen Duck, pero tampoco fue un éxito, ya que Duck decidió que no le gustaba el silencio ni ser observado por desconocidos y decidió largarse. E inesperadamente, acabó convirtiéndose en el rector de una iglesia en Byfleet, Surrey. Por desgracia, tampoco allí fue feliz —por lo que se ve, no era feliz en ningún lado— y se suicidó arrojándose al Támesis.

La expresión definitiva del edificio capricho la encontramos a buen seguro en Chiswick, en aquel momento un pueblo situado al oeste de Londres, donde el tercer conde de Burlington (y otro miembro del Kit-Cat) hizo construir Chiswick House, que no era para nada una casa y donde nunca tuvo intención de vivir, sino un lugar donde contemplar obras de arte y escuchar música, una especie de casa de verano pretenciosa, construida a escala literalmente palaciega. Es la propiedad donde, como tal vez recordará, el octavo duque de Devonshire tuvo su primer y feliz encuentro con Joseph Paxton.

Mientras, Charles Bridgeman y sus sucesores siguieron trabajando exhaustivamente en la reconstrucción integral de paisajes. En su obra maestra, Stowe, en Buckinghamshire, todo se hizo a escala monumental. Uno de los ha-has allí construidos tenía seis kilómetros y medio de longitud. Se alteró la forma de diversas colinas, se inundaron valles, se construyeron aquí y allá templos de marmólea magnificencia. Stowe no tenía nada que ver con cualquier cosa que anteriormente se hubiera construido. Para empezar, se convirtió en una de las primeras atracciones turísticas del mundo. Fue el primer jardín británico que atrajo visitantes y el primero también en tener su propia guía. Se hizo tan popular, que en 1717 lord Cobham, su propietario, tuvo que adquirir una posada cercana para poder alojar en ella a los visitantes.

Bridgeman falleció en 1738 y poco después fue sucedido por un hombre tan joven que ni siquiera había nacido cuando Bridgeman empezó a trabajar en Stowe. El joven se llamaba Lancelot Brown y era exactamente el hombre que el movimiento paisajista necesitaba.

La historia de la vida de Brown recuerda mucho a la de Joseph Paxton. Ambos eran hijos de pequeños campesinos propietarios de sus tierras, ambos eran excepcionalmente brillantes y trabajadores, ambos empezaron en la jardinería siendo niños y ambos destacaron rápidamente en cuanto empezaron a trabajar para hombres ricos. En el caso de Brown, la historia empezó en Northumberland, donde su padre tenía unas tierras arrendadas en una finca llamada Kirkharle. Con catorce años, Brown empezó a trabajar allí como aprendiz de jardinero y estuvo siete años empleado, pero entonces decidió abandonar Northumberland y trasladarse al sur, con toda seguridad en busca de un clima mejor para su asma. Se desconoce lo que hizo durante el siguiente periodo de su vida, pero debió de destacar, pues poco después del fallecimiento de Charles Bridgeman, lord Cobham lo seleccionó como nuevo jardinero de Stowe. Tenía solo veinticuatro años de edad.

Brown se encontró de pronto al cargo de una plantilla de cuarenta empleados y ejerciendo funciones tanto de pagador como de jardinero jefe. Poco a poco asumió la gestión de la totalidad de la finca, encargándose tanto de los proyectos de jardinería como de los de construcción. De esta manera, y sin duda alguna con estudios complementarios, adquirió las habilidades necesarias para convertirse en un arquitecto competente y profesional. Lord Cobham falleció en 1749 y Brown decidió independizarse. Se trasladó a Hammersmith, que entonces era un pueblo situado al oeste de Londres, e inició allí su carrera como profesional autónomo. Con treinta y cinco años de edad estaba a punto de convertirse en el hombre que la historia conoce como «Capability Brown», Brown el Capaz.

Su visión era arrolladora. Él no creaba jardines, creaba paisajes. Adquirió la costumbre, en cuanto estudiaba una finca, de anunciar que tenía capacidad para realizar aquel determinado trabajo, y de ahí proviene su famoso apodo. Siempre ha existido la tendencia a retratar a Brown como un mero remendón, como un reformador fortuito, que hacía poca cosa más que transformar árboles en atractivos setos. Pero, de hecho, nadie realizó más movimientos de tierras ni operó a mayor escala que él. Para crear el Valle Griego de Stowe, sus obreros retiraron, en carretillas, dieciocho mil metros cúbicos de tierra y piedras, que luego esparcieron por otras partes. En Heveningham, Suffolk, elevó tres metros y medio un prado de considerable tamaño. Trasladaba sin problemas árboles crecidos y a veces también pueblos perfectamente arraigados. Para poder realizar lo primero, inventó una máquina con ruedas capaz de mover árboles de hasta once metros de altura sin causarles ningún daño, un ejemplo de ingeniería hortícola que fue considerado casi un milagro. Plantó decenas de miles de árboles (noventa y un mil en un solo año en Longleat). Construyó lagos que llegaban a inundar hasta cuarenta hectáreas de tierra de cultivo, un hecho que sin duda alguna sembró ciertas dudas entre sus clientes. En Blenheim Palace, un puente magnífico cruzaba un insignificante arroyo; Brown lo flanqueó con lagos, transformándolo en una superficie acuática impresionante.

Visualizaba el aspecto exacto que tendrían sus paisajes en cien años. Mucho antes de que a nadie se le ocurriera hacerlo, utilizó de manera casi exclusiva árboles nativos. Son detalles como este los que hacen que sus paisajes parezcan haber evolucionado de forma natural cuando en realidad estaban diseñados casi hasta la última boñiga. Era mucho más un ingeniero y un arquitecto paisajista que un jardinero. Tenía un don especial para «confundir la vista», haciendo, por ejemplo, que dos lagos situados a distintos niveles parecieran un único lago mucho más grande. Brown creaba paisajes que eran en cierto sentido «más ingleses» que la campiña a la que sustituían, y lo hacía a una escala tan abrumadora y radical que cuesta ahora imaginarse lo novedosa que llegó a ser en su momento su forma de trabajar. Él lo denominaba «creación de lugares». Tal vez el paisaje de las tierras bajas inglesas parezca hoy intemporal, pero es en gran parte una creación del siglo
XVIII
y fue Brown, más que nadie, quien lo hizo realidad. Si eso es hacer remiendos, es hacerlos a una escala grandiosa.

Brown ofrecía un servicio integral: diseño, suministro de plantas, plantación y mantenimiento. Trabajaba duro y con rapidez y gracias a ello conseguía gestionar muchos encargos. Se dice que una hora de rápida visita a una finca le bastaba para realizar un plan detallado de las mejoras a realizar. Gran parte del atractivo del enfoque de Brown estriba en que a la larga salía barato. Los jardines de meticulosos cuidados, con parterres, arbustos con formas decorativas y kilómetros de setos recortados, exigían mucho mantenimiento. Pero los paisajes de Brown se cuidaban en gran medida solos. Era además marcadamente práctico. Mientras que otros construían templos, pagodas y santuarios, Brown creaba edificios que
parecían
caprichos extravagantes pero que en realidad eran vaquerías, casetas para perros o viviendas para los trabajadores de las fincas. El hecho de haberse criado en una granja le ayudaba a comprender a la perfección su funcionamiento y con frecuencia introducía cambios que mejoraban su eficiencia. Aunque quizás no fuera un arquitecto magnífico, era competente y, gracias a su trabajo como paisajista, comprendía mejor que ningún otro arquitecto de su época el funcionamiento del drenaje. Fue un maestro de la ingeniería del suelo antes de que existiera tal disciplina. Por debajo de sus amodorrados paisajes corrían invisibles y complejos sistemas de drenaje que convirtieron cenagales en prados y que han seguido manteniéndolos en perfecto estado durante doscientos cincuenta años. Quizás podrían haberle apodado también «Drenaje Brown».

En una ocasión le ofrecieron a Brown 1.000 libras para trabajar en una finca en Irlanda, pero declinó la oferta argumentando que todavía no había creado toda Inglaterra. En sus tres décadas de trabajo por cuenta propia realizó ciento setenta encargos, transformando con ello una buena parte de la campiña inglesa. Al cabo de una década de hacerse trabajador autónomo, ganaba 15.000 libras anuales, cantidad suficiente como para situarlo en la zona alta de la emergente clase media.

Pero sus logros no eran ni mucho menos admirados sin reservas por todos. El poeta Richard Owen Cambridge le dijo en una ocasión a Brown:

—Muy seriamente le digo que desearía morir antes que usted, señor Brown.

—¿Por qué? —le preguntó un sorprendido Brown.

—Porque me gustaría ver el cielo antes de que usted lo hubiera mejorado —le respondió secamente Cambridge.

El artista John Constable odiaba la obra de Brown. «No es belleza porque no es naturaleza», declaró. Pero el mayor antagonista de Brown fue el tremendamente esnob sir William Chambers. Rechazaba los paisajes de Brown tachándolos de poco imaginativos e insistiendo en que «difieren muy poco de campos normales y corrientes». Hay que tener en cuenta, no obstante, que la idea de Chambers de mejorar un paisaje no era otra que inundarlo de edificios chillones. Fue él quien diseñó la pagoda, la falsa Alhambra y otras distracciones de los Kew. Chambers consideraba a Brown poco más que un campesino porque decía que su forma de hablar y sus modales carecían de refinamiento, pero los clientes de Brown lo adoraban. Uno de ellos, lord Exeter, colgó un retrato de Brown en su casa para poder verlo cada día. Y por lo que parece, Brown era además un buen hombre. En una de las escasas cartas que han llegado hasta nosotros, le explica a su esposa cómo, separado de ella por el trabajo, pasa el día manteniendo una conversación imaginaria con ella, «que tiene todo el encanto excepto tu querida compañía, que siempre será la más sincera y principal delicia, mi querida Biddy, de tu cariñoso marido». No está mal para alguien que apenas había ido a la escuela. Y es evidente que no son las palabras de un campesino. Brown falleció en 1783 con sesenta y seis años de edad y muchos lloraron su pérdida.

Charles Bridgeman (el cuarto por la izquierda, con el plano de un jardín en la mano), en
La vida del libertino
de William Hogarth.

II

Y mientras Capability Brown rechazaba flores y arbustos ornamentales, otros encontraban especies nuevas en formidable abundancia. El periodo de cincuenta años que se extiende en ambos sentidos antes y después de la muerte de Brown fue una época de descubrimientos sin precedente en el universo de la botánica. La búsqueda de plantas se convirtió en un importante impulsor tanto de la ciencia como del comercio.

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