Read En casa. Una breve historia de la vida privada Online
Authors: Bill Bryson
Tags: #Ensayo, Historia
«Después de que el señor Burstall abriera con llave la pesada puerta de madera de roble del panteón número tres —escribió Buckland—, proyectamos la luz de nuestra lámpara de ojo de buey hacia el interior del panteón y tuve una visión que jamás olvidaré.» En la oscura penumbra que se extendía por delante de él había miles y miles de ataúdes desordenados y rotos, atiborrándolo todo, como si un tsunami los hubiera arrastrado hasta allí. Buckland necesitó dieciséis días de minuciosa búsqueda para dar con su presa. Por desgracia, nadie se esforzó de un modo similar con los demás ataúdes, que acabaron siendo transportados con carros a otros cementerios y depositados en sepulturas anónimas. Como consecuencia de ello, se desconoce incluso hoy en día el paradero de muchas personas dignas de reconocimiento: el fabricante de muebles Thomas Chippendale, la amante real Nell Gwyn, el científico Robert Boyle, el miniaturista Nicholas Hilliard, el salteador de caminos Jack Sheppard y el original Winston Churchill, padre del primer duque de Marlborough, por citar tan solo unos cuantos.
Las iglesias recaudaban la mayor parte de su dinero gracias a los entierros y se mostraban reacias a abandonar tan lucrativo negocio. En la capilla baptista de Enon de Clement’s Lane, en Holborn (la actual sede de la London School of Economics), las autoridades eclesiásticas llegaron a acumular en sus sótanos la colosal cantidad de doce mil cuerpos en solo diecinueve años. No es de sorprender que un volumen tan enorme de carne putrefacta generara olores difíciles de camuflar. Raro era el servicio en el que varios feligreses no acababan desmayándose. Al final, muchos dejaron de acudir allí, pero la capilla siguió aceptando cadáveres para su enterramiento. El pastor necesitaba ingresos.
Los cementerios estaban tan llenos que resultaba casi imposible hundir una pala en el suelo sin extraer un miembro en descomposición o cualquier otra reliquia orgánica. Los cuerpos se enterraban en sepulturas tan poco profundas y superficiales que a menudo daban con ellos los animales que escarbaban en la tierra o emergían de manera espontánea a la superficie, como sucede con las piedras en el campo, y tenían que ser enterrados de nuevo. En las ciudades, eran escasas las veces que los dolientes se desplazaban al cementerio para atender al entierro. La experiencia resultaba tremendamente desagradable y peligrosa, además. Abundan los informes anecdóticos que mencionan a visitantes de cementerios fulminados por pútridas emanaciones. Un tal doctor Walker testificó en una investigación parlamentaria que los trabajadores de los cementerios, antes de tocar un ataúd, taladraban un orificio en un lateral, introducían por allí un tubo y quemaban los gases que por él emanaban, un proceso que podía conllevar unos veinte minutos, según informó. Sabía de un hombre que no había tomado las debidas precauciones y que cayó fulminado al instante —«como si le hubiese golpeado la bala de un cañón»— como consecuencia de los gases de un enterramiento reciente. «Inhalar este gas, sin su previa disolución con el aire atmosférico, significa la muerte instantánea —confirmó el comité en su informe escrito, añadiendo con gravedad—: e incluso estando muy diluido, produce enfermedades que suelen acabar en muerte.» Hasta finales de siglo, la revista médica
Lancet
siguió publicando de vez en cuando informes de personas superadas por los vapores nocivos durante sus visitas a cementerios.
A muchos les pareció que la solución más sensata a esta horrible inmundicia era trasladar los cementerios fuera de las ciudades y convertirlos en algo con un aspecto más parecido a un parque. Joseph Paxton fue un entusiasta de la idea, pero la persona que respaldó de un modo más destacado el movimiento fue el inagotable y omnipresente John Claudius Loudon. En 1843 escribió y publicó
On the Laying Out, Planting and Managing of Cemeteries; and on the Improvement of Churchyards
, un libro que resultó ser inesperadamente oportuno, pues él mismo iba a necesitar un cementerio antes de que aquel año tocase a su fin. Uno de los problemas de los cementerios de Londres, destacaba Loudon, era que estaban en su mayoría construidos sobre suelos ricos en arcilla, que no drenaban bien y, en consecuencia, fomentaban la podredumbre y el estancamiento. Los cementerios suburbanos, sugería, deberían instalarse sobre suelos arenosos o de gravilla, donde los cuerpos enterrados en ellos acabarían transformándose en abono integral. La plantación de abundantes árboles y arbustos no solo crearía un ambiente bucólico, sino que además serviría para absorber los miasmas que rezumaran de las tumbas y sustituirían los aires fétidos por aire limpio. Loudon diseñó tres nuevos modelos de cementerios prácticamente indistinguibles de un parque común. Por desgracia, no consiguió descansar eternamente en ninguna de sus creaciones pues murió, agotado por el exceso de trabajo, antes de que pudieran ser construidos, aunque fue enterrado en el cementerio de Kensal Green, en el oeste de Londres, basado en principios similares.
Y así fue como, de manera tan desconcertante, los cementerios se convirtieron en parques
de facto
. Los domingos por la tarde la gente se acercaba a ellos no solo para presentar sus respetos a sus seres queridos, sino también para pasear, tomar el aire y comer un picnic. El cementerio de Highgate, en el norte de Londres, con sus increíbles vistas y sus imponentes monumentos, se convirtió en una atracción turística por derecho propio. Los vecinos de la zona compraron llaves de las verjas para poder entrar y salir cuando les apeteciera. El más grande de todos era el cementerio de Brookwood, en Surrey, abierto junto a la London Necropolis and National Museum Company en 1854, que llegó a albergar casi un cuarto de millón de cuerpos en sus ochocientas bucólicas hectáreas. Se convirtió en una cosa tan descomunal, que la empresa puso en marcha un tren privado entre Londres y Brookwood, treinta y ocho kilómetros al oeste, con tres clases distintas de servicio y dos estaciones en Brookwood: una para los anglicanos y otra para los disidentes. Los trabajadores del tren lo conocían cariñosamente como el «Exprés de los Tiesos». El servicio siguió en funcionamiento hasta 1941, cuando sufrió lo que resultó ser un golpe mortal por parte de los bombarderos alemanes.
Poco o poco, las autoridades entendieron que lo que en realidad quería la población no eran cementerios que fueran como parques, sino parques que fueran como parques. En el año del fallecimiento de Loudon, se inauguró en Birkenhead, en Liverpool, en la otra orilla del río Mersey, un fenómeno completamente nuevo: el parque municipal. Construido sobre cincuenta hectáreas de tierra baldía, fue un éxito instantáneo y una aclamada maravilla, y no hace falta decir que fue diseñado por el siempre diligente, siempre inventivo y siempre fiable Joseph Paxton.
Los parques ya existían en esta época, pero no eran como los parques que conocemos hoy en día. Para empezar, solían ser exclusivos. Hasta bien entrado el siglo
XIX
, solo la gente elegante y de categoría (además de unas pocas cortesanas descaradamente atrevidas que los frecuentaban de vez en cuando) tenía permiso para acceder a los grandes parques de Londres. Existía el «entendimiento tácito», según quedaba estipulado, de que los parques no eran para las clases inferiores, ni siquiera para las clases medias, independientemente de cómo esas categorías estuvieran definidas. Algunos parques ni siquiera se tomaban la molestia de especificarlo. Regent’s Park cobró expresamente un precio de entrada hasta 1835 para disuadir a la plebe de pasear por sus caminos y disminuir potencialmente con ello su categoría. De todos modos, la mayoría de las nuevas ciudades industriales carecían de parques y la gente trabajadora no tenía dónde ir en busca de aire fresco y diversión, salvo las polvorientas carreteras que salían de la ciudad en dirección al campo, y cualquiera lo bastante temerario como para apartarse de esos trillados caminos y adentrarse en suelo privado —para admirar el paisaje, vaciar la vejiga o beber de un riachuelo— podía acabar con los pies dolorosamente atrapados en una trampa de acero. Era una época en la que las deportaciones rutinarias a Australia por practicar la caza furtiva estaban a la orden del día y cualquier forma de ilegalidad, por inocente o leve que fuera, podía ser considerada nefasta.
Por lo tanto, el concepto de un parque construido por una ciudad para la libre utilización de su ciudadanía, fuera cual fuese su situación en la vida, resultaba casi indescriptiblemente emocionante. Paxton eludió las avenidas formales y las vistas ordenadas que solían incluir los parques y creó en su lugar algo más natural y atractivo. Birkenhead Park recordaba los terrenos de una mansión señorial, pero para el uso y disfrute de todo el mundo. En la primavera de 1851 (¡aquel año!), un joven periodista y escritor norteamericano llamado Frederick Law Olmsted, durante unas vacaciones de senderismo por el sector norte de Inglaterra en compañía de dos amigos, se paró a comprar provisiones en una panadería de Birkenhead y el panadero les habló del parque con tanto entusiasmo y orgullo que decidieron acercarse a echarle un vistazo. Olmsted se quedó encantado. La calidad del diseño paisajístico «había alcanzado aquí una perfección como nunca habría soñado», recordó en
Walks and Talks of an American Farmer in England
, su popular relato de aquel viaje. En aquella época, muchos habitantes de Nueva York abogaban de forma activa por la creación de un parque público decente para la ciudad y aquel, pensó Olmsted, era precisamente el parque que ellos necesitaban. No tenía ni idea de que seis años después sería él mismo quien diseñara aquel parque.
Frederick Law Olmsted nació en 1822 en Hartford, Connecticut, hijo de un próspero comerciante de géneros de punto, y pasó el principio de su vida adulta saltando de puesto en puesto. Trabajó para una empresa textil, se hizo al mar como marino mercante, dirigió una pequeña granja y finalmente se dedicó a la escritura. Después de regresar a Norteamérica de su viaje a Inglaterra, se sumó a las filas del incipiente
New York Times
e inició una gira por los estados sureños que generó una serie de celebrados artículos que fueron posteriormente publicados en un libro titulado
The Cotton Kingdom
, un éxito de ventas. Se convirtió en un provocador, relacionándose con gente como Washington Irving, Henry Wadsworth Longfellow y William Makepeace Thackeray cuando estaban en la ciudad, y se incorporó como socio a la editorial Dix & Edwards. Durante un tiempo todo parecía marchar viento en popa, pero la empresa empezó a sufrir graves contratiempos financieros, y en 1857 —un año de crisis económicas y problemas bancarios generalizados— Olmsted se encontró de repente sin blanca y sin trabajo.
Justo en aquel momento, el ayuntamiento de Nueva York estaba a punto de iniciar la transformación de 340 hectáreas de campos de heno y matorrales en el tan ansiado Central Park. Era un espacio enorme, con una extensión de cuatro kilómetros de largo por casi un kilómetro de ancho. Olmsted, desesperado, se presentó para el puesto de encargado de la plantilla y lo consiguió. Tenía treinta y cinco años de edad y no era en absoluto un movimiento ascendente en su carrera. Convertirse en encargado de un parque municipal era, para alguien que había disfrutado de tanto éxito como él, una humillante degradación, teniendo sobre todo en cuenta que el triunfo del Central Park no estaba ni mucho menos garantizado. Para empezar, en aquella época de «central» no tenía nada. El Upper Manhattan quedaba aún a más de tres kilómetros del sur. La zona donde se ubicaría el parque era un páramo deshabitado, una desamparada extensión de canteras abandonadas y «pantanos pestíferos», según palabras de un observador. La idea de convertir aquello en un lugar bello y popular resultaba casi ridículamente ambiciosa.
El diseño del parque, que desde sus primeros días, y no por casualidad, siempre se llamó
el
Central Park, con artículo determinado, no estaba aún decidido. Un premio de 2.000 dólares esperaba a la propuesta ganadora y Olmsted necesitaba el dinero. Formó equipo con Calvert Vaux, un joven arquitecto británico que acababa de llegar a Estados Unidos, y juntos presentaron un plan
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. Vaux era un tipo menudo que no alcanzaba ni el metro y medio de altura. Hijo de un médico, se había criado en Londres y había emigrado a América en 1850, justo después de finalizar sus estudios. Olmsted tenía pasión y visión, pero carecía de las habilidades necesarias para realizar el proyecto, habilidades que Vaux podía aportar. Fue el principio de una sociedad inmensamente exitosa. La memoria del proyecto exigía que todas las propuestas incorporaran unas características concretas —un espacio para desfiles, campos deportivos, una pista de patinaje, un jardín floral como mínimo y una torre mirador, entre muchas cosas más— y que tuvieran además cuatro calles que cruzaran el parque con un determinado intervalo para que la longitud del espacio no lo convirtiera en una barrera para el tráfico que circulaba de este a oeste. Lo que diferenció el diseño de Olmsted y Vaux más que cualquier otra cosa fue su decisión de colocar en trincheras las calles que cruzaban el parque, por debajo de la línea de visión y segregándolas físicamente de los visitantes del parque, que las cruzarían tranquilamente por los puentes que pasarían por encima de ellas. «Esto presentaba también la ventaja de permitir que el parque pudiera cerrarse por la noche sin interrumpir el tráfico», escribe Witold Rybczynski en su biografía de Olmsted. La suya era la única propuesta que presentaba esa característica.
Es fácil dar por sentado que la creación de un parque consiste esencialmente en plantar árboles, trazar caminos, instalar bancos y excavar un estanque atractivo. Pero, en realidad, Central Park fue un
enorme
proyecto de ingeniería. Para empezar, fueron necesarios más de veinte mil barriles de dinamita para reconfigurar el terreno según las especificaciones de Olmsted y Vaux, y se tuvieron que traer más de tres cuartos de millón de metros cúbicos de mantillo para conseguir que la tierra fuera lo bastante rica como para poder plantar algo en ella. En el momento cumbre de su construcción, en 1859, trabajaban en Central Park 3.600 hombres. El parque fue abriéndose poco a poco, por lo que nunca hubo una gran inauguración oficial. Mucha gente lo encontraba desordenado y confuso. Y es verdad, Central Park no tiene puntos centrales dominantes. Tal y como Adam Gopnik lo expresa: «El Mall está orientado hacia nada y va a ningún lado en particular. Lagos y estanques se asientan cada uno en su correspondiente lugar y no forman parte de ninguna vía fluvial continua. Las áreas principales no están netamente delimitadas, sino que se funden las unas con las otras. Existe una ausencia deliberada de orientación, de planificación clara, de una lucidez que resulte familiar y reconfortante. Central Park carece de un punto central».