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Authors: Bill Bryson

Tags: #Ensayo, Historia

En casa. Una breve historia de la vida privada (42 page)

BOOK: En casa. Una breve historia de la vida privada
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La defensa habitual contra las plagas de ratas es el veneno. Los venenos suelen diseñarse en torno al curioso hecho de que las ratas no pueden regurgitar, razón por la cual retienen en su organismo venenos que otros animales —perros y gatos domésticos, por ejemplo— rápidamente vomitarían. También es habitual el uso de anticoagulantes, pero ciertas evidencias sugieren que las ratas están desarrollando una cierta resistencia a los mismos.

Las ratas, además, son inteligentes, y a menudo trabajan en cooperación. En el antiguo mercado de aves de corral de Gansevoort, en Greenwich Village, Nueva York, las autoridades responsables del control de las plagas no comprendían cómo hacían las ratas para robar huevos sin romperlos, por lo que decidieron que un exterminador montara guardia durante la noche para observar. Lo que vio fue una rata que abarcaba el huevo con sus cuatro patas para cogerlo y se tumbaba de espaldas. A continuación, una segunda rata tiraba de la primera rata por la cola y la arrastraba hacia la madriguera, donde compartían tranquilamente su premio. De un modo similar, los trabajadores de una planta de procesados cárnicos veían cómo, noche tras noche, las piezas de carne colgadas de los ganchos caían al suelo y eran devoradas. Un exterminador llamado Irving Billig montó guardia y descubrió finalmente que las ratas se acercaban en manada y formaban una pirámide justo debajo de la pieza de carne elegida y, a continuación, otra rata escalaba hasta la cima de aquella pequeña montaña y saltaba sobre la carne desde allí. Después trepaba hasta lo alto de la pieza de carne e iba mordisqueando por las proximidades del gancho hasta que la carne caía al suelo, momento en el cual centenares de ratas hambrientas se abalanzaban con fervor sobre ella.

Cuando comen, las ratas se atiborran sin dudarlo mientras haya comida disponible, pero también pueden subsistir con muy poco en caso necesario. Una rata adulta sobrevive con menos de treinta gramos de comida al día y con menos de quince gramos de agua. Parece que les gusta mordisquear cables por puro placer. Nadie sabe por qué, ya que los cables no son nutritivos y no ofrecen nada a cambio excepto la muy real perspectiva de acabar electrocutado. Pero aun así, las ratas no pueden evitarlo. Se cree que hasta una cuarta parte de los incendios no tienen otra explicación que falsos contactos de cables mordisqueados por las ratas.

Cuando no comen, las ratas se entretienen con el sexo. Las ratas mantienen muchas relaciones sexuales: lo hacen hasta veinte veces al día. Si una rata macho no encuentra una hembra, alegremente —o, como mínimo, voluntariamente— alivia sus instintos con otro macho. Las ratas hembras son tremendamente fecundas. La rata noruega hembra tiene como media 35,7 crías al año, en camadas de seis a nueve crías. En condiciones adecuadas, sin embargo, una rata hembra puede tener una camada de hasta veinte crías cada tres semanas. En teoría, un par de ratas podrían iniciar una dinastía de quince mil ratas al año. Pero esto no sucede en la práctica porque las ratas tienen un elevado índice de mortalidad. Como sucede con muchos animales, la evolución las ha programado más o menos para que expiren con facilidad. La tasa de mortalidad anual de las ratas es del 95 %. Una campaña de exterminación disminuye normalmente la población de ratas en un 75 %, pero en cuanto la campaña termina, la población de ratas vuelve a recuperarse en menos de seis meses. En resumen, una rata, a nivel individual, no tiene enormes perspectivas de vida, pero su familia es indeleble en la práctica.

Las ratas, sin embargo, son tremendamente perezosas. Pasan hasta veinte horas al día durmiendo y salen a buscar comida solo después de la caída del sol. Apenas se aventuran más allá de cincuenta metros si pueden evitarlo. Y es posible que ello forme parte de su política de supervivencia, pues las tasas de mortalidad se disparan cuando se ven obligadas a emigrar.

Cuando se menciona a las ratas en el contexto histórico, el tema gira invariablemente en torno a la peste. Y tal vez no sea del todo justo. Para empezar, las ratas no son las que transmiten la peste, sino que albergan las pulgas (que albergan la bacteria) que propagan la enfermedad. La peste mata a las ratas con la misma energía con la que nos mata a nosotros. De hecho, mata muchas otras cosas. Una de las señales de la existencia de un brote de peste es la muerte de perros, gatos, vacas y otros animales. Las pulgas prefieren la sangre de las criaturas peludas a la sangre de los humanos, y en general recurren a nosotros solo cuando no hay nada mejor a su alcance. Por ese motivo, los epidemiólogos modernos que estudian lugares donde la peste todavía es común —sobre todo en determinadas zonas de África y Asia— evitan en general eliminar drásticamente a las ratas y otros roedores cuando se producen brotes. En cualquier caso, otros setenta animales, además de las ratas —incluyendo entre ellos conejos, ratones de campo, marmotas y ardillas—, se han visto implicados en la propagación de la peste. Por otra parte, es muy posible que la peor epidemia de peste de la historia no tenga absolutamente nada que ver con las ratas, al menos en Inglaterra. Mucho antes de la conocida como «Muerte Negra» del siglo
XIV
, una peste más devastadora si cabe asoló Europa durante el siglo
VII
. En algunos lugares murió casi todo el mundo. Beda, en su historia de Inglaterra escrita el siglo posterior, dice que cuando la peste llegó a su monasterio, en Jarrow, mató a todo el mundo excepto al abad y a un chico, una tasa de mortalidad muy por encima del 90 %. Fuera cual fuese la causa de su propagación, no fueron las ratas, por lo que parece. En ningún lugar de Inglaterra se han encontrado huesos de rata en una fecha tan antigua como el siglo
VII
, y eso que los investigadores han mirado a fondo. Una excavación realizada en diversos yacimientos de Southampton recogió huesos de cincuenta tipos de animales; ninguno de ellos era de rata.

Se ha sugerido que algunas epidemias atribuidas a la peste tal vez no fueran peste, sino ergotismo, una enfermedad producida por cereales contaminados con hongos. La peste no llegó a muchos lugares fríos del norte de Europa —Islandia escapó por completo de ella, igual que gran parte de Noruega, Suecia y Finlandia—, aunque en esas regiones sí había ratas. Por otro lado, por donde quiera que apareció la peste siempre estuvo asociada con años húmedos, igual que el ergotismo. El único problema de esta teoría es que los síntomas del ergotismo no se parecen a los de la peste. Es posible que el término «pestilencia» se utilizara con cierta libertad, o con vaguedad, o que, simplemente, los historiadores posteriores lo malinterpretaran.

Hace tan solo un par de generaciones, las cifras de ratas en las zonas urbanas eran considerablemente más elevadas que las actuales. El
New Yorker
informaba en 1944 de que un equipo de exterminadores que trabajaba en un conocido hotel de Manhattan (y que se cuidaba mucho de mencionar) cazó 236 ratas en el sótano y el subsótano del edificio en el transcurso de tres noches. Por la misma época, las ratas se apoderaron del mercado de aves de corral de Gansevoort, como ya se ha mencionado. Lo invadieron en tales cantidades que las secretarias se encontraban a veces ratas saltando por las mesas cuando abrían los cajones. Los exterminadores intervinieron y, a pesar de que cazaron cuatro mil ratas en cuestión de días, no lograron erradicarlas por completo. Al final, el mercado tuvo que ser clausurado.

Se ha escrito muchas veces que en las ciudades hay una rata por cada ser humano que vive en ellas, pero los estudios demuestran que esta afirmación es exagerada. La cifra más probable es de una rata por cada doce personas. Por desgracia, siguen siendo muchas ratas… más o menos un cuarto de millón en el área metropolitana de Londres, por ejemplo.

Dibujo de la patente de la ratonera Little Nipper de James Henry Atkinson, 1899.

II

La vida real de su casa se desarrolla a una escala mucho menor. En el reino de lo muy diminuto, su casa está repleta de vida; es una auténtica selva tropical para todas esas cosas pequeñas que gatean y se arrastran. Ejércitos de minúsculas criaturas patrullan por las ilimitadas selvas de las fibras de sus alfombras, se lanzan en paracaídas entre las motas de polvo, reptan por las sábanas de noche para pacer en esa inmensa, deliciosa y agradable montaña de carne durmiente que es usted. Estas criaturas existen en cantidades que no puede ni imaginarse. Solo su cama, si está medianamente limpia, es medianamente vieja, tiene unas dimensiones medianas y le da la vuelta con una frecuencia media (que es lo mismo que decir casi nunca), es probable que sea el hogar de unos dos millones de diminutos ácaros, demasiado pequeños para apreciarlos a simple vista, pero que sin duda alguna están ahí. Se ha calculado que, si su almohada tiene seis años (que es la edad media de una almohada), una décima parte de su peso estará constituida por piel mudada, ácaros vivos y muertos, y heces de esos ácaros, o
frass
, un término de origen alemán con el que las conocen los entomólogos.

Gateando entre los ácaros, y a una escala mucho más gigantesca, podría haber también piojos, pues por lo que parece estas criaturas casi extinguidas vuelven a visitarnos. Como las ratas, los piojos presentan dos variedades principales:
Pediculus capitas
, o piojos de la cabeza, y
Pediculus corporis
, o piojos del cuerpo. Estos últimos son relativamente nuevos en la escena de los irritantes corporales. Evolucionaron en algún momento de los últimos cincuenta mil años a partir de los piojos de la cabeza. De los dos, los piojos de la cabeza son mucho más pequeños (son más o menos del tamaño de una semilla de sésamo y, de hecho, su aspecto es muy similar) y, en consecuencia, más difíciles de detectar. Un piojo de la cabeza hembra adulto deposita entre tres y seis huevos al día. Y cada piojo puede vivir hasta treinta días. Los caparazones vacíos de los piojos muertos se denominan liendres. Los piojos han desarrollado una resistencia cada vez mayor a los pesticidas aunque, por lo que parece, el motivo principal de su incremento son los ciclos de lavado a baja temperatura de las lavadoras. Tal y como el doctor John Maunder, del British Medical Entomology Centre, lo expresa: «Si lavamos ropa con piojos a bajas temperaturas, lo único que obtendremos serán piojos más limpios».

Históricamente, el terror de los dormitorios eran las chinches, o
Cimex lectularius
, como se conocen científicamente esos pequeños chupadores de sangre. Las chinches eran la garantía de que nadie durmiera solo. En otros tiempos, la gente se volvía medio loca por culpa de las chinches y el deseo de quitárselas de encima. Cuando Jane Carlyle descubrió que las chinches habían invadido la cama de su ama de llaves, ordenó desmontarla y sacarla al jardín, donde se lavaron las distintas partes con cloruro de lima y luego se dejaron en remojo en agua durante dos días para ahogar las posibles chinches que hubieran sobrevivido al desinfectante. La ropa de cama se encerró en una dependencia y se espolvoreó repetidamente con polvos desinfectantes hasta que no salieron de ella más chinches. Solo entonces se armó el conjunto de nuevo y el ama de llaves pudo volver a dormir con normalidad en una cama que a buen seguro sería a partir de entonces casi tan tóxica para la pobre mujer como para la vida de cualquier insecto que osara trepar por ella.

Incluso cuando las camas no estaban activamente infestadas, era rutinario desarmarlas al menos una vez al año y darles una capa de desinfectante o barniz a modo de prevención. Los fabricantes solían publicitar la facilidad y la rapidez con que sus camas se desarmaban para llevar a cabo el mantenimiento anual. Las camas de latón se hicieron populares en el siglo
XIX
no porque de pronto se considerara el latón un metal elegante para las camas, sino porque era un material que no podía albergar chinches.

Igual que los piojos, las chinches están desagradablemente de vuelta. Durante la mayor parte del siglo
XX
estuvieron virtualmente extinguidas en la mayoría de Europa y Norteamérica gracias a la aparición de los insecticidas modernos, pero en los últimos años se ha producido un fuerte repunte. Nadie sabe muy bien por qué. Podría tener algo que ver con el aumento de los viajes internacionales —gente que las trae a casa en sus equipajes—, o con que estén desarrollando una mayor resistencia a las cosas con las que las rociamos. Sea lo que sea, de pronto vuelven a estar presentes. «Las hay en algunos de los mejores hoteles de Nueva York», citó un experto en el
New York Times
basándose en un informe de 2005. El artículo del
Times
continuaba destacando que como la mayoría de la gente carece de experiencia con chinches y no sabe qué buscar, es probable que descubra que está infestada solo cuando se despierte y se encuentre acostada sobre un enjambre de ellas.

Si dispusiera usted del material adecuado y de un nivel muy peculiar de motivación, podría encontrar incontables millones de otras criaturas chiquitas viviendo con usted: inmensas tribus de isópodos, pleópodos, endopoditos, miriápodos, chilópodos, paurópodos y otras pequeñas manchas prácticamente invisibles. Algunas de estas pequeñas criaturas son casi indestructibles. En la pimienta de cayena y en los tapones de corcho de cianuro vive un insecto llamado
Niptus hololeucus
. Algunos, como los ácaros de la harina y los ácaros del queso, cenan con usted con bastante regularidad.

Si descendemos al siguiente nivel de cosas vivas, al mundo de los microbios, veremos que los números se inflan de tal manera que se hace imposible contarlos. Solo la piel es el hogar de cerca de un trillón de bacterias. En nuestro interior viven miles de trillones más, muchas de ellas ocupadas en tareas necesarias y útiles como la desintegración de los alimentos en el intestino. En conjunto, tenemos en nuestro organismo cerca de cien cuatrillones de células bacterianas. Si las cogiésemos y las pusiéramos todas juntas, pesarían casi dos kilos. Los microbios son tan omnipresentes que olvidamos con facilidad que gran parte de cualquier casa moderna está ocupada por objetos pesados de metal —neveras, lavavajillas, lavadoras— cuya existencia está destinada única y exclusivamente a matarlos. Expulsar los gérmenes de nuestra vida es una especie de batalla diaria para muchos de nosotros.

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