En casa. Una breve historia de la vida privada (38 page)

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Authors: Bill Bryson

Tags: #Ensayo, Historia

BOOK: En casa. Una breve historia de la vida privada
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Muchos de los
nouveaux riches
viajaron a Europa y empezaron a comprar obras de arte, mobiliario y cualquier otra cosa que pudieran embalar y enviar a casa. Henry Clay Folger, presidente de Standard Oil (y pariente lejano de los Folger, la familia cafetera), empezó a coleccionar
First Folios
de William Shakespeare, adquiriéndolos normalmente a aristócratas sin blanca, y acabó haciéndose con un tercio de la totalidad de ejemplares supervivientes que hoy todavía constituyen la base de la gran Folger Shakespeare Library de Washington, D. C. Otros, como Henry Clay Frick y Andrew Mellon, crearon estupendas colecciones de arte, mientras que algunos compraban simplemente de forma indiscriminada. El mejor ejemplo de estos últimos es el del magnate de la prensa William Randolph Hearst, que adquiría tesoros de forma tan desinhibida que necesitó dos naves industriales en Brooklyn para almacenarlos todos. Hearst y su esposa no eran, es evidente, los compradores más sofisticados del mundo: cuando él le explicó que el castillo galés que acababa de comprar era normando, se dice que ella le respondió: «¿Normando? ¿Quién es Normando?».

Los nuevos ricos empezaron a coleccionar no solo arte y artefactos europeos, sino también europeos. Durante el último cuarto del siglo
XIX
, se puso de moda identificar a aristócratas faltos de liquidez y casar con ellos a alguna hija. No menos de quinientas jóvenes norteamericanas ricas aceptaron este tipo de acuerdos. En prácticamente todos los casos, no era tanto un matrimonio como una transacción. May Goelet, que tenía que heredar 12,5 millones de dólares, fue cortejada por un tal capitán George Holford, que era rico y poseía tres mansiones. «Por desgracia —escribió con melancolía en una carta a casa—, el pobre hombre no tiene título.» Por lo que se casó en su lugar con el duque de Roxburghe, y como consecuencia de ello vivió una vida paupérrima pero disfrutó de un título estupendo. Para algunas familias, casarse con americanas ricas se convirtió no tanto en una costumbre como en un síndrome. Lord Curzon se casó con dos norteamericanas (una detrás de la otra, por supuesto). El octavo duque de Marlborough se casó con Lily Hammersley, una viuda norteamericana que no era muy atractiva (un periódico la describía como «una mujer mal vestida y con bigote») pero sí inmensamente rica, mientras que el noveno duque se casó con Consuelo Vanderbilt, que era guapa y venía complementada con una dote de 4,2 millones de dólares en acciones del ferrocarril. Mientras, su tío, lord Randolph Churchill, se casó con la americana Jennie Jerome, quien no aportó mucho dinero a la familia pero a cambio concibió a Winston Churchill. A principios del siglo
XX
, el 10 % de los matrimonios aristocráticos británicos fueron con americanas, una proporción extraordinaria.

En su país, los nuevos ricos americanos construyeron casas de una escala grandiosa. Y la más grandiosa de todas era la de los Vanderbilt. Solo en la Quinta Avenida de Nueva York se construyeron diez mansiones. Pero fuera de la ciudad tenían casas aún más palaciegas, sobre todo en Newport, Rhode Island. En lo que posiblemente sea el único ejemplo de ironía entre los multimillonarios, llamaban a sus casas de Newport «cabañas». De hecho, eran casas tan grandes que incluso los criados necesitaban criados. Tenían hectáreas de mármol, los candelabros más brillantes, tapices del tamaño de pistas de tenis, muebles, cortinas y alfombras cargadas de oro y plata. Se estima que, de haberse construido hoy, Breakers habría costado 500 millones de dólares, una cifra que no está nada mal para tratarse de una residencia de verano. La ostentación de estas propiedades generó tal desaprobación que un comité del Senado se planteó por una vez seriamente introducir una ley que limitara la cantidad que podía gastarse en la construcción de viviendas.

El arquitecto responsable de gran parte de todo esto fue un hombre llamado Richard Morris Hunt. Hunt se crió en Vermont y era hijo de un congresista, pero a los diecinueve años viajó a París y se convirtió en el primer norteamericano en estudiar arquitectura en la École des Beaux Arts (en efecto, fue el primer norteamericano que recibió formación formal como arquitecto). Era encantador y atractivo —«el americano más guapo de todo París», según un observador—, pero hasta 1881, cumplidos ya de sobras los cincuenta, su carrera fue próspera y respetable, aunque algo mundana. Uno de sus proyectos típicos fue el diseño de la base de la Estatua de la Libertad, un encargo lucrativo, pero no de los que daban reputación. Y entonces fue cuando descubrió a los ricos. Y, más concretamente, cuando conoció a los Vanderbilt.

Los Vanderbilt eran la familia más acaudalada de Estados Unidos, con un imperio basado en el ferrocarril y el transporte marítimo fundado por Cornelius Vanderbilt, «un hombre vulgar, siempre mascando tabaco, un palurdo profano», según la valoración de un contemporáneo. Cornelius Vanderbilt —el Comodoro, como le gustaba ser conocido, aunque sin tener derecho alguno a ese título— no podía ofrecer mucho a nivel de sofisticación o encanto intelectual, pero tenía un don innato para hacer dinero
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. Hubo en un momento en que controlaba personalmente un 10 % de todo el dinero en circulación de Estados Unidos. En conjunto, los Vanderbilt eran propietarios de unos treinta y tres mil kilómetros de líneas ferroviarias y de la mayor parte de lo que circulaba por ellas, y eso les proporcionaba tanto dinero que ni siquiera sabían qué hacer con él. Y Richard Morris Hunt se convirtió, de la forma más grata posible, en el hombre que les ayudó a gastarlo. Les construyó casas de una grandeza suntuosa en la Quinta Avenida de Nueva York, en Bar Harbor, Maine, en Long Island y en Newport. Incluso el mausoleo de la familia en Staten Island valía, con sus 300.000 dólares de coste, tanto como una gran mansión. Fueran cuales fuesen los caprichos arquitectónicos que se les pasaran por la cabeza, allí estaba Hunt para satisfacerlos. Oliver Belmont, esposo de Alva Vanderbilt, estaba loco por los caballos. Le hizo diseñar a Hunt una mansión de cincuenta y dos habitaciones, Belcourt Castle, en la que la totalidad de la planta baja estaba constituida por establos, para que Belmont pudiera cruzar en su carruaje las gigantescas puertas de acceso y entrar en la casa. Los caballos tenían pesebres con paredes de teca y accesorios de plata de ley. La zona de vivienda estaba justo encima.

En una de las muchas mansiones de los Vanderbilt, el rincón del desayuno estaba adornado con un cuadro de Rembrandt. En Breakers, la casita de muñecas de los niños era más grande y estaba mejor equipada que la casa de mucha gente; tenía incluso timbre para llamar a los criados en el caso de que a alguno de los niños le apeteciera un refresco, necesitara que le atasen los cordones de los zapatos o sufriera cualquier otra crisis de comodidad. Los Vanderbilt llegaron a ser tan poderosos y consentidos que podían salir incluso impunes, y en sentido literal, de las acusaciones de asesinato. Reggie Vanderbilt, hijo de Cornelius y Alice Vanderbilt, era un conductor manifiestamente temerario (además de insolente, holgazán, estúpido y sin ninguna característica por la que pudiera salir bien parado) que atropello a peatones en Nueva York en cinco ocasiones distintas. Dos de ellos murieron; un tercero quedó tullido de por vida. Y nunca fue declarado culpable de nada.

El único miembro de aquella familia inmune a la necesidad de ser extravagante o repugnante fue George Washington Vanderbilt, un miembro del clan tan sumamente tímido y tranquilo que la gente daba a menudo por sentado que era tonto. Pero en realidad era muy inteligente y hablaba ocho idiomas. Vivió en casa hasta bien avanzada la edad adulta y dedicaba su tiempo a traducir literatura moderna al griego antiguo y viceversa. Poseía una colección de veinte mil libros, con toda probabilidad la biblioteca privada más importante de Estados Unidos. Su padre falleció cuando George tenía veintitrés años, dejando una fortuna de unos 200 millones de dólares. George heredó diez millones, que no parece una cantidad de dinero fabulosa, pero que equivaldría a unos 300 millones de dólares actuales.

En 1888 decidió finalmente construirse una casa. Compró 52.600 hectáreas de terreno boscoso en Carolina del Norte y encargó a Richard Morris Hunt que le construyera una vivienda confortable y en consonancia con aquel espacio. Vanderbilt decidió que quería un
château
del Loira —pero más majestuoso, claro está, y con mejor fontanería—, y así fue como construyó algo más grande: Biltmore (aunque, por lo que parece, nunca llegó a percatarse del juego de palabras)
[42]
. Inspirado claramente en el famoso Château de Blois, se trata de una laberíntica y excesiva montaña de piedra caliza de Indiana con 250 habitaciones, una fachada de 238 metros y una planta de dos hectáreas. Fue, y sigue siendo, la vivienda más grande que jamás se haya construido en Norteamérica. Para su construcción, Vanderbilt empleó mil trabajadores a los que pagaba un sueldo medio de 90 céntimos al día.

Llenó Biltmore con lo mejor que los europeos quisieron venderle, algo que a finales de la década de 1880 significaba prácticamente de todo: tapices, mobiliario, obras de arte clásicas. La escala de la obra recuerda, y en algunos aspectos cruciales supera, los excesos maníacos de William Beckford en Fonthill Abbey. La mesa de comedor podía dar cabida a setenta y siete comensales. El techo alcanzaba una altura de veintitrés metros. Debía de ser como vivir en el vestíbulo de una estación de tren importante.

Para urbanizar el terreno contrató los servicios del anciano Frederick Law Olmsted, diseñador del Central Park de Nueva York, que convenció a Vanderbilt para que convirtiera una gran parte de la finca en un bosque experimental. El ministro de Agricultura, J. Sterling Morton, estaba maravillado de que Vanderbilt diera trabajo a más hombres y dispusiera de un presupuesto para su bosque mayor que el que él tenía para la totalidad del departamento federal. La finca poseía trescientos treinta kilómetros de caminos. Había un pueblo —una pequeña ciudad, de hecho— con escuelas, hospital, iglesias, estación de ferrocarril, bancos y tiendas para abastecer las necesidades de los dos mil empleados de la finca y sus familias. Los trabajadores llevaban una existencia próspera aunque semifeudal, sujeta a numerosas reglas. No podían tener perros, por ejemplo. Para mantener la propiedad, los bosques de Vanderbilt se talaban para producir leña y sus muchas granjas generaban fruta, verduras, lácteos, huevos, aves de corral y ganado. Realizaba también procesos de fabricación y elaboración de productos.

George tenía la intención de vivir allí con su madre varios meses al año, pero ella falleció poco después de que Biltmore estuviera terminada, por lo que vivió allí inmerso en una gigantesca soledad, hasta que en 1898 se casó con Edith Stuyvesant Dresser, con quien tuvo una única hija, Cornelia. En aquel momento empezaba a hacerse patente que la finca era un desastre financiero. Las pérdidas anuales ascendían a 250.000 dólares y George se vio obligado a mantenerla a flote con un capital que iba menguando. En 1914 murió repentinamente. Su esposa y su hija vendieron gran parte de la finca a toda velocidad y declinaron a partir de entonces cualquier relación con ella.

La torra Eiffel en construcción, París, 1888.

II

Deberíamos detenernos un momento a reflexionar sobre el lugar en el que nos encontramos y por qué. Estamos en el pasillo, tal y como se llamaban los pasadizos domésticos en los planos arquitectónicos del siglo
XIX
. Se trata del espacio menos agradable y más oscuro de la Vieja Rectoría, pues carece de ventanas y capta su escasa luz natural a través de las puertas abiertas de las habitaciones a las que da acceso. Superada la mitad de su recorrido, hay una puerta que podría cerrarse —y en sus primeros tiempos se cerraba sin duda— para separar la zona de servicio de la casa de la zona privada. Más allá, cerca de la escalera trasera, hay una hornacina en la pared que no debía de estar allí cuando se construyó la casa, pues está claramente concebida para contener algo que no existía en 1851 pero que cambiaría el mundo más rápidamente de lo que nadie se hubiera imaginado. Y esa hornacina en particular es lo que nos ha traído hasta aquí.

Si ha estado preguntándose a lo largo de estas últimas páginas qué tiene que ver la riqueza de los norteamericanos durante la Edad de Oro con el pasillo de la planta baja de una casa inglesa, la respuesta es: más de lo que se imagina. A partir de aquel momento, la dirección y la inercia de la vida moderna estuvieron cada vez más determinadas por los acontecimientos norteamericanos, los inventos de los norteamericanos, los intereses y las exigencias de los norteamericanos. Esta realidad fue para los europeos origen de cierta consternación, pero también algo apasionante, pues los norteamericanos hacían las cosas como nunca nadie las había hecho.

Estaban, para empezar, tan locamente enamorados del concepto de progreso que inventaban cosas sin tener ni idea de si luego serían de alguna utilidad. La quintaesencia más absoluta de este fenómeno fue Thomas A. Edison. Nadie era mejor (o peor, dependiendo de cómo se mire) inventando cosas que no servían para nada ni tenían objetivo evidente. En general, Edison tuvo un éxito inmenso y fue un enorme generador de riqueza. Se estima que en 1920 las industrias que sus inventos y mejoras engendraron valían, en conjunto, 21.600 millones de dólares. Pero era malísimo en cuanto a calcular cuáles de entre todos sus intereses tenían mejores perspectivas comerciales. Simplemente se convencía a sí mismo, como ningún ser humano lo había hecho antes, de que cualquier cosa que él inventara generaría dinero. Y de hecho, la mayoría de las veces, no fue así, y en ningún caso es más evidente que en su prolongado y costoso sueño de llenar el mundo de casas de hormigón.

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