Read En casa. Una breve historia de la vida privada Online
Authors: Bill Bryson
Tags: #Ensayo, Historia
Un joven empleado del canal llamado Canvass White se presentó como voluntario para viajar a Inglaterra costeándose él mismo los gastos para ver qué podía aprender allí. Durante casi un año, White se desplazó por todo lo ancho y largo de Gran Bretaña —3.300 kilómetros realizó en total— estudiando canales y aprendiendo cómo estaban construidos y cómo se mantenían ensamblados, prestando especial atención a su estanqueidad. Por casualidad, resultó que el cemento Parker Roman, que como ya hemos visto desempeñó un destacado papel en el derrumbamiento de Fonthill Abbey, de William Beckford, debido a su falta de fuerza como material para la construcción de edificios, funcionaba inesperadamente bien como cemento hidráulico, donde se utilizaba a modo de mortero resistente al agua. Por desgracia su inventor, el reverendo Parker, de Gravesend, no se hizo rico con esto pues vendió la patente al año de su invención y después, casi irónicamente, emigró a América, donde murió al cabo de poco tiempo. Su cemento, sin embargo, funcionó a las mil maravillas hasta que quedó desfasado, a partir de 1820, con la aparición de variedades superiores, pero sirvió para darle a Canvass White la esperanza de imaginar la posibilidad de obtener algo similar con materiales norteamericanos.
De vuelta a casa, y armado con ciertos conocimientos sobre los principios científicos de la adhesión, White experimentó con diversos ingredientes nativos y enseguida formuló un compuesto que funcionaba incluso mejor que el cemento de Parker. Fue un gran momento para la historia tecnológica de Estados Unidos —de hecho, podría decirse que fue el principio de la historia tecnológica de Estados Unidos—, por el que White habría merecido hacerse rico y famoso. Pero no sucedió ninguna de esas dos cosas. Las patentes de White le daban derecho a un royalty de 4 céntimos por fanega vendida —una suma bastante ridícula—, pero los fabricantes se negaron a compartir con él sus beneficios. Presentó diversas reclamaciones en los tribunales, pero no consiguió ni un solo fallo a su favor. El resultado fue un largo descenso hacia la penuria.
Y los fabricantes se hicieron ricos produciendo lo que se convirtió en el mejor cemento hidráulico del mundo. Gracias en gran parte a la inventiva de White, el canal se inauguró pronto, en 1825, después de tan solo ocho años de obras. Fue un triunfo de entrada. Lo utilizaron tantas embarcaciones —trece mil en su primer año—, que de noche sus luces parecían enjambres de luciérnagas sobre el agua, según un embelesado testigo. Gracias al canal, el coste de enviar una tonelada de harina de Buffalo a la ciudad de Nueva York cayó de 120 dólares la tonelada a solamente 6 dólares, y el tiempo de transporte pasó de tres semanas a una. Las consecuencias sobre la fortuna de Nueva York fueron espectaculares. Su porcentaje en el total de exportaciones nacionales pasó de menos del 10 % en 1800 a más del 60 % a mediados de siglo; y durante ese mismo periodo, de forma más sorprendente si cabe, su población pasó de diez mil habitantes a más de medio millón.
Seguramente ningún producto manufacturado de la historia ha hecho más para cambiar el destino de una ciudad que el cemento hidráulico de Canvass White, y con toda seguridad, ninguno ha caído más en el olvido. El canal de Erie no solo garantizó la primacía económica de Nueva York en Estados Unidos, sino que, muy posiblemente, de Estados Unidos en el mundo. Sin el canal de Erie, Canadá habría quedado posicionado de un modo ideal para convertirse en el motor de Norteamérica, con el río San Lorenzo como conducto hacia los Grandes Lagos y las ricas tierras que se extienden más allá de ellos.
El gran, y no debidamente reconocido, Canvass White no solo hizo rica a la ciudad de Nueva York, sino que además ayudó de una forma inmensa a Estados Unidos. En 1834, agotado por sus batallas legales y enfermo de una dolencia grave pero no concretada —seguramente tisis—, viajó a St. Augustine, Florida, con la esperanza de recuperarse, pero falleció poco después de su llegada. La historia lo había olvidado ya y era tan pobre que su esposa apenas pudo permitirse pagarle el entierro. Y esta es, con toda probabilidad, la última vez que oirá usted hablar de él.
Si menciono todo esto aquí es porque hemos bajado al sótano, un espacio básico e inacabado en la Vieja Rectoría y en la mayoría de casas inglesas de la época. En su origen hacía las veces de carbonera. Hoy en día alberga la caldera, maletas que no se utilizan, material deportivo de la otra temporada y un montón de cajas de cartón cerradas, que casi nunca se abren pero que siempre han acompañado todas nuestras mudanzas con la esperanza de que algún día alguien pueda querer esa ropa de bebé que lleva allí guardada veinticinco años. No es un espacio simpático, pero compensa porque tiene la virtud de proporcionar la sensación de ser la superestructura de la casa —lo que la sostiene en pie y la mantiene en su lugar, que es el tema de este capítulo—, y la razón por la que he prologado todo esto con la historia del canal de Erie ha sido para destacar que los materiales constructivos son más importantes e incluso, me atrevería a decir, más interesantes de lo que podríamos pensar. Lo que es evidente es que ayudan a hacer historia en un sentido que casi nunca aparece mencionado en los libros.
De hecho, la historia de los principios de Norteamérica es la historia de tener que afrontar continuamente la escasez de materiales de construcción. Aun siendo un país célebre por la riqueza de sus recursos naturales, la orilla este de Estados Unidos resultó ser desastrosamente deficiente en muchos productos básicos para una civilización independiente. Uno de ellos era la piedra caliza, tal y como los primeros colonos descubrieron con enorme consternación. En Inglaterra, cualquiera podía construir una casa razonablemente segura con quincha —una mezcla de adobe y cañas—, siempre y cuando estuviese bien ligada con cal. Pero en América no había cal (o al menos nadie la encontró antes de 1690), por lo que los colonos se vieron obligados a utilizar adobe seco, con la consecuente falta de robustez y firmeza. Durante el primer siglo de la colonización rara era la casa que aguantaba en pie más de diez años. Coincidió además con el periodo de la Pequeña Edad de Hielo, cuando un siglo de vientos terriblemente fríos y rugientes tormentas asoló el mundo templado. En 1634, un huracán se llevó —en el sentido más literal: las levantó y las arrastró— la mitad de las casas de Massachusetts. Apenas se había finalizado la reconstrucción cuando azotó la zona una segunda tempestad de intensidad similar, «volcando varias casas, descobijando [es decir, llevándose el tejado] diversas más», según palabras de un cronista que sobrevivió al suceso. En muchas áreas no había ni siquiera piedra decente. Cuando George Washington quiso pavimentar el mirador de su casa en Mount Vernon con simples baldosas, tuvo que mandarlas traer de Inglaterra.
Lo único que América tenía en gran cantidad era madera. Cuando los europeos llegaron al Nuevo Mundo se estimaba que era un continente que tenía aproximadamente cuarenta millones de hectáreas de bosques, una extensión infinita a efectos prácticos. Pero los bosques que recibieron a los recién llegados no eran tan ilimitados como parecían de entrada, sobre todo a medida que los colonos fueron aventurándose tierra adentro. Más allá de las montañas de la Costa Este, los indios habían talado ya grandes extensiones y quemado gran parte del sotobosque para facilitar la caza. En Ohio, los primeros colonos se quedaron pasmados al descubrir que los bosques recordaban más a los parques ingleses que a los bosques vírgenes, y que eran además lo bastante espaciosos como para poder circular en carruaje entre los árboles. Los indios habían creado aquellos parques para favorecer la reproducción del bisonte, animal que prácticamente criaban.
Los colonos devoraron la madera. La utilizaron para construir casas, graneros, carromatos, barcos, cercados, muebles y todo tipo posible de utensilios de la vida diaria, desde cubos hasta cucharas. La quemaban en abundantes cantidades para calentarse y para cocinar. Según el historiador de la primera etapa norteamericana, Carl Bridenbaugh, la casa colonial media necesitaba entre quince y veinte cuerdas de leña. Esto equivaldría a una montaña de leña de veinticinco metros de altura, por veinticinco de ancho y cincuenta de largo, algo enorme. Pero lo que sí es cierto es que la madera se acabó rápido. Bridenbaugh menciona un pueblo en Long Island donde en solo catorce años se agotó hasta el último palito de madera por donde quiera que miraras, y debió de haber muchos más así.
Se talaron enormes extensiones para crear campos de cultivo y pastos, e incluso los caminos acabaron convirtiéndose en amplios espacios despejados. En la América colonial las carreteras eran desmesuradamente anchas —cincuenta metros era muy habitual— para evitar las emboscadas y poder tanto circular como guiar rebaños de animales hacia los mercados. En 1810 apenas quedaba en Connecticut una cuarta parte de los bosques originales. Más al oeste, la aparentemente inagotable reserva de pino blanco de Michigan —170 billones de pies tablares cuando llegaron los primeros colonos— menguó en un 95 % en solo un siglo. Gran parte de la madera norteamericana se exportó a Europa, sobre todo en forma de tablillas y tablones para la construcción. Tal y como Jane Jacobs apuntó en
La economía de las ciudades
, en el Gran Incendio de Londres ardió mucha madera americana.
Todo el mundo da por sentado que los primeros colonos construyeron cabañas de madera. Pero no fue así. No sabían cómo hacerlo. Las cabañas de madera fueron introducidas por los inmigrantes escandinavos a finales del siglo
XVIII
, y a partir de ahí se impusieron rápidamente. Aunque las cabañas de madera eran construcciones sencillas —y ese era, claro está, su atractivo—, implicaban también cierta complejidad. Para que los troncos encajaran en las esquinas, los constructores podían utilizar varios tipos de ensamblaje —ensamblaje en V, ensamblaje ensillado, ensamblaje en punta de diamante, ensamblaje cuadrado, machihembrado completo, medio machihembrado, etcétera— y estos, a su vez, tenían curiosas afinidades geográficas, algo que no se ha podido explicar nunca del todo. El ensamblaje ensillado, por ejemplo, era el método preferido en el sur profundo y en las casas de la zona central de Wisconsin y el sur de Michigan, pero no estaba presente en prácticamente ningún otro lugar. Los habitantes del estado de Nueva York, por su parte, se decantaron de forma abrumadora por un método de ensamblaje conocido como entibado de falsa esquina, pero abandonaron casi por completo ese estilo al desplazarse de la zona. Podría trazarse una historia de la emigración norteamericana —y lo cierto es que se ha trazado— averiguando qué tipo de ensamblajes aparecieron y dónde; de hecho, se han dedicado carreras profesionales enteras a intentar entender los distintos modelos de ensamblaje.
Cuando nos paramos a pensar en la velocidad a la que los colonos norteamericanos se abrieron camino entre los gigantescos bosques que los recibieron a su llegada, no sorprende que la escasez de madera fuera un problema crónico y preocupante en el paisaje inglés, mucho más reducido y poblado. Tal vez las leyendas y los cuentos de hadas nos hayan dejado una imagen popular inextirpable de la Inglaterra medieval como una tierra de bosques oscuros y amenazadores, pero en realidad Robin Hood y sus alegres compañeros no tenían muchos árboles detrás de los que poder esconderse. En tiempos del
Domesday Book
, 1086, solo el 15 % de la campiña inglesa era boscosa.
A lo largo de la historia, los británicos han utilizado y necesitado mucha madera. Una granja típica del siglo
XV
contenía la madera de 330 robles. Los barcos utilizaban más aún. El buque insignia de Nelson, el
Victory
, consumió probablemente tres mil robles adultos, el equivalente a un bosque de tamaño considerable. El roble se utilizaba también en grandes cantidades para procesos industriales. La corteza de roble, mezclada con excrementos de perro, se utilizaba para curtir el cuero. La tinta se hacía a partir de las agallas del roble, una especie de herida carnosa que inducen en los árboles unos avisperos parasitarios. Pero el mayor consumidor de madera era la industria del carbón. En tiempos de Enrique VIII, se necesitaban anualmente más de quinientos kilómetros cuadrados de bosque para producir carbón suficiente para la industria del hierro, y a finales del siglo
XVIII
la cifra había aumentado hasta los mil cuatrocientos kilómetros cuadrados anuales, o lo que es lo mismo, una séptima parte del total de zonas boscosas del país.
La mayoría de los bosques se gestionaba mediante una técnica que consiste en podar periódicamente los árboles hasta dejarlos a la altura de un sotobosque para que rebroten a partir del tocón, lo que significa que no había talas masivas de grandes superficies. De hecho, la industria del carbón, lejos de ser la culpable, fue la responsable del mantenimiento en buen estado de muchos bosques… aunque lo que se conservaba, bien hay que decirlo, solían ser bosques sin carácter y de escasa altura, más que bosques vírgenes de altos árboles en los que apenas penetraba el sol. Pero incluso con una gestión esmerada, la demanda de madera sufrió tal ascenso que, en el siglo
XV
, Gran Bretaña consumía la leña a más velocidad de la que la reponía, y hacia el siglo
XVI
, la madera para la construcción era desesperadamente escasa. Las casas con entramado de madera que asociamos en Inglaterra a este periodo no son un reflejo de la abundancia de madera, sino de su parquedad. Eran la forma que tenían los propietarios de demostrar que podían permitirse un recurso escaso.
La necesidad fue lo único que acabó finalmente obligando a la gente a decantarse por la piedra. Inglaterra poseía la piedra de construcción más maravillosa del mundo, pero tardó una eternidad en descubrirlo. Durante casi mil años, desde la caída del Imperio romano hasta la época de Chaucer, la madera fue el material constructivo predominante en Inglaterra. La piedra se reservaba única y exclusivamente para los edificios más importantes: catedrales, palacios, castillos, iglesias. Cuando los normandos llegaron a Inglaterra no había en el país ni una sola casa de piedra. Un hecho notable, pues justo debajo de los pies de todo el mundo había una piedra de construcción sublime proporcionada por una gran banda de calizas oolíticas de enorme dureza (es decir, calizas con grandes cantidades de oolitos esféricos, o granillos), que recorría en forma de amplio arco el conjunto del país, desde Dorset, en la costa sur, hasta las Cleveland Hills de Yorkshire, en el norte. Es lo que se conoce como la banda jurásica, y las piedras de construcción más famosas de Inglaterra, desde el mármol de Purbeck y la piedra blanca de Portland, hasta la piedra de color miel de Bath y las Costwold, se localizan en esta zona. Estas piedras, tremendamente antiguas, cuyo origen se remonta a los mares primitivos, son lo que otorga al paisaje británico esa sensación tan cálida e intemporal. De hecho, la intemporalidad que despiertan los edificios ingleses es una ilusión singular.