Read En casa. Una breve historia de la vida privada Online
Authors: Bill Bryson
Tags: #Ensayo, Historia
Los tenedores se consideraban cómicamente melindrosos y poco varoniles… y también peligrosos, todo hay que decirlo. Al tener solo dos afiladas puntas, la probabilidad de pincharse los labios o la lengua era enorme, sobre todo cuando el vino y la alegría debilitaban al comensal. Los fabricantes experimentaron añadiéndole más puntas —a veces hasta seis— antes de establecer, a finales del siglo
XIX
, que cuatro era la cifra con la que la gente parecía sentirse más cómoda. Es difícil asegurar por qué cuatro es el número que induce una sensación óptima de seguridad, pero da la impresión de que es un hecho fundamental en la psicología de las cuberterías.
El siglo
XIX
marcó también un momento de cambio en la forma de servir la comida. Antes de 1850, casi todos los platos de la comida se dejaban en la mesa ya de entrada. Cuando llegaban los comensales se encontraban con la comida esperándolos. Se servían con lo que encontraran a mano y pedían que les fueran pasando los platos, o pedían a algún sirviente que se los acercara. Este estilo de comer se conocía tradicionalmente como
service à la française
, pero fue en esa época cuando se inició una nueva práctica, el
service à la russe
, en la que la comida se iba trayendo a la mesa por platos. La nueva práctica no era del agrado de todo el mundo porque significaba tener que comer siguiendo todos los comensales el mismo orden y el mismo ritmo. Si una persona era lenta, retenía el siguiente plato para todos los demás, lo que significaba que la comida se enfriaba. Las cenas se prolongaban en ocasiones durante horas, poniendo en peligro el estado de sobriedad de muchos y la vejiga de casi todos.
El siglo
XIX
se convirtió además en la época de la mesa de comedor sofisticadamente recargada. Un comensal en una cena formal podía enfrentarse hasta con nueve copas de vino solo para acompañar los platos principales —a la hora del postre se incorporaban más— y un despliegue cegador de cubertería con la que asaltar los numerosos platos que le pusieran delante. La variedad de utensilios para cortar, servir, tantear, arrancar y pasar las viandas de la bandeja al plato y del plato a la boca era casi innumerable. Además de un generoso despliegue de cuchillos, tenedores y cucharas de naturaleza más o menos convencional, el comensal tenía que aprender a reconocer y manipular utensilios especializados como palas para queso, cucharillas para aceitunas, tenedores para tortuga, pinchos para ostras, batidores para remover el chocolate, cuchillos para la gelatina, paletas para el tomate y pinzas de cualquier tamaño y grado de elasticidad. En un determinado momento, un único fabricante ofrecía hasta 146 tipos distintos de cubiertos para la mesa. Y lo curioso del caso es que uno de los escasos supervivientes de esta arremetida culinaria es uno de los utensilios que más cuesta entender: el cuchillo de pescado. Nadie ha identificado jamás una única ventaja de su extraña forma festoneada, ni ha descifrado la idea original que respaldó su invención. No existe ni un solo tipo de pescado que consiga cortar mejor o espinas delicadas que pueda separar con más facilidad de lo que consiga hacer un cuchillo convencional.
Comer era, como un libro de la época lo expresó, «la gran prueba» con reglas «tan numerosas y tan minuciosas con respecto al detalle que requieren el estudio más esmerado; y lo peor es que ninguna de ellas puede violarse sin exponer al infractor a la detección instantánea». El protocolo regía hasta la más mínima acción. Si deseabas beber un trago de vino, necesitabas que alguien bebiera contigo. Tal y como un visitante extranjero explicaba en una carta a casa: «Suelen enviar un mensajero de un extremo a otro de la mesa para anunciarle al señor B… que el señor A… desea beber vino con él; después de lo cual cada uno de ellos, a veces con considerables problemas, atrae la mirada del otro. […] Cuando levantas la copa, miras fijamente a aquel con quien estás bebiendo, haces una reverencia con la cabeza y bebes con gran solemnidad».
Había quien necesitaba más ayuda que otros con las reglas de la compostura en la mesa. John Jacob Astor, uno de los hombres más ricos de Estados Unidos, pero a todas luces no de los más cultivados, dejó pasmados a sus invitados en una cena cuando se inclinó y se limpió las manos en el vestido de la dama sentada a su lado. Un popular manual norteamericano,
The Laws of Etiquette; or, Short Rules and Reflections for Conduct in Society
, informaba a los lectores de que «pueden secarse la boca con el mantel, pero no sonarse la nariz con él». Otro recordaba con solemnidad a sus lectores que no era de buena educación en círculos refinados oler un pedazo de carne mientras se sujetaba con el tenedor. Explicaba también: «La costumbre normal entre personas bien educadas es la siguiente: la sopa se come con cuchara».
La hora de las comidas también varió, hasta que llegó la circunstancia en que apenas había una hora en el día que no fuera un momento importante para comer. La hora de las comidas estaba dictada hasta cierto punto por las onerosas y con frecuencia absurdas obligaciones de realizar y devolver visitas de cortesía. La norma indicaba que se debían realizar las visitas entre las doce y las tres. Si alguien iba de visita y no encontraba a la persona en casa, la etiqueta dictaba que la persona ausente devolviera la visita al día siguiente. No hacerlo era la más grave de las afrentas, lo que significaba en la práctica que la mayoría pasaba las tardes corriendo de un lado a otro para intentar alcanzar a gente que corría igualmente y de forma improductiva de un lado a otro intentando alcanzar a su vez a los primeros.
En parte por este motivo, la hora de comer fue retrasándose cada vez más —del mediodía a media tarde y al atardecer—, aunque los nuevos convencionalismos no se seguían ni mucho menos de una manera uniforme. Un visitante que estuvo en Londres en 1773 destacó que en una sola semana había sido invitado a comidas que habían empezado sucesivamente a la una del mediodía, a las cinco y a las tres de la tarde, y «a las seis y media, con la comida en la mesa a las siete». Ochenta años más tarde, cuando John Ruskin informó a sus padres de que había adoptado la costumbre de comer a las seis de la tarde, recibieron la noticia como una muestra del más disoluto atolondramiento. Comer tan tarde, le dijo su madre, era peligroso e insalubre.
Otro factor que influyó sobre la hora de las comidas fueron los horarios teatrales. Las representaciones diurnas de Shakespeare empezaban a las dos del mediodía, lo que las mantenía convenientemente alejadas de la hora de la comida, aunque en realidad el horario venía dictado por la necesidad de disfrutar de luz de día en los escenarios al aire libre como el Globe. Cuando las obras empezaron a representarse en el interior de locales, los horarios fueron poco a poco retrasándose y los asistentes al teatro se vieron obligados, con cierta desgana e incluso con encono, a adaptar sus comidas en consecuencia. Al final, incapaces o poco dispuestos a modificar más sus costumbres personales, el
beau monde
dejó de tratar de llegar al teatro para ver el primer acto y adoptó la costumbre de enviar a un criado para que reservara los asientos mientras ellos acababan de comer. En general, aparecían —ruidosamente, bebidos y con pocas ganas de concentrarse— mientras se desarrollaban los últimos actos. Durante toda una generación se hizo habitual que las compañías teatrales representaran la primera mitad de las obras ante un auditorio lleno de criados adormilados sin ningún tipo de vínculo con la actuación, y la segunda mitad ante una muchedumbre de borrachos con malos modales que no tenían ni idea de lo que iba nada.
El almuerzo acabó convirtiéndose en una comida nocturna a partir de 1850 y por influencia de la reina Victoria. A medida que la distancia entre el desayuno y la hora de la comida fue ampliándose, se hizo necesario crear un tentempié de menor importancia hacia la mitad de la jornada, para el que en inglés se decidió emplear la palabra
luncheon
.
Luncheon
significaba originalmente un pedazo o porción (como «una loncha de queso»). En este sentido, aparece registrada por vez primera en inglés en 1580. En 1755, Samuel Johnson seguía definiendo el término como una cantidad de comida —«tanta comida como pueda caber en una mano»— y solo poco a poco, a lo largo del siglo siguiente, acabó refiriéndose, al menos en los círculos más refinados, a la comida que se realizaba a mitad del día.
Un cambio trascendente es que mientras hasta entonces la gente acostumbraba a consumir la máxima cantidad de calorías durante el desayuno y la comida del mediodía, con solo un pequeño suplemento a la hora de la cena, la situación se invirtió por completo. La mayoría acumulamos —una palabra tristemente apropiada en este caso— nuestras calorías por la noche y nos las llevamos a la cama con nosotros, una práctica que no nos hace ningún bien. Los Ruskin, al final, tenían toda la razón.
La mesa de comedor sofisticada: cristalería en la que se incluyen decantadores, jarras para vino clarete y una jarra para el agua, de
The Book of Household Management
de la señorita Beeton.
Si en 1783, al final de la Guerra de la Independencia, se le hubiera pasado por la cabeza sugerir que Nueva York sería algún día la ciudad más importante del mundo, le habrían tomado por loco. En 1783 Nueva York tenía unas perspectivas muy poco prometedoras. Había sido más unionista que ninguna otra ciudad, por lo que la guerra había tenido un infeliz efecto sobre su situación en el seno de la nueva república. En 1790 su población no superaba los 10.000 habitantes. Filadelfia, Boston e incluso Charleston eran puertos más concurridos.
El estado de Nueva York solo disfrutaba de una importante ventaja: un paso hacia el oeste a través de los Apalaches, la cadena montañosa que corre más o menos en paralelo al océano Atlántico. Resulta difícil creer que esas suaves y ondulantes montañas, que con frecuencia no son más que colinas grandes, pudieran llegar a constituir una barrera formidable para el movimiento de la población, pero de hecho apenas existían pasos a lo largo de sus más de cuatro mil kilómetros de longitud y suponían una obstrucción tan enorme para el comercio y las comunicaciones, que mucha gente creía que los pioneros que vivían más allá de las montañas acabarían, por pura necesidad práctica, formando un país aparte. A los campesinos les resultaba más barato embarcar sus productos río abajo hacia Nueva Orleans, por las aguas del Ohio y del Mississippi, después transportarlos por mar rodeando Florida y recorriendo el litoral del Atlántico y llegar de este modo a Charleston o a cualquier otro puerto del este —un recorrido de cinco mil kilómetros—, que cargarlos quinientos kilómetros por tierra entre las montañas.
Pero en 1810, De Witt Clinton, por aquel entonces alcalde de la ciudad de Nueva York y muy pronto gobernador del estado homónimo, tuvo una idea que muchos consideraron una locura pero que fue ciertamente ilusoria. Propuso la construcción de un canal que cruzara el estado hasta el lago Erie y conectara de este modo la ciudad de Nueva York con los Grandes Lagos y las ricas tierras de cultivo que se extendían más allá. La gente lo llamaba «la locura de Clinton», y no es de extrañar. El canal tendría que cavarse a base de pico y pala, hasta alcanzar una profundidad de doce metros, a lo largo de seiscientos kilómetros de páramo. Se necesitarían ochenta y tres esclusas, cada una de ellas de 27,5 metros de longitud, para solventar los cambios de elevación. A lo largo de algunos tramos, el desnivel no sería como media de más de un par de centímetros por kilómetro. En ningún lugar del mundo civilizado se había intentado jamás construir un canal con este nivel de desafío, y mucho menos en plena naturaleza.
Y ese era el tema. Estados Unidos no tenía ni un solo ingeniero de origen nativo que hubiera trabajado en su vida en un canal. Thomas Jefferson, que normalmente veneraba la ambición, lo consideró una idea demencial. «Es un proyecto espléndido, y tal vez pueda construirse de aquí a un siglo —reconoció después de revisar los planos, aunque enseguida añadió—: Pensar en esto hoy en día linda con la locura.» El presidente James Madison se negó a conceder ayuda federal, en gran parte motivado por el deseo de mantener el centro de gravedad comercial más al sur y alejado de aquel baluarte unionista.
De modo que a Nueva York no le quedó otra alternativa que apañárselas sin nadie u olvidarse del proyecto. A pesar del coste, los riesgos y la prácticamente total ausencia de las aptitudes necesarias, decidió subvencionarse a sí misma el proyecto. Se designaron cuatro hombres para llevarlo a cabo: Charles Broadhead, James Geddes, Nathan Roberts y Benjamin Wright. Tres de ellos eran jueces; el cuarto era maestro de escuela. Ninguno había
visto
jamás un canal, y mucho menos intentado construirlo. Lo único que tenían en común era cierta experiencia en prospecciones. Pero con la ayuda de lecturas, consultas e inspirada experimentación, lograron diseñar y supervisar el mayor proyecto de ingeniería que el Nuevo Mundo hubiera visto jamás. Se convirtieron en los primeros hombres de la historia en aprender a construir un canal construyendo un canal.
Desde el principio quedó claro el problema que amenazaba la viabilidad de la iniciativa: la falta de cemento hidráulico. Para que el canal fuera estanco se necesitaban medio millón de fanegas de cemento hidráulico (una fanega equivale a 35 litros, por lo que 500.000 fanegas son muchos litros). En el caso de que el agua se filtrara por alguna sección, sería un desastre para la totalidad del canal, razón por la cual era un problema de urgente solución. Por desgracia, nadie sabía cómo superarlo.