En casa. Una breve historia de la vida privada (15 page)

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Authors: Bill Bryson

Tags: #Ensayo, Historia

BOOK: En casa. Una breve historia de la vida privada
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Mirándolo ahora en retrospectiva, resulta casi imposible comprender por completo a los victorianos y su dieta alimenticia. Para empezar, el surtido de manjares era deslumbrante. Por lo que se ve, la gente comía prácticamente cualquier cosa que se moviera entre la maleza o pudiera sacarse del agua. La perdiz, el esturión, la alondra, la liebre, la becada, el rubio, el barbo, el capellán, el chorlito, la agachadiza, el gobio, el albur, la anguila, la tenca, el espadín, el pavipollo y muchas exquisiteces olvidadas durante largo tiempo aparecían en las recetas de la señorita Beeton. Las frutas y las verduras eran infinitas en número. Solo de manzanas había, por increíble que parezca, más de dos mil variedades entre las que elegir: Worcester aperada, belleza de Bath, reineta naranja de Cox y muchas más, cuyo nombre era fruto de una inspirada vena poética. En Monticello, a principios del siglo
XIX
, Thomas Jefferson cultivó veintitrés tipos distintos de guisantes y más de doscientos cincuenta frutas y verduras distintas. (Curiosamente para su época, Jefferson era casi vegetariano y comía solo pequeñas porciones de carne a modo de «condimento».) Además de grosellas, fresas, ciruelas, higos y otros productos que hoy en día conocemos bien, Jefferson y sus contemporáneos disfrutaron también de las delicias de las
tayberry
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, la atanasia, la verdolaga, la baya japonesa de la vid, la ciruela damascena, los nísperos, la col marina, el pandano, el guisante de Rounceval, la escaravia (una especie de raíz de sabor dulce), los cardos, la escorzonera (un tipo de salsifí), el levístico, el colinabo y montones de alimentos más que hoy en día apenas se encuentran o no se encuentran en absoluto. Jefferson, dicho sea de paso, fue también un aventurero de la comida. Entre sus muchos otros logros, fue la primera persona de Estados Unidos que decidió cortar las patatas a lo largo y freírlas. De modo que, además de ser el autor de la Declaración de Independencia, fue también el padre de la patata frita.

Si la gente podía comer tan bien era en parte debido a que muchos alimentos que ahora consideramos exquisiteces eran por aquel entonces abundantes. Las langostas se criaban con tanta exuberancia en las costas británicas que eran alimento de presos y huérfanos o se trituraban para emplearse a modo de abono; los criados cerraban tratos por escrito con sus señores por los que se acordaba que no comerían langosta más de dos veces por semana. Los norteamericanos disfrutaban si cabe de mayor abundancia. Solo el puerto de Nueva York albergaba la mitad de ostras del mundo y producía tal cantidad de esturión que el caviar se servía como tentempié en los bares. (La idea era que, al tratarse de una comida salada, la gente bebería más cerveza.) El tamaño y la variedad de platos y condimentos resultaban casi sobrecogedores. En 1867, un hotel de Nueva York presentaba una carta con 145 platos distintos. Un recetario norteamericano muy popular, publicado en 1853 y titulado
Home Cookery
, menciona como el que no quiere la cosa el truco de incorporar cien ostras a una olla de sopa de quingombó para «mejorarla». La señorita Beeton presentaba nada menos que 135 recetas solamente de salsas.

Ciertamente, los apetitos victorianos eran comedidos en comparación. La edad de oro de la gula fue en realidad el siglo
XVIII
. Fue la época de John Bull, el icono más coloradote, sobrealimentado y propenso a enfermedades coronarias que jamás haya creado un país con la esperanza de impresionar a los demás países. No es quizás casualidad que dos de los monarcas más gordos de la historia británica disfrutaran de sus comilonas en el siglo
XVIII
. La primera fue la reina Ana. Aunque los retratos de Ana siempre tratan discretamente de no mostrarla más que un poquito rolliza, como una de las rotundas bellezas de Rubens, era en realidad una mujer de tamaño gigante, «extremadamente obesa y corpulenta», según las cándidas palabras de la duquesa de Marlborough, su antigua mejor amiga. Al final, Ana se puso tan gorda que no podía ni subir ni bajar escaleras. En el castillo de Windsor tuvieron que abrir una trampilla en el suelo de sus habitaciones a través de la cual la bajaban, a tirones y con escasa elegancia, a los salones de la planta inferior con la ayuda de poleas y una grúa. Debía de ser un espectáculo impresionante. Cuando murió, fue enterrada en un ataúd que era «casi cuadrado». Y más enorme era aún el príncipe regente, el futuro Jorge IV, cuyo estómago, liberado de su corsé, le caía hasta las rodillas. Con cuarenta años de edad, su contorno de cintura era de más de un metro y veinte centímetros.

Incluso gente más delgada se sentaba a la mesa para ingerir cantidades de comida que parecen imposibles o demasiado generosas, si no desestabilizadoras a todas luces. Un desayuno apuntado por el duque de Wellington consistía en «dos palomas y tres bistecs, tres partes de una botella de Mozelle, una copa de champán, dos copas de oporto y una copa de brandy», y eso cuando se sentía algo indispuesto. El reverendo Sydney Smith, pese a ser hombre de la Iglesia, captó el espíritu de la época negándose a bendecir la mesa. «Con el orgasmo del hambre devorador encima, parece impertinente interponer un sentimiento religioso —explicaba—. Murmurar oraciones con la boca haciéndose agua, es confundir los propósitos.»

A mediados del siglo
XIX
, las raciones pantagruélicas se habían institucionalizado y convertido en rutinarias. La señorita Beeton nos ofrece el siguiente menú para una pequeña cena de fiesta: sopa falsa de tortuga, filetes de rodaballo a la crema, lenguado frito con salsa de anchoas, conejos, ternera, culata de buey estofada, pollo asado, jamón hervido, un plato de palomas o alondras asadas y, para terminar, tartaletas de ruibarbo, merengues, gelatina transparente, pudin helado y soufflé. Todo esto, según el libro de la señorita Beeton, para seis personas.

El aspecto irónico de todo esto es que cuanta más atención dedicaban los victorianos a la comida, menos cómodos con ella parecían sentirse. No daba en absoluto la impresión de que a la señorita Beeton le gustara comer, y trataba la comida, igual que trataba la mayoría de cosas, con una especie de lúgubre necesidad de pasar por ello con rapidez y determinación. Recelaba sobre todo de cualquier cosa que pudiera añadirle sabor a los alimentos. Aborrecía el ajo. La guindilla apenas aparece mencionada. Incluso la pimienta negra era solo para los intrépidos. «Nunca debería olvidarse —alertaba a sus lectores—, que, aun en pequeñas cantidades, produce efectos nocivos en complexiones inflamatorias». Estos sentimientos de alarma se vieron replicados de manera persistente en libros y periódicos de la época.

Al final, muchos hogares victorianos se olvidaron del sabor y se limitaron a concentrarse en intentar que la comida llegara caliente a la mesa. En las casas grandes era un objetivo ambicioso, pues las cocinas podían quedar muy alejadas de los comedores. Audley End, en Essex, estableció un récord en este sentido al tener la cocina y el comedor separados por más de doscientos metros. En Tatton Park, Cheshire, para intentar acelerar el tema se instaló una línea de tren casera que enviaba los platos de la cocina a un montacargas, y de este al comedor. Sir Arthur Middleton, de Belsay Hall, cerca de Newcastle, estaba hasta tal punto obsesionado con la temperatura de la comida que llegaba a su mesa que hundía un termómetro en todos los platos y los devolvía para calentarlos de nuevo, con frecuencia repetidas veces, en el caso de que no alcanzaran los estándares esperados, por lo que sus cenas solían prolongarse hasta muy tarde y consumirse en un estado más o menos carbonizado. Auguste Escoffier, el gran chef francés del Hotel Savoy de Londres, se ganó la estima de los comensales británicos no solo por preparar platos estupendos, sino también por utilizar en las cocinas un sistema de brigadas con distintos cocineros concentrados en diferentes tipos de alimentos —una para la carne, otra para las verduras, etc.— con el fin de que todo se colocara en los platos simultáneamente y se sirviera en la mesa envuelto en una inusual gloria de humeante vapor.

Todo esto, naturalmente, está en chocante desacuerdo con lo que se ha comentado antes sobre la pobreza de la dieta de la persona de a pie del siglo
XIX
. El hecho es que hay tal confusión de evidencias que resulta imposible saber hasta qué punto la gente comía o no comía bien.

Si el consumo
medio
sirve para darnos alguna indicación, podría decirse que se consumía bastante comida sana: más de tres kilos y medio de peras por persona en 1851 en comparación con el kilo y cuarto actual; cuatro kilos de uvas y otras frutas blandas, más o menos el doble de la cantidad que consumimos ahora; y ocho kilos de frutos secos en comparación con el kilo y medio actual. En las verduras las cifras son más sorprendentes si cabe. El londinense medio consumía en 1851 catorce kilos y medio de cebollas en comparación con los seis kilos de hoy en día; dieciocho kilos de nabos y colinabos en comparación con el kilo actual; y engullía treinta y un kilos de repollo en comparación con los nueve y medio de ahora. El consumo de azúcar era de trece kilos y medio por cabeza, menos de un tercio de la cantidad que se consume hoy en día. Por lo tanto, la sensación es que, en general, se comía bastante sano.

Pero existen relatos más anecdóticos, escritos entonces y posteriormente, que indican más bien lo contrario. Henry Mayhew, en su clásico
London Labour and the London Poor
, publicado el año de la construcción de nuestra rectoría, sugería que un pedazo de pan y una cebolla eran la cena típica del obrero, mientras que una historia mucho más reciente (y merecidamente mucho más elogiada),
Consuming Passions
, de Judith Flanders, afirma que «la dieta básica de las clases trabajadoras y gran parte de las clases medias bajas a mediados del siglo
XIX
consistía en pan o patatas, un poco de mantequilla, queso o beicon, té con azúcar».

Lo que a buen seguro es cierto es que la gente que no podía controlar su dieta comía tremendamente mal. El informe llevado a cabo por un magistrado sobre las condiciones en una fábrica del norte de Inglaterra en 1810 reveló que los aprendices permanecían junto a sus máquinas desde las seis menos diez de la mañana hasta las nueve y diez o nueve y cuarto de la noche, con una única y breve pausa para almorzar. «Comen gachas aguadas para desayunar y almorzar [sin separarse de las máquinas] y normalmente torta de avena y melaza, o torta de avena y un caldo ligero para cenar», escribió. Eso era, casi con toda seguridad, bastante típico para cualquiera encerrado en una fábrica, una cárcel, un orfanato o que se hallara en otra situación de impotencia.

También es cierto que para los más pobres la dieta era muy poco variada. En Escocia, los trabajadores del campo de principios del siglo
XIX
recibían una ración media semanal de ocho kilos de gachas de avena, además de un poco de leche, y casi nada más, aunque en general se consideraban afortunados porque con eso al menos no tenían que comer patatas. La patata fue desdeñada a lo largo de los cien o ciento cincuenta años posteriores a su introducción en Europa. Mucha gente la consideraba una verdura insalubre porque sus partes comestibles crecían bajo tierra en lugar de buscar la nobleza del sol. Los pastores predicaban incluso contra la patata basándose en que no aparecía mencionada en la Biblia.

Los irlandeses eran los únicos que no podían permitirse ser tan remilgados. Para ellos, la patata era un regalo caído del cielo gracias a la abundancia de sus cosechas. Media hectárea de terreno pedregoso servía para sustentar a una familia de seis personas, siempre que estuvieran dispuestas a comer muchas patatas, y los irlandeses, por pura necesidad, lo estaban. Hacia 1780, la supervivencia del 90 % de los habitantes de Irlanda dependía exclusivamente o casi exclusivamente de la patata. Por desgracia, la patata es también uno de los productos hortícolas más vulnerable, susceptible a más de 260 tipos de plagas o infestaciones. Desde el momento de su llegada a Europa, hubo malas cosechas con regularidad. En los ciento veinte años previos a la gran hambruna, la cosecha de la patata fracasó un mínimo de veinticuatro ocasiones. Trescientas mil personas murieron como consecuencia de la cosecha fallida de 1739. Pero esta horrorosa cifra resulta insignificante en comparación con la escalada de muertes que se produjo entre 1845 y 1846.

Todo sucedió muy rápidamente. La cosecha iba bien hasta agosto y de pronto empezó a marchitarse y secarse. Al desenterrar los tubérculos, aparecieron esponjosos y en avanzado estado de descomposición. Aquel año se perdió la mitad de la cosecha irlandesa. El culpable fue un hongo llamado
Phytophthora infestans
, pero nadie lo sabía. La gente le echó la culpa a cualquier cosa que se le pasara por la cabeza: al vapor de los trenes de vapor, a la electricidad de los postes del telégrafo, a los nuevos abonos de guano que empezaban a ser populares. Y la cosecha no solo fue mala en Irlanda. Fue mala en toda Europa. Pero los irlandeses dependían muy especialmente de ella.

Las ayudas se hicieron famosas por su lentitud. Meses después de que se iniciara la hambruna, sir Robert Peel, el primer ministro británico, seguía pidiendo cautela. «En los informes irlandeses existe tal tendencia a la exageración y la inexactitud que siempre es deseable obrar en consecuencia con cierto retraso», escribió. En el peor año de la hambruna de la patata, el mercado del pescado de Londres, Billingsgate, vendió 500 millones de ostras, 1.000 millones de arenques frescos, casi 100 millones de lenguados, 498 millones de gambas, 304 millones de bígaros, 33 millones de platijas, 23 millones de caballas y otras cantidades de diversos pescados igualmente gigantescas, y ni un solo bocado de todo ello viajó a Irlanda para aliviar a la gente que allí se moría de hambre.

Lo más importante de esta tragedia es que en la misma Irlanda había comida suficiente. El país producía grandes cantidades de huevos, cereales y carnes de todo tipo, y extraía abundantes capturas del mar, pero casi todo se destinaba a la exportación. Y así fue como un millón y medio de personas murieron innecesariamente de hambre. Fue la mayor pérdida de vidas humanas sufrida por Europa desde la peste negra.

V
 
EL LAVADERO Y LA DESPENSA

Entre los numerosos pequeños rompecabezas que presenta la Vieja Rectoría en su estado original está el de que los criados no tenían mucho espacio donde ubicarse cuando no estaban trabajando. En la cocina apenas cabían una mesa y un par de sillas, y el conjunto formado por el lavadero y la despensa, adonde le conduzco ahora, era aun más pequeño
[21]
.

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