En casa. Una breve historia de la vida privada (13 page)

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Authors: Bill Bryson

Tags: #Ensayo, Historia

BOOK: En casa. Una breve historia de la vida privada
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Las sustancias ajenas no se incorporaban siempre con la intención de estirar los alimentos. A veces, simplemente, caían en ellos. Una investigación parlamentaria de distintas panaderías llevada a cabo en 1862 descubrió muchas de ellas llenas de «telarañas a montones, cargadas de polvo de harina acumulado sobre ellas, y colgando a tiras» hasta el punto de poder precipitarse sobre cualquier recipiente o bandeja que pasara por debajo. Insectos y alimañas correteaban por paredes y superficies. Según Adam Hart-Davis, en 1881 se estudió una muestra de helado vendida en Londres y se descubrió que contenía pelo humano, pelo de gato, insectos, fibras de algodón y otros ingredientes insalubres, aunque lo más probable es que esto fuera más un reflejo de la falta de higiene que la incorporación fraudulenta de agentes con la intención de hinchar el material. En el mismo periodo, un pastelero de Londres fue multado «por colorear sus dulces amarillos con pigmento que le había sobrado de pintar su carromato». Pero es precisamente el hecho de que este tipo de cosas llamara la atención de los periódicos lo que indica que eran sucesos excepcionales más que rutinarios.

Humphry Clinker
, una dispersa novela escrita en formato de cartas, describe una imagen tan gráfica de la vida en la Inglaterra del siglo
XVIII
que aparece citada con frecuencia incluso ahora, y a buen seguro responde a numerosas preguntas. En uno de sus pasajes más pintorescos, Smollett describe que la leche se transportaba por las calles de Londres en cubos abiertos, en el interior de los cuales caían «escupitajos, mocos y mascadas de tabaco de los peatones, excesos de los carros cargados de barro, salpicaduras de las ruedas de los carruajes, suciedad y basura lanzada por picaros por el simple hecho de gastar una broma, vómitos de recién nacido […] y, finalmente, los bichos que caen de los harapos de la desaliñada marrana que vende esta preciosa mezcla…». Pero lo que se pasa fácilmente por alto es que el libro pretendía ser una sátira, no una historia documental. Smollett ni tan siquiera estaba en Inglaterra cuando lo escribió, sino padeciendo una muerte lenta en Italia. (Falleció tres meses después de su publicación.)

No quiero decir con esto que no hubiera mala comida. A buen seguro que la había. La carne infectada y podrida era un problema importante. La suciedad del mercado londinense de Smithfield, el principal centro de intercambio de carne de la ciudad, era legendaria. Un testigo de una investigación parlamentaria llevada a cabo en 1828 dijo haber visto «una ternera abierta en canal tan rancia que la grasa no era más que una especie de baba amarilla que goteaba». Los animales que eran conducidos a pie hasta Londres desde parajes remotos solían llegar agotados y enfermos, y no mejoraban en absoluto mientras estaban allí. Se dice que a veces despellejaban a las ovejas vivas. Muchos animales estaban llenos de llagas. En Smithfield se vendía una carne tan mala que incluso hubo quien se inventó un calificativo al respecto:
cag-mag
, la abreviatura de dos palabras del argot que significaba, literalmente, «mierda barata».

Y aun cuando las intenciones de los productores eran buenas, los alimentos en sí no lo eran siempre. Transportar alimentos a mercados lejanos en condiciones comestibles suponía un desafío constante. La gente soñaba con poder comer manjares de países lejanos o fuera de temporada. En enero de 1859, Norteamérica entera siguió con impaciencia el recorrido de un barco cargado con trescientas mil jugosas naranjas que navegó a toda vela desde Puerto Rico hasta Nueva Inglaterra para demostrar que era posible conseguirlo. Pero cuando llegó a puerto, más de dos tercios de la carga se habían podrido hasta convertirse en una apestosa papilla. Los productores de tierras más lejanas no podían ni siquiera pretender conseguir algo así. Los argentinos criaban rebaños impresionantes de ganado en sus interminables y obsequiosas pampas, pero no tenían manera de transportar la carne, por lo que sus vacas acababan siendo hervidas para aprovechar los huesos y el sebo y desechar la carne. Buscando cómo ayudarlos, el químico alemán Justus Liebig concibió la fórmula de un extracto de carne, que acabó conociéndose como Oxo, pero que nunca logró marcar más que una mínima diferencia.

Lo que se necesitaba con desesperación era encontrar la manera de conservar los alimentos en buen estado y frescos durante periodos más largos de lo que la naturaleza permitía. A finales del siglo
XVIII
, un francés llamado François Appert (o tal vez Nicolas Appert, las fuentes varían de manera confusa) escribió un libro titulado
El arte de conservar todo tipo de sustancias animales y vegetales durante varios años
, que representó un auténtico hito. El sistema de Appert consistía básicamente en guardar herméticamente los alimentos en frascos de cristal y hervir después los frascos a fuego lento. El método solía funcionar bien, pero los cierres no eran del todo herméticos y a veces penetraban en los frascos aire y elementos contaminantes, provocando con ello problemas gastrointestinales a quienes disfrutaban de su contenido. Ante la imposibilidad de fiarse del todo de los frascos de Appert, nadie lo hizo.

En resumen, hasta que la comida llegaba a la mesa podían sucederle un montón de cosas malas. Por ello, cuando a principios de la década de 1840 apareció un producto milagro que prometía transformar la situación, el entusiasmo se disparó. El producto era algo inesperadamente conocido: el hielo.

II

En verano de 1844, la Wenham Lake Ice Company —que tomaba su nombre de un lago de Massachusetts— inauguró un local en el Strand londinense y empezó a exponer diariamente en su escaparate un bloque de hielo. Nadie en Inglaterra había visto jamás un bloque de hielo tan grande —y menos en verano y en el centro de Londres—, ni tan portentosamente cristalino y transparente. Se podía incluso leer un periódico a través de él: normalmente colocaban un ejemplar detrás del bloque para que los transeúntes pudieran ver en persona aquel hecho asombroso. El escaparate se convirtió en una verdadera sensación y siempre estaba abarrotado de mirones.

Thackeray mencionaba el hielo Wenham en una de sus novelas. La reina Victoria y el príncipe Alberto insistieron en utilizarlo en Buckingham Palace y otorgaron a la empresa una garantía real. Mucha gente suponía que el lago Wenham era una reserva de agua importante, del tamaño de uno de los Grandes Lagos. Charles Lyell, el geólogo inglés, estaba tan intrigado que realizó un viaje especial hasta el lago desde Boston —un desplazamiento que no era en absoluto sencillo— aprovechando una gira de conferencias en Estados Unidos. Estaba fascinado por la lentitud con la que se derretía el hielo Wenham e imaginó que tenía algo que ver con su pureza. En realidad, el hielo Wenham se derretía con la misma rapidez que cualquier otro hielo. Exceptuando el hecho de que venía de muy lejos, no tenía nada más de especial.

El hielo elaborado con agua de lago era un producto maravilloso. Se producía solo y a coste cero, era limpio, renovable e infinito. Las únicas desventajas eran que no existía una infraestructura para producirlo y almacenarlo, igual que tampoco existía un mercado donde venderlo. Para que la creación de una industria del hielo fuera posible, era necesario encontrar la forma de cortar y desprender el hielo a gran escala, construir almacenes, obtener derechos comerciales, poner en marcha una cadena fiable de consignadores y agentes y, sobre todo, generar demanda en lugares donde el hielo apenas se había visto o no se había visto nunca, teniendo en cuenta además que, con toda seguridad, el hielo no era algo que la gente estuviera predispuesta a pagar. El hombre que puso en marcha todo esto fue un bostoniano de buena cuna y carácter desafiante llamado Frederic Tudor. Hacer del hielo una propuesta comercial se convirtió en su presuntuosa obsesión.

La idea de transportar hielo desde Nueva Inglaterra a puertos lejanos se consideró una completa locura, «el capricho de un cerebro trastornado», en palabras de uno de sus contemporáneos. El primer envío de hielo a Gran Bretaña dejó tan perplejos a los funcionarios de aduanas en cuanto a su clasificación, que las trescientas toneladas de hielo se derritieron antes de poder llegar a descargarse en los muelles. Los armadores se mostraban muy reacios a aceptar el hielo como carga. No les fascinaba en absoluto la posible humillación de llegar a puerto con las bodegas repletas de agua inútil, pero temían también el auténtico peligro que significaban toneladas de hielo en movimiento o el agua del deshielo desestabilizando sus navíos. Eran hombres, al fin y al cabo, cuyo instinto náutico se basaba en el concepto de que el agua tenía que estar
fuera
de la embarcación y por ello se mostraban reacios a correr un riesgo tan excéntrico cuando además ni siquiera había un mercado para el producto.

Tudor era un hombre extraño y complicado, «autoritario, engreído, despectivo hacia los competidores e implacable con los enemigos», según reza la valoración de Daniel J. Boorstin. Marginó a sus amigos más íntimos y traicionó la confianza de sus colegas, casi como si eso fuera la ambición de su vida. Prácticamente todas las innovaciones tecnológicas que hicieron posible el comercio del hielo fueron de hecho obra de su retraído, obediente y sufridor socio Nathaniel Wyeth. A Tudor le costó años de esfuerzo y frustración, y la totalidad de su fortuna familiar, poner en marcha el negocio del hielo, pero poco a poco la idea fue alcanzando popularidad y acabó haciéndole rico, a él y a muchos más. Durante varias décadas, el hielo fue la segunda producción en importancia, en lo que a toneladas se refiere, de Estados Unidos. Aislado adecuadamente, el hielo podía mantenerse durante un tiempo sorprendentemente prolongado. Podía incluso sobrevivir al viaje de más de 26.000 kilómetros y 130 días de navegación que separaban Boston de Bombay (o como mínimo dos tercios de la carga conseguían sobrevivir, haciendo que el largo viaje resultase rentable). El hielo viajó hasta los rincones más alejados de América del Sur y de Nueva Inglaterra a California a través del cabo de Hornos. El serrín, un producto que antes carecía de valor, resultó ser un aislante excelente, aportando unos útiles ingresos adicionales a los aserraderos de Maine.

El lago Wenham fue en realidad un elemento secundario para el negocio del hielo en Estados Unidos. Nunca produjo más de diez mil toneladas de hielo al año, en comparación con el casi millón de toneladas extraídas anualmente solo del río Kennebec, en Maine. En Inglaterra, se habló del hielo Wenham más que se utilizó. Algunos negocios recibían envíos regulares, pero no se servía prácticamente en ninguna casa (excepto en la real). Hacia 1850, no solo la mayoría del hielo que se vendía en Gran Bretaña no procedía de Wenham, sino que tampoco era americano. Los noruegos —un pueblo que normalmente no se asocia a prácticas astutas— le cambiaron el nombre a un lago cercano a Oslo, el lago Oppegaard, y lo rebautizaron como lago Wenham para explotar aquel lucrativo mercado. Hacia 1850, la mayoría del hielo que se vendía en Gran Bretaña era de origen noruego, aunque hay que decir que el hielo nunca llegó a hacerse popular entre los británicos. Incluso ahora, se vende a menudo en el Reino Unido como si fuera bajo receta médica. El mercado de verdad resultó estar en la misma Norteamérica.

Según destaca Gavin Weightman en su historia de los negocios,
The Frozen Water
, los estadounidenses apreciaban el hielo como nunca nadie lo había hecho. Lo utilizaban para enfriar la cerveza y el vino, para preparar deliciosos cócteles helados, para aplacar fiebres y para crear un amplio espectro de golosinas congeladas. Los helados se hicieron populares… y asombrosamente inventivos. En Delmonico’s, el famoso restaurante de Nueva York, los clientes podían pedir helado de pan de centeno y helado de espárragos, entre otros inesperados sabores. Solo la ciudad de Nueva York consumía casi un millón de toneladas de hielo al año. Brooklyn engullía 334.000 toneladas, Boston 380.000, Filadelfia 377.000. Los norteamericanos se sentían inmensamente orgullosos de las comodidades civilizadas que aportaba el hielo. «Siempre que oigas decir que los americanos abusan de algo —comentó un norteamericano a Sarah Maury, una visitante británica—, piensa en el hielo.»

El lugar donde el hielo demostró su máxima efectividad fue en la refrigeración de los vagones de tren, pues su utilización permitía transportar de costa a costa carne y otros alimentos perecederos. Chicago se convirtió en el epicentro de la industria del ferrocarril en gran parte porque era capaz de generar y conservar enormes cantidades de hielo. En Chicago había edificios capaces de contener hasta 250.000 toneladas de hielo. Antes del hielo, cuando hacía calor, la leche (que salía caliente de la vaca, claro está) solo podía conservarse un par de horas antes de que empezara a estropearse. El pollo tenía que comerse el mismo día que era desplumado. La carne fresca apenas duraba más de una jornada. Ahora, los alimentos podían conservarse durante más tiempo en el lugar de su producción y venderse también en mercados lejanos. La primera langosta llegó a Chicago en 1842, traída de la Costa Este en un vagón de tren refrigerado. Los habitantes de Chicago se acercaron a verla como si el crustáceo fuera originario de un planeta remoto. Por primera vez en la historia, los alimentos no tenían que consumirse obligatoriamente cerca de su lugar de producción. Los granjeros de las infinitas planicies del Medio Oeste norteamericano no solo producían ahora alimentos más baratos y en mayor abundancia que en ninguna otra parte, sino que además podían venderlos prácticamente en cualquier lado.

Mientras, otros avances aumentaron de gran manera el abanico de posibilidades de la conservación de los alimentos. En 1859, un norteamericano llamado John Landis Mason resolvió el reto que el francés François (o Nicolas) Appert no había acabado de dominar un siglo antes. Mason patentó el frasco de cristal con tapa metálica de rosca. Esta tapa proporcionaba un cierre perfecto y posibilitaba la conservación de todo tipo de alimentos que de lo contrario se estropearían. El frasco Mason fue un éxito enorme por todas partes, aunque Mason apenas obtuvo beneficio de ello. Vendió los derechos a cambio de una suma modesta y se volcó en otros inventos que imaginó que le harían rico —una balsa salvavidas plegable, un estuche para conservar los puros con todo su frescor, un plato de sopa con drenaje propio—, pero sus posteriores inventos no solo no fueron un éxito, sino que además ni siquiera eran buenos. Viendo cómo sus inventos fracasaban uno tras otro, Mason se recluyó en una enajenada pobreza. En 1902 murió solo y olvidado en un piso de Nueva York.

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