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Authors: Bill Bryson

Tags: #Ensayo, Historia

En casa. Una breve historia de la vida privada (5 page)

BOOK: En casa. Una breve historia de la vida privada
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No todos los expositores eran tan brillantes. Terranova dedicó toda su área de exposición a la historia y la fabricación del aceite de hígado de bacalao, lo que la convirtió en un oasis de tranquilidad muy valorado por los que buscaban recuperarse de los empujones de las masas. La sección de Estados Unidos apenas tenía contenido. El Congreso, con toda su parsimonia, se había negado a destinar fondos al evento y el dinero provenía de aportaciones privadas. Por desgracia, cuando los productos norteamericanos llegaron a Londres se descubrió que los organizadores habían pagado únicamente el transporte de la mercancía hasta los muelles, y no hasta su destino final en Hyde Park. Y, claro está, tampoco había dinero reservado para montar los expositores y dotarlos de personal durante cinco meses. Afortunadamente, el filántropo norteamericano George Peabody, que vivía en Londres, intercedió por la causa y proporcionó un fondo de emergencia de 15.000 dólares, rescatando a la delegación estadounidense de la situación de crisis en la que ella misma se había inmerso. Todo esto no sirvió más que para reforzar la convicción más o menos universal de que los norteamericanos eran poco más que amables montañeses que no estaban aún preparados para actuar sin supervisión en el escenario del mundo.

Y por eso fue una auténtica sorpresa cuando por fin se montaron los expositores y el público descubrió que la sección de Estados Unidos era una avanzadilla de genialidad y portento. Prácticamente todas las máquinas norteamericanas hacían cosas que el mundo ansiaba que hiciesen las máquinas —arrancar clavos, cortar piedra, fabricar velas—, pero con una pulcritud, una presteza y una fiabilidad sin fin que dejó pestañeando a las demás naciones. La máquina de coser de Elias Howe deslumbró a las señoras ofreciendo la promesa imposible de que uno de los pasatiempos más esclavos de la vida doméstica podía resultar emocionante y divertido. Cyrus McCormick exhibió una segadora capaz de realizar el trabajo de cuarenta hombres, una reivindicación tan atrevida que casi nadie la creyó hasta que decidieron transportar la segadora a una granja de los condados de los alrededores de la ciudad y demostró que hacía lo que prometía hacer. Pero el objeto más llamativo era el revólver de repetición de Samuel Colt, que no solo era maravillosamente letal, sino que además estaba hecho con piezas intercambiables, un método de fabricación tan inconfundible que acabó conociéndose como «el sistema americano». Solo una creación local conseguía estar a la altura de estas cualidades de virtuosismo, novedad, utilidad y precisión de la era de las máquinas: el edificio de Paxton, que desaparecería en cuanto la exposición finalizara. Para muchos europeos, aquella fue la primera e inquietante pista de que aquellos pueblerinos que mascaban tabaco al otro lado del charco estaban creando en silencio el próximo coloso industrial, una transformación tan improbable que la mayoría ni podía creerse que estuviera produciéndose.

Pero el aspecto más popular de la Gran Exposición no fue ningún expositor en concreto, sino las elegantes «salas de descanso», donde los visitantes podían hacer sus necesidades cómodamente, una oferta aceptada con agradecimiento y entusiasmo por 827.000 personas, 11.000 cada día. Los servicios públicos eran una carencia deplorable en el Londres de 1851. En el Museo Británico, hasta 30.000 visitantes diarios tenían que compartir dos únicos retretes exteriores. En el Palacio de Cristal, los inodoros tenían cisterna de verdad, encantando hasta tal punto a los visitantes que empezó a ponerse de moda instalar en casa inodoros con cisterna y cadena, un avance que rápidamente tendría consecuencias catastróficas para Londres, como veremos.

La Gran Exposición supuso tanto un avance importante a nivel social como sanitario, pues fue la primera vez que gente de todas las clases se aglutinaba y se mezclaba en una proximidad tan íntima. Muchos temían que la gente de a pie —«los grandes sin lavar» los había apodado William Makepeace Thackeray el año anterior en su novela
La historia de Pendennis
— no fuera merecedora de esta confianza y estropeara las cosas. Podía incluso producirse un sabotaje. Al fin y al cabo, solo habían pasado tres años desde los levantamientos populares de 1848, que habían convulsionado Europa y derrocado gobiernos en París, Berlín, Cracovia, Budapest, Viena, Nápoles, Bucarest y Zagreb.

Se temía concretamente que la exposición atrajera a los cartistas y a sus compañeros de viaje. El cartismo era un movimiento popular que obtenía su nombre de la Carta del Pueblo (
The People’s Charter
) de 1837, que propugnaba diversas reformas políticas —todas modestas, considerándolo en retrospectiva— que iban desde la abolición de las circunscripciones podridas y malversadas hasta la adopción del sufragio universal masculino
[5]
. En el espacio de una década, los cartistas presentaron al Parlamento una serie de peticiones, una de ellas redactada en un documento de casi diez kilómetros de largo y que supuestamente estaba firmada por 5,7 millones de personas. El Parlamento se quedó impresionado, pero las rechazó todas por el bien del propio pueblo. Todo el mundo coincidía en que el sufragio universal era un concepto peligroso, «tremendamente incompatible con la existencia de la civilización», según palabras del historiador y parlamentario Thomas Babington Macaulay.

En Londres, el asunto alcanzó un punto crítico en 1848, cuando los cartistas anunciaron una manifestación multitudinaria en Kennington Common, al sur del Támesis. Se temía que aquello creciera como la espuma y que la indignación los llevara a cruzar el puente de Westminster y a asaltar el Parlamento. Los edificios del Gobierno diseminados por la ciudad se reforzaron con prontitud. En el Ministerio de Asuntos Exteriores, lord Palmerston, titular del Foreing Office, bloqueó las ventanas con montones de ejemplares de
The Times
. En el Museo Británico se apostaron hombres en los tejados con una reserva de ladrillos para lanzar a la cabeza de cualquiera que intentara ocupar el edificio. En el exterior del Banco de Inglaterra se instalaron cañones y los empleados de diversas instituciones gubernamentales recibieron espadas y viejos mosquetes, en dudoso estado de conservación, muchos de ellos casi tan peligrosos para sus potenciales usuarios como para cualquiera lo bastante atrevido como para plantarse delante de ellos. Ciento setenta mil guardias especiales —en su mayoría hombres acaudalados y sus criados— se pusieron al mando del anciano duque de Wellington, de ochenta y dos años de edad y afectado de una sordera que no le permitía oír más que gritos extremadamente potentes.

Al final, la manifestación se quedó en nada, en parte porque el líder de los cartistas, Feargus O’Connor, empezaba a comportarse de forma excéntrica como consecuencia de un caso todavía no diagnosticado de demencia sifilítica (por el cual sería recluido en un manicomio al año siguiente), en parte porque la mayoría de los participantes no eran realmente revolucionarios de corazón y no querían participar en un derramamiento de sangre, y en parte porque un oportuno chaparrón hizo que retirarse a un pub resultara de repente una alternativa más atractiva que tomar por asalto el Parlamento.
The Times
decidió que la «turba de Londres, aun ni siendo heroica, ni poética, ni patriótica, ni ilustrada, ni limpia, es en comparación un organismo bondadoso» y, sin embargo, condescendiente, que es más o menos lo mismo.

A pesar de esta tregua, los sentimientos en algunos barrios seguían siendo intensos en 1851. Henry Mayhew, en su influyente
London Labour and the London Poor
, publicado aquel año, apuntaba que los miembros de la clase trabajadora «casi sin excepción» eran «proletarios candentes que abrigan opiniones violentas».

Pero incluso el proletario más acalorado, por lo que parece, quedó encantado con la Gran Exposición. Se inauguró el 1 de mayo de 1851, sin incidentes, un «espectáculo bello, imponente y conmovedor» en palabras de una radiante reina Victoria, que calificó la jornada de la inauguración como «el día más grande de nuestra historia», y lo decía sinceramente. Acudió gente de todos los rincones del país. Una mujer llamada Mary Callinack, de ochenta y cinco años de edad, caminó más de cuatrocientos kilómetros desde Cornwall y se hizo famosa por ello. Un total de seis millones de personas visitaron la Gran Exposición durante los cinco meses y medio que permaneció abierta. La jornada de mayor afluencia de público, el 7 de octubre, la visitaron casi 110.000 personas. En un determinado momento, había 92.000 personas en el edificio, la multitud más grande jamás reunida en el interior de un espacio cerrado.

Pero no todos los visitantes quedaron encantados. William Morris, el futuro diseñador y esteta, que tenía por aquel entonces diecisiete años, se quedó tan horrorizado ante la falta de gusto y la veneración del exceso de la exposición, que salió tambaleándose del edificio y vomitó entre los arbustos. Pero la mayoría de la gente la adoraba, y casi todo el mundo se comportó. Durante el periodo de exhibición solo veinticinco personas fueron detenidas por infracciones, quince por carteristas y diez por robos de escasa cuantía. La ausencia de criminalidad es incluso más remarcable de lo que podría parecer porque en la década de 1850 Hyde Park estaba considerado un lugar notablemente peligroso, sobre todo a partir de que anochecía, cuando el riesgo de robo era tan grande que el parque solo podía cruzarse en comitiva. Pero gracias a las multitudes se convirtió durante medio año en uno de los lugares más seguros de Londres.

La Gran Exposición produjo unos beneficios de 186.000 libras, cantidad suficiente para adquirir doce hectáreas de terreno al sur de Hyde Park, en una zona conocida informalmente como Albertópolis, donde fueron construidos los grandes museos e instituciones que aún dominan hoy en día el barrio: el Royal Albert Hall, el Victoria & Albert Museum, el Museo de Historia Natural, el Royal College of Art y el Royal College of Music, entre otros.

El imponente Palacio de Cristal de Paxton se mantuvo en pie en Hyde Park hasta el verano de 1852, mientras se decidía qué hacer con el edificio. Prácticamente nadie quería su desaparición, pero tampoco nadie se ponía de acuerdo en cuanto a qué sería de él. Una propuesta algo exagerada fue convertirlo en una torre de cristal de trescientos metros de altura. Al final se acordó trasladarlo a un nuevo parque —que recibiría el nombre de Parque del Palacio de Cristal— en Sydenham, al sur de Londres. Pero durante el proceso el edificio se hizo más grande aún; el nuevo Palacio de Cristal era el doble de grande y empleaba también el doble de volumen de cristal. Al estar situado en una pendiente, la nueva edificación se convirtió en un verdadero desafío. Se derrumbó cuatro veces. Fueron necesarios 6.400 trabajadores para levantar el nuevo edificio, y estos necesitaron más de dos años para conseguirlo. Diecisiete de ellos perdieron la vida. Toda la magia y la bendición que en su día rodearan al Palacio de Cristal se habían esfumado extrañamente. Nunca recuperó su lugar predominante en el cariño de los británicos. En 1936, el edificio se incendió.

Diez años después de la Gran Exposición moría el príncipe Alberto. La descomunal nave espacial gótica conocida como el Albert Memorial fue construida justo al oeste de donde se había erigido el Palacio de Cristal, con un colosal coste de 120.000 libras, mucho más de lo que había costado levantar el Palacio de Cristal. Allí sigue entronizado hoy en día Alberto, bajo un enorme baldaquín dorado. Sostiene en su regazo un libro: el catálogo de la Gran Exposición. Todo lo que queda del Palacio de Cristal original es un par de verjas decorativas de hierro fundido que daban acceso al puesto de venta de tickets en la entrada del recinto construido por Paxton y que ahora, desapercibidas, señalan la estrecha frontera que separa Hyde Park de los Jardines de Kensington.

También la edad de oro del clero rural finalizó abruptamente. La década de 1870 fue testigo del comienzo de una salvaje crisis agrícola que asoló a los terratenientes y a todo aquel de cuya prosperidad dependían. En seis años, cien mil granjeros y campesinos abandonaron la tierra. En nuestra parroquia la población descendió casi a la mitad en tan solo quince años. Hacia mediados de la década de 1880, el valor estimado de la parroquia era solo de 1.713 libras, apenas 100 libras más de lo que le había costado a Thomas Marsham construir su rectoría tres décadas atrás.

A finales de siglo, los ingresos medios de un pastor anglicano eran menos de la mitad de lo que habían sido cincuenta años antes. Teniendo en cuenta el poder adquisitivo, era una renta incluso más mísera. Las parroquias rurales dejaron de ser una sinecura atractiva. Muchos pastores no podían permitirse siquiera el matrimonio. Los que tenían cerebro y oportunidades se llevaron su talento a otras partes. Con la llegada del nuevo siglo, escribe David Cannadine, «las mejores cabezas de toda una generación estaban fuera de la Iglesia, y no dentro».

En 1899, la propiedad de la familia Marsham fue dividida y vendida, y con ello terminó la relación benigna y dominante de la familia con el condado. Curiosamente, fue un suceso inesperado que se produjo en la cocina el responsable en gran parte de la devastadora crisis que se inició hacia 1870 y se prolongó tantos años. Llegaremos dentro de poco a esta historia, pero antes de entrar en la casa e iniciar la visita, podríamos quizá dedicar unas cuantas páginas a reflexionar sobre la inesperadamente pertinente pregunta de por qué la gente vive en casas.

II
 
EL ESCENARIO
I

Si de algún modo pudiéramos devolver a la vida al reverendo Thomas Marsham y llevarlo de nuevo a su rectoría, lo que seguramente más le sorprendería —aparte de estar allí, por supuesto— sería descubrir que la casa se había vuelto invisible, por así decirlo. Hoy en día se encuentra inmersa en un frondoso bosque privado que le otorga un aspecto rotundamente aislado, pero en 1851, recién estrenada, se erigiría con severidad, sorprendentemente incluso, en plena campiña, un montón de ladrillos rojos en un campo desnudo.

En muchos otros aspectos, sin embargo, y dejando al margen cierto envejecimiento y la incorporación de algunos cables eléctricos y una antena de televisión, sigue prácticamente igual que en 1851. Es ahora, y era entonces, evidentemente una casa. Tiene el aspecto que tienen las casas. Tiene cierto aire hogareño.

Por lo tanto resulta tal vez un poco sorprendente la reflexión de que nada en esta casa, o en cualquier casa, sea casual. Todo tuvo que ser pensado —puertas, ventanas, chimeneas, escaleras— y gran parte de ello, como estamos a punto de ver, llevó mucho más tiempo y experimentación de lo que cabría pensar.

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