En casa. Una breve historia de la vida privada (4 page)

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Authors: Bill Bryson

Tags: #Ensayo, Historia

BOOK: En casa. Una breve historia de la vida privada
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Gilbert White, del Western Weald de Hampshire, acabó siendo el naturalista más valorado de su época y escribió la lúcida y todavía apreciada
Natural History of Selborne
. En Northamptonshire, el reverendo M. J. Berkeley se convirtió en un prestigioso entendido en hongos y enfermedades de las plantas; un hecho menos positivo es que fue al parecer el responsable de la propagación de muchas enfermedades dañinas, entre ellas la más perniciosa de todas las plagas hortícolas, el oídio o enfermedad de la vid. John Michell, rector de Derbyshire, enseñó a William Herschel a construir un telescopio, que Herschel utilizó después para descubrir Urano. Michell concibió también un método para pesar la Tierra, que fue posiblemente el experimento científico práctico más ingenioso del siglo
XVIII
. Murió antes de poder llevarlo a cabo y el experimento acabó completándolo en Londres Henry Cavendish, un brillante familiar del duque de Devonshire, el patrón de Paxton.

Pero quizás el párroco más extraordinario de todos fue el reverendo Thomas Bayes, de Tunbridge Wells, Kent, que vivió de 1701 a 1761. Por lo que se sabe era un predicador tímido y deprimente, pero también un matemático singularmente dotado. Concibió la ecuación matemática que se conoce como el Teorema de Bayes y que tiene este aspecto:

La gente que comprende el Teorema de Bayes lo utiliza para solucionar complejos problemas relacionados con distribuciones de probabilidad, o probabilidades inversas, como se denominan a veces. Es una manera de llegar a probabilidades estadísticamente fiables partiendo de información parcial. La característica más destacada del Teorema de Bayes es que no tenía aplicaciones prácticas sin ordenadores que realizaran los cálculos necesarios, por lo que en su día era un ejercicio interesante pero inútil. Bayes tenía en tan bajo concepto su teorema que ni se molestó en publicarlo. Un amigo lo remitió a la Royal Society de Londres en 1763, dos años después del fallecimiento de Bayes, donde fue publicado en las
Philosophical Transactions
de la Society con el modesto título de «Un ensayo hacia la resolución de un problema en la Doctrina de las Posibilidades». De hecho, marcó un hito en la historia de las matemáticas. En la actualidad, el Teorema de Bayes se utiliza en los modelos de cambio climático, en la predicción del comportamiento de los mercados de valores, en el establecimiento de fechas a partir del carbono catorce, en la interpretación de sucesos cosmológicos y en muchas cosas más donde la interpretación de las probabilidades es la cuestión… y todo gracias a los ingeniosos apuntes de un párroco inglés del siglo
XVIII
.

Fueron muchos más los clérigos que no engendraron grandes obras, pero sí grandes hijos. John Dryden, Christopher Wren, Robert Hooke, Thomas Hobbes, Oliver Goldsmith, Jane Austen, Joshua Reynolds, Samuel Taylor Coleridge, Horatio Nelson, las hermanas Brontë, Alfred Lord Tennyson, Cecil Rhodes y Lewis Carroll (que también fue ordenado, aunque nunca ejerció) fueron hijos de párrocos. Es posible encontrar algo sobre la desproporcionada influencia del clero realizando una búsqueda en la versión electrónica del
Dictionary of National Biography
. Introduzca la palabra «rector» y obtendrá cerca de 4.600 entradas; «vicario» genera 3.300 más. Es interesante compararlo con las cifras decididamente más modestas que ofrece la búsqueda de «médico», 338; «economista», 492; «inventor», 639; y «científico», 741. (Interesante también que estas cifras no sean muy superiores a las obtenidas realizando una búsqueda de «donjuán», «asesino» o «loco», y que estén superadas con creces por «excéntrico», con 1.010 resultados.)

Había tanta distinción entre el clero que es fácil olvidar que esa gente era, de hecho, inusual, y que en su mayoría sus integrantes eran probablemente más similares a nuestro señor Marsham, que de haber conseguido algún logro, o de haber tenido alguna ambición, no dejó indicios de ello. Su vínculo más cercano a la fama fue su bisabuelo, Robert Marsham, inventor de la fenología, la ciencia (si no es excesivo denominarla así) que se ocupa de realizar el seguimiento de los cambios estacionales (las primeras floraciones de los árboles, el primer canto del cuco en primavera, etc.). Cabe pensar que se trata de algo que la gente realiza de manera espontánea, pero de hecho nadie se había dedicado a ello, al menos no de forma sistemática, y bajo la influencia de Marsham se convirtió en un pasatiempo muy popular y altamente considerado en todo el mundo. En Estados Unidos, Thomas Jefferson era un devoto seguidor del tema. Incluso siendo presidente, encontró tiempo para tomar nota de la primera y la última aparición de treinta y siete tipos de fruta y verduras en los mercados de Washington, y le pidió a su representante en Monticello que realizara allí observaciones similares para ver si las fechas revelaban variaciones significativas entre los dos lugares. Cuando los climatólogos modernos dicen que las flores del manzano aparecen en primavera tres semanas antes de lo que lo hacían antiguamente, y ese tipo de cosas, utilizan a menudo como material de base las anotaciones de Robert Marsham. Este Marsham fue también uno de los terratenientes más ricos de la región de East Anglia, con una gran finca en un pueblo de curioso nombre, Stratton Strawless, cerca de Norwich, donde Thomas John Gordon Marsham nació en 1821 y pasó la mayor parte de su vida antes de desplazarse una veintena de kilómetros para ocupar el cargo de rector en nuestro pueblo.

No sabemos casi nada acerca de la vida de Thomas Marsham allí, pero por suerte conocemos en abundancia los detalles de la vida diaria de las parroquias rurales en su época de esplendor gracias a los escritos de alguien que vivía en la cercana parroquia de Weston Longville, quince kilómetros al norte cruzando una extensa zona de campos de cultivo (y visible desde el tejado de nuestra rectoría). Se trata del reverendo James Woodforde, que precedió a Marsham en cincuenta años, aunque la vida no cambió mucho en ese tiempo. Woodforde no era excepcionalmente devoto, ni erudito, ni dotado, pero disfrutaba de la vida y escribió un entusiasta diario durante cuarenta y cinco años que ofrece una perspectiva extraordinariamente detallada de la vida de un párroco rural. Olvidado durante cien años, el diario fue redescubierto y publicado en formato resumido en 1924 como
The Diary of a Country Parson
. Se convirtió en un éxito de ventas internacional aun siendo, como apuntó un crítico, «poco más que una crónica de glotonería».

La cantidad de comida que se servía en las mesas del siglo
XVIII
era pasmosa, y Woodforde casi nunca disfrutó de una comida de la que no dejara constancia con todo su cariño y en su totalidad. A continuación, todos los productos que describe con motivo de una de sus cenas habituales en 1784: lenguado de Dover con salsa de langosta, pollo tomatero, lengua de buey, rosbif, sopa, filete de ternera con colmenillas y trufas, pastel de paloma, mollejas, oca en salsa verde con guisantes, mermelada de albaricoque, tarta de queso, champiñones al vapor y bizcocho borracho. En otra comida podía elegir entre un plato de tenca, un jamón, tres aves de corral, dos patos asados, un cuello de cerdo, pudding de ciruelas y tarta de ciruelas, tarta de manzana y una variedad de fruta y frutos secos, bañado todo ello con vino tinto y blanco, cerveza y sidra. Nada se interponía a una buena comida. Cuando falleció la hermana de Woodforde, anotó su sincero pesar en el diario, pero encontró también espacio suficiente para añadir: «Hoy he cenado un buen pavo asado». Tampoco se interponía nada del mundo exterior. Apenas hay mención a la Guerra de la Independencia norteamericana. Cuando en 1789 cayó la Bastilla, destacó el hecho, pero no le concedió más espacio que el que le dedicaba al desayuno. Y tal y como corresponde, la última entrada del diario alude a una comida.

Woodforde era un ser humano decente —enviaba comida a los pobres de vez en cuando y llevó una vida de una virtud intachable—, pero en todos los años que abarcan sus diarios no existen pistas de que en algún momento reflexionara sobre la redacción de un sermón o sintiese una vinculación especial con sus parroquianos que no fuera más allá del regocijo de sumarse a ellos para cenar si surgía una invitación. Si no es un representante de lo típico en esa época, a buen seguro es un ejemplo de lo que era posible.

Y en cuanto a cómo encajaba el señor Marsham en todo esto, es imposible saberlo. Si su objetivo en la vida era dejar la mínima huella posible en la historia, lo consiguió con creces. En 1851, tenía veintinueve años de edad y estaba soltero, un estado que conservó toda su vida. Su ama de llaves, una mujer con un nombre interesante por atípico, Elizabeth Worm, estuvo a su servicio durante unos cincuenta años, hasta su fallecimiento en 1899. Por lo que se ve, debió de encontrar la compañía del señor Marsham lo bastante agradable, pero si alguien más fue de la misma opinión, o no, es imposible saberlo.

Existe, sin embargo, una pequeña y prometedora pista. El último domingo de marzo de 1851, la Iglesia anglicana llevó a cabo un sondeo a nivel nacional para averiguar cuánta gente había asistido a la iglesia aquel día. Los resultados fueron una sorpresa. Más de la mitad de la población de Inglaterra y Gales no había acudido a la iglesia, y solo el 20 % había asistido a un servicio anglicano. Por ingeniosos que fueran sus integrantes creando teoremas matemáticos o compilando diccionarios de islandés, el clero había dejado de tener para las comunidades la importancia de la que había gozado antaño. Por suerte, no había indicios de esto en la parroquia del señor Marsham. Los datos del censo muestran que aquel domingo asistieron a su servicio matutino 79 parroquianos y 86 lo hicieron por la tarde. Eso equivalía a casi el 70 % de los parroquianos de su beneficio, un resultado muy superior a la media nacional. Suponiendo que estos fueran sus resultados típicos, nuestro señor Marsham debió de ser un hombre bien considerado.

III

En el mismo mes en que la Iglesia anglicana llevaba a cabo el sondeo para averiguar el volumen de asistencia a sus servicios, Gran Bretaña realizó también el censo nacional que ponía en marcha cada diez años y que situó la población del país en la precisa cifra de 20.959.477 habitantes. Esto representa solo el 1,6 % del total mundial, pero puede afirmarse con toda seguridad que no existía otra fracción tan pequeña más rica y productiva. Este 1,6 % de población con nacionalidad británica producía la mitad del carbón y el hierro del mundo, controlaba casi dos terceras partes de su comercio marítimo y una tercera parte del comercio en general. Prácticamente todo el algodón tejido en el mundo se fabricaba en hilanderías británicas con máquinas inventadas y construidas en Gran Bretaña. Los bancos de Londres tenían más dinero depositado que el que pudiera tener la suma de los demás centros financieros mundiales. Londres era el corazón de un imperio enorme y en crecimiento que en su momento álgido abarcaría casi treinta millones de kilómetros cuadrados y convertiría el «Dios salve a la reina» en el anatema nacional de una cuarta parte de la población mundial. Gran Bretaña lideraba el mundo en prácticamente cualquier categoría mensurable. Era el país más rico, más innovador y más competente del mundo, donde incluso los jardineros alcanzaban la grandeza.

De pronto, por primera vez en la historia, en la vida de la mayoría de la gente había mucho de todo. Karl Marx, mientras vivía en Londres, destacó maravillado, y también con una pizca de impotente admiración, que en Gran Bretaña era posible comprar quinientos tipos diferentes de martillo. Había actividad por todos lados. Los londinenses modernos viven en una gran ciudad victoriana; los victorianos sobrevivían en ella, por decirlo de algún modo. El alcance de las interferencias —las zanjas, los túneles, las fangosas excavaciones, las aglomeraciones de carruajes y otros vehículos, el humo, el barullo, la confusión— generadas por el esfuerzo de proveer a la ciudad de trenes, puentes, cloacas, estaciones de servicio, centrales eléctricas, líneas de metro y todo lo demás, implicaba que el Londres victoriano no solo era la ciudad más grande de la tierra, sino también el lugar más ruidoso, fétido, embarrado, concurrido, asfixiante y lleno de agujeros que el mundo había visto en toda su existencia.

El censo de 1851 demostraba también que en aquel momento vivía en Gran Bretaña más gente en las ciudades que en el campo —la primera vez que esto sucedía en el mundo— y la consecuencia más visible de este fenómeno eran multitudes a una escala que nunca antes se había experimentado. La gente trabajaba en masa, se desplazaba en masa, se escolarizaba, encarcelaba y hospitalizaba en masa. Cuando iba a divertirse, lo hacía en masa, y no había lugar al que acudiera con mayor entusiasmo y arrobamiento que al Palacio de Cristal.

Si el edificio en sí era un prodigio, las maravillas que albergaba en su interior no lo eran menos. Se exhibían cerca de cien mil objetos, repartidos entre catorce mil expositores. Entre las novedades estaba un cuchillo con 1.851 hojas, mobiliario tallado a partir de bloques de carbón del tamaño de muebles (sin otro objetivo que demostrar que podía hacerse), un piano a cuatro bandas para cuartetos caseros, una cama que se transformaba en una balsa salvavidas y otra que automáticamente lanzaba a su sorprendido ocupante a una bañera recién preparada, artilugios voladores de todo tipo (ninguno de ellos funcional, sin embargo), instrumentos para realizar sangrías, el espejo más grande del mundo, una montaña enorme de guano de Perú, los famosos diamantes Hope y Koh-i-Noor
[4]
, una maqueta de un puente colgante destinado a unir Gran Bretaña con Francia e interminables muestras de maquinaria, telas y objetos de todo tipo procedentes de cualquier rincón del mundo.
The Times
calculó que ver la exposición entera requería unas doscientas horas.

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