Read En casa. Una breve historia de la vida privada Online
Authors: Bill Bryson
Tags: #Ensayo, Historia
Después de la retirada de los romanos, algunos celtas huyeron a Francia y fundaron Bretaña. Los hubo, sin duda, que se resistieron y fueron masacrados o acabaron como esclavos. Pero en su mayoría se limitaron a aceptar la invasión como un hecho infeliz y adaptaron su vida en consecuencia. «No tuvo por qué significar una gran masacre o un derramamiento de sangre —me explicó en una ocasión mi amigo Brian Ayers, el antiguo arqueólogo del condado de Norfolk, mientras contemplábamos la campiña que se extiende en las proximidades de mi casa—. Seguramente llegará un día en que mirarás este campo y descubrirás una veintena de personas acampadas allá abajo, y poco a poco caerás en la cuenta de que no piensan marcharse, de que te están usurpando la tierra. Sin duda hubo algún que otro enfrentamiento sangriento, pero en general creo que fue más bien una cuestión de adaptación de la gente que vivía aquí a unas circunstancias que cambiaron dramáticamente.»
Existen varios relatos de batallas —se dice que una que tuvo lugar en Crecgan Ford (un punto de localización incierta) acabó con un balance de cuatro mil británicos muertos— y, por supuesto, la leyenda nos ha dejado narraciones de la valiente resistencia del rey Arturo y sus hombres, pero lo que hay no es más que leyenda. Nada en los restos arqueológicos indica una masacre generalizada ni que la población huyera despavorida. Los invasores no solo no eran poderosos guerreros, sino que tampoco eran muy buenos cazadores, por lo que se sabe. Los restos arqueológicos muestran que desde el momento de su llegada vivieron de animales domésticos y prácticamente no cazaron. La agricultura siguió también su curso sin interrupciones. Por lo que muestran las evidencias, la transición fue tan fluida como un cambio de turno en una fábrica. Seguramente no fue el caso, pero lo más probable es que nunca sepamos lo que sucedió en realidad. Se ha convertido en una época sin historia. Britania dejó de ser el fin del mundo conocido para convertirse en un lugar más allá de ese fin.
Incluso lo que sabemos, a partir de la arqueología, es a menudo difícil de comprender. Para empezar, los recién llegados se negaron a vivir en casas romanas, aun cuando estas estaban bien construidas, eran superiores a cualquier cosa que pudieran tener en su lugar de origen y estaban a su disposición. Edificaron, en cambio, estructuras mucho más básicas, a veces incluso justo al lado de las villas romanas abandonadas. Tampoco aprovecharon las ciudades romanas. Durante trescientos años, Londres permaneció prácticamente vacío.
En el continente, los pueblos germánicos vivían normalmente en lo que se conoce como «casas alargadas» —la «clásica» morada de campesinos en la que las personas viven en un extremo y el ganado en el otro—, pero los recién llegados abandonaron también su uso durante los seiscientos años siguientes. Nadie sabe por qué. En su lugar, salpicaron el paisaje con unas estructuras pequeñas y extrañas que reciben el nombre de
grubenhäuser
—«casas hoyo»—, aunque hay razones sólidas para dudar de que en realidad fueran casas. Una
grubenhaus
consistía simplemente en un hoyo, de medio metro aproximado de hondo, sobre el cual se erigía un pequeño edificio. Durante los dos primeros siglos de ocupación anglosajona, fueron las estructuras nuevas más numerosas e importantes del país. Muchos arqueólogos piensan que el hoyo se cubría con un suelo de madera, convirtiéndolo de este modo en un sótano poco profundo, aunque resulta difícil adivinar con qué fin. Las dos teorías más comunes son que los hoyos estaban destinados al almacenamiento, pensando que el aire fresco del subsuelo conservaría mejor los productos perecederos, o que fueron diseñados para mejorar la circulación del aire e impedir que los tablones de madera se pudrieran. Pero el esfuerzo de excavar agujeros —algunos estaban cavados directamente en la piedra— parece desproporcionado en relación con los posibles beneficios que pudiera aportar el flujo de aire, y se cree además que es muy improbable que una circulación del aire mejor produjera cualquiera de esos resultados teóricos.
La primera
grubenhaus
no fue descubierta hasta 1921 —una fecha notablemente tardía teniendo en cuenta lo numerosas que sabemos ahora que son estas estructuras—, en el transcurso de una excavación en Sutton Courtenay (ahora en Oxfordshire, por aquel entonces en Berkshire). El descubridor fue Edward Thurlow Leeds, del Ashmolean Museum de Oxford, y la verdad es que no le gustó en absoluto lo que vio. La gente que vivía en esas casas había llevado una «existencia semitroglodita» tan sórdida que «inspira incredulidad en las mentes modernas», masculló el profesor Leeds en una monografía fechada en 1936. Los ocupantes, continuaba, vivían «entre asquerosos desperdicios en forma de huesos rotos, comida y loza hecha añicos […] en condiciones casi tan primitivas como uno pueda imaginarse. No daban importancia alguna a la limpieza y se contentaban con arrojar los restos de comida en un rincón de la cabaña y dejarlos allí». Para Leeds, las
grubenhäuser
eran casi una traición a la civilización.
Este punto de vista prevaleció durante casi treinta años, pero poco a poco las autoridades empezaron a cuestionarse si realmente había vivido gente en aquellas pequeñas estructuras tan curiosas. Para empezar eran sumamente diminutas —las medidas habituales eran dos metros de ancho por tres de largo—, lo que las convertía en casas muy justas incluso para los campesinos más humildes, sobre todo teniendo en cuenta que en su interior tenían que hacer fuego. Una
grubenhaus
tenía un área útil de dos metros setenta centímetros, de los cuales prácticamente dos quedarían ocupados por un hogar, lo que no dejaba el más mínimo espacio para nadie. Por lo tanto es posible que no fueran habitáculos, sino talleres o cobertizos para almacenamiento, aunque el porqué de su aspecto subterráneo tal vez quede sumido para siempre en el misterio.
Por suerte, los recién llegados —los ingleses, como podemos perfectamente llamarlos a partir de ahora— trajeron consigo un segundo tipo de edificio, mucho menos numeroso pero mucho más importante. Eran edificios mayores que las
grubenhäuser
, aunque poco más puede decirse de ellos. Eran simplemente espacios grandes, parecidos a graneros, con un hogar abierto en el centro. La palabra empleada para denominar a este tipo de estructura ya era vieja en el año 410, y se ha convertido en una de las primeras palabras conocidas del idioma inglés. Las llamaban
halls
[8]
.
Toda la vida, de día y de noche, tenía lugar prácticamente en esta estancia casi desnuda y siempre llena de humo. Criados y familia comían, se vestían y dormían juntos, «una costumbre que no inducía ni a comodidades ni a la observancia del decoro», según destacó en 1909 J. Alfred Gotch, también con una clara ausencia de comodidad, en su clásico
The Growth of the English House
. A lo largo de todo el periodo medieval, hasta bien entrado el siglo
XV
, el hall
era
efectivamente la casa, hasta el punto de que acabó convirtiéndose en algo habitual darle ese nombre a la totalidad de la vivienda, como sucede en Hardwick Hall o Toad Hall.
Todos los miembros de la casa, incluyendo criados, sirvientes, viudas y cualquiera que tuviera un vínculo continuado, eran considerados familia: eran literalmente «familiares», utilizando la palabra en su sentido original. En el lugar más dominante del hall (y normalmente con menos corrientes de aire) se levantaba una plataforma o tarima donde comían el propietario y su familia, una práctica que recuerda a las mesas elevadas que se encuentran todavía hoy en día en colegios e internados que tienen (o simplemente pretenden proyectar) un sentido de larga tradición. El jefe de la casa era el
husband
, un término compuesto que literalmente significa «dueño de la casa» o «propietario de la casa». Su papel como jefe y proveedor era tan primordial que de ese término deriva también la palabra
husbandry
, que hace referencia a la gestión y administración de las tierras. Solo mucho más tarde la palabra
husband
acabó denotando en inglés al esposo o cónyuge por matrimonio.
Incluso las casas más espléndidas tenían solo tres o cuatro espacios en su interior: el hall propiamente dicho, una cocina y quizás una o dos estancias secundarias, conocidas como cenadores, salones o alcobas, donde el jefe de la casa podía retirarse para sus asuntos privados. Hacia el siglo
IX
o
X
, solía haber también una capilla, aunque se utilizaba más para asuntos de negocios que como lugar de culto. A veces, estas estancias privadas se construían en dos plantas, accediéndose a la superior —denominada
solar
— con la ayuda de una escalera de mano o una escalera muy básica. «Solar» suena a sol y luz, pero de hecho el nombre era una mera adaptación de
solive
, que en francés significa «vigueta». Los solares eran simplemente habitaciones montadas sobre viguetas, y durante mucho tiempo fueron la única habitación en planta superior que pudieron permitirse la mayoría de las casas. Con frecuencia eran poco más que almacenes. Tan poca importancia le daba la gente a las habitaciones en el sentido moderno de la palabra «habitación», entendiéndola como un espacio cerrado o aislado, que no aparece en el idioma inglés hasta la época de los Tudor.
La sociedad estaba integrada principalmente por hombres libres, siervos y esclavos. Cuando un siervo moría, su señor tenía derecho a hacerse con alguna de sus pequeñas posesiones personales, como por ejemplo alguna prenda, a modo de impuesto de sucesión. Era frecuente que los campesinos tuvieran una única indumentaria, un vestido largo suelto conocido como
cotta
(que acabó evolucionando hacia el término
coat
, que en inglés moderno significa «abrigo»). El hecho de que esto fuera lo mejor que un campesino podía ofrecer, y de que el señor de la casa lo quisiera, nos cuenta todo lo que necesitamos saber sobre la calidad de la vida medieval a muchos niveles. La servidumbre de la gleba era una forma de vínculo permanente con un señor, que a menudo se ofrecía casi como un juramento religioso, un acto que debió de consternar a más de un descendiente, pues la servidumbre, una vez jurada, se extendía en perpetuidad a todos ellos. La consecuencia principal de la servidumbre era la anulación de la libertad de movimientos del siervo y la imposibilidad de contraer matrimonio fuera de la finca de su señor. Pero, pese a todo, los siervos podían llegar a prosperar. Hacia finales del periodo medieval, uno de cada veinte siervos era propietario de veinte hectáreas o más de tierra, una posesión importante para la época. En cambio, los hombres libres, conocidos como
ceorls
, tenían libertad en principio, pero con frecuencia eran demasiado pobres como para poder disfrutar de ella.
Los esclavos, muchas veces rivales capturados en tiempo de guerra, fueron numerosos entre los siglos
IX
y
XI
—en una finca mencionada en el
Domesday Book (Libro del Juicio Final)
había más de setenta—, aunque no vivían bajo el trato de sumisión deshumanizada que encontramos en tiempos más modernos, como en el sur de Estados Unidos, por ejemplo. A pesar de que los esclavos eran una propiedad y, como tal, podían venderse —y por bastante dinero: un esclavo varón sano podía costar el equivalente a ocho bueyes—, los esclavos podían tener propiedades, casarse y moverse libremente en su comunidad. La palabra que en inglés antiguo significaba esclavo era
thrall
, y en el inglés moderno la expresión
enthralled
significa «estar esclavizado por una emoción».
Las fincas medievales solían estar muy fragmentadas. Un
thegn
[9]
inglés del siglo
XI
llamado Wulfric tenía setenta y dos propiedades repartidas por toda Inglaterra, e incluso las fincas más pequeñas acostumbraban a estar muy dispersas. En consecuencia, los grupos familiares medievales estaban en constante movimiento. Y solían ser también muy grandes. Las casas reales tenían fácilmente quinientos sirvientes y criados, y los pares del reino y los prelados importantes nunca tenían menos de cien. Con cifras tan considerables, era tan fácil llevar el grupo familiar hasta la comida como llevar la comida hasta el grupo familiar, por lo que el movimiento era más o menos constante y todo estaba diseñado para ser movible (razón por la cual, y no por casualidad,
meubles
y
mobili
, significan «mueble» en francés e italiano, respectivamente). Los muebles eran frugales, transportables y marcadamente prácticos, «tratados más como equipamiento que como posesiones personales de valor», en palabras de Witold Rybczynski.
La necesidad de transporte explica también por qué muchos baúles y arcones antiguos tenían tapas en forma de cúpula: para que el agua resbalase durante los viajes. La gran desventaja de los arcones, claro está, es que para sacar cualquier cosa del fondo hay que retirar primero todo lo que hay encima. Pasó muchísimo tiempo —hasta el siglo
XVII
— antes de que a alguien se le ocurriera la idea de incorporar cajones y convertir de este modo los arcones en cajoneras.
Incluso en las mejores casas, los suelos eran normalmente de tierra cubierta con cañas, encubriendo «escupitajos, vómitos y orina de perros y hombres, cerveza derramada y restos de pescado y otra porquería indecible», tal y como sucintamente resumió el teólogo y viajero holandés Desiderius Erasmus (Erasmo de Rotterdam) en 1524. Un par de veces al año se depositaban nuevas capas de cañas, pero los viejos excrementos no se retiraban, por lo que, añadía Erasmus con abatimiento, «el sustrato podía permanecer imperturbable durante veinte años». Efectivamente, los suelos eran un nidal enorme, favorecido por insectos y roedores furtivos, la incubadora perfecta de la peste. Pero aun así, tener un suelo mullido era en general signo de prestigio. Entre los franceses era común decir que los ricos estaban «de paja hasta la cintura».
Los suelos de tierra siguieron siendo la norma en la Gran Bretaña y la Irlanda rurales hasta el siglo
XX
. «El
ground floor
era un nombre de lo más acertado»
[10]
, tal y como comenta el historiador James Ayres. Incluso después de que los suelos de madera o de baldosas empezaran a ser habituales en las casas de más calidad, hacia la época de William Shakespeare, las alfombras resultaban demasiado valiosas para pisarlas. Por eso las colgaban en las paredes o las disponían sobre las mesas. A menudo, sin embargo, se conservaban en el interior de baúles y se sacaban con el único fin de impresionar a los visitantes más especiales.