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Authors: Bill Bryson

Tags: #Ensayo, Historia

En casa. Una breve historia de la vida privada (49 page)

BOOK: En casa. Una breve historia de la vida privada
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Lawes estaba loablemente obsesionado por los abonos y los estiércoles. Nadie ha mostrado jamás un interés más profundo que él por el tema… y ha metido más las manos en ello, en el sentido más literal. No existía ni un solo aspecto de los poderes de los fertilizantes que no provocara su fascinación. Alimentaba a sus animales siguiendo distintas dietas y luego estudiaba sus excrementos para ver cómo afectaban a los cultivos. Regaba las plantas con cualquier combinación posible de productos químicos que se le pasara por la cabeza y gracias a ello descubrió que los fosfatos minerales tratados con ácido hacían que la harina de hueso fuera efectiva en todo tipo de suelos, aunque no consiguió comprender por qué. (La respuesta llegó mucho más tarde en otra parte y quedó explicada por el hecho de que el agente activo fertilizante de los huesos de animales, el fosfato cálcico, se mostraba inerte en suelos alcalinos y necesitaba ácido para su activación.) Pero Lawes creó el primer abono químico, al que denominó superfosfato de cal. El mundo acababa de conseguir el abono que con tanta desesperación necesitaba. Tan consagrado estaba Lawes a su negocio, que en su luna de miel realizó un recorrido con su flamante esposa siguiendo el curso industrial del Támesis y sus afluentes en busca de la localización adecuada para su nueva fábrica. Murió en 1900, tremendamente rico.

Todos estos avances —el auge de la afición por la jardinería, el crecimiento de los suburbios, el desarrollo de abonos potentes— dieron como resultado un trascendental descubrimiento final que transformó el aspecto del mundo pero que pasa prácticamente desapercibido: el auge del césped casero.

Antes del siglo
XIX
, el césped estaba reservado casi exclusivamente a los propietarios de mansiones señoriales y a las instituciones con grandes jardines debido al elevado coste que suponía mantenerlo. Los que deseaban el verdor de un césped, tenían solo dos alternativas. La primera era tener un rebaño de ovejas. Esa fue la opción elegida para el Central Park de Nueva York, que hasta finales del siglo
XIX
albergó un rebaño de doscientas ovejas controlado por un pastor que vivía en el edificio que hoy en día es el Tavern-on-the-Green. La otra opción era emplear a un equipo de trabajadores que pasara la totalidad de la temporada de crecimiento segando con guadaña, recogiendo y despachando la hierba en carretillas. Ambas alternativas resultaban caras y ninguna de las dos tenía un resultado final brillante. Incluso el césped segado con el máximo cuidado con la guadaña sería, según los estándares actuales, basto y aterronado, mientras que un césped cortado por las ovejas tendría un aspecto peor si cabe. Resulta imposible adivinar por cuál de estas dos opciones se inclinó el señor Marsham, pero teniendo en cuenta que tenía un jardinero a su servicio, es probable que el césped se segara con la guadaña. En cualquier caso, es casi seguro que su aspecto sería horroroso.

Existe una muy ligera posibilidad de que el señor Marsham utilizara una apasionante aunque inquietante nueva invención: el cortacésped. El cortacésped fue el invento de un tal Edwin Beard Budding, capataz de una fábrica textil de Stroud, Gloucestershire, a quien en 1830, mientras observaba una máquina que se utilizaba para recortar tejido, se le ocurrió la idea de voltear el mecanismo de corte, incorporarlo a un artilugio de menor tamaño con ruedas y mango y utilizarlo para cortar la hierba. Teniendo en cuenta que a nadie se le había ocurrido antes la posibilidad de segar la hierba, era un concepto novedoso. Y más remarcable es incluso el hecho de que la máquina de Budding, tal y como acabó patentándose, anticipara hasta un nivel asombroso el aspecto y la operativa del cortacésped cilíndrico moderno.

Se diferenciaba tan solo en dos aspectos críticos. El primero es que era inmensamente pesado y difícil de maniobrar. James Ferrabee & Co., el fabricante de la máquina de Budding, prometía en un prospecto que los propietarios de su nueva máquina —y resulta interesante que no se dirigiera a jardineros ni a trabajadores de las fincas, sino a los propietarios en sí— descubrirían que fomentaba «un ejercicio divertido, útil y sano», e incluía ilustraciones en las que se veía a felices compradores caminando con la máquina sobre una superficie lisa como si estuvieran empujando un cochecito de bebé. En realidad, la máquina de Budding resultaba agotadora. Quien la hiciese funcionar no solo tenía que sujetarla y mantenerla agarrada con fuerza, sino que además tenía que inclinarse todo lo posible sobre la máquina para ayudarla a moverse. Manipularla para colocarla de nuevo en posición al terminar una hilera de segado era prácticamente imposible sin la ayuda de otra persona.

El otro problema diferenciador de la máquina de Budding es que no cortaba muy bien. Al ser tan pesada y poseer un equilibrio tan complicado, las hojas daban vueltas descontroladamente por encima de la hierba sin hacer nada o arrancaban el césped con voracidad. Solo de forma intermitente dejaban a su paso un césped bien cortado. La máquina resultaba muy cara, además. Como consecuencia de todo esto, no se vendió en cantidades importantes y Budding y Ferrabee acabaron partiendo peras.

Pero hubo más fabricantes que asimilaron el concepto de Budding y, poco a poco, aunque siempre tenazmente, acabaron mejorándolo. El principal problema era el peso. El hierro colado es tremendamente pesado. Para superar esta desventaja, los primeros cortacéspedes mecánicos se diseñaron para ser tirados por caballos. Un fabricante emprendedor, la Leyland Steam Power Company, adoptó la idea sugerida por Jane Loudon en 1827 y construyó un cortacésped a vapor, pero era tan aparatoso y gigantesco —pesaba más de tonelada y media— que resultaba incontrolable e implicaba el peligro constante de acabar destrozando vallas y setos
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. Finalmente, la introducción de simples cadenas motrices (una idea que se tomó prestada de otra nueva maravilla de la época, la bicicleta) y de los novedosos aceros ligeros de Henry Bessemer hizo del pequeño cortacésped de propulsión posterior una propuesta práctica que era justo lo que el minúsculo jardín suburbano necesitaba. Durante el último cuarto del siglo
XIX
, el cortacésped se estableció cómodamente como un elemento más de la jardinería. Incluso en las propiedades más modestas, un césped bien cortado se convirtió en la solución ideal. Entre otras cosas, era una manera de anunciar al mundo que el propietario de la casa era lo bastante próspero como para no necesitar el espacio dedicado al jardín para cultivar verduras con las que llenar su mesa.

Aparte de tener la idea inicial, Budding no tuvo nunca nada más que ver con cortacéspedes, pero fue el creador de otro invento que aportó duraderos beneficios a la humanidad: la llave inglesa. Pero fue su cortacésped lo que cambió para siempre el mundo que se extiende bajo nuestros pies.

Para mucha gente, la jardinería consiste hoy en día en césped y poca cosa más. En Estados Unidos, el césped cubre más superficie —130.000 kilómetros cuadrados— que cualquier cultivo a nivel individual. La hierba de los céspedes domésticos quiere hacer lo que las hierbas salvajes hacen en la naturaleza, a saber, crecer hasta una altura de más o menos medio metro, florecer, volverse marrón y morir. Mantenerla corta, verde y creciendo continuamente significa manipularla de un modo bastante brutal y verterle muchas cosas encima. En el oeste de Estados Unidos, cerca del 60 % de toda el agua que sale de los grifos se destina a regar céspedes. Peor aún es la cantidad de herbicidas y pesticidas —32.000 toneladas anuales— con la que se impregnan los céspedes. Resulta tremendamente irónico que mantener un césped precioso sea precisamente la cosa menos verde que hagamos muchos.

Y con este tono en cierto sentido deprimente, volvamos a la casa y a la última estancia que visitaremos antes de subir a la planta superior.

XIII
 
EL SALÓN CIRUELA
I

Lo llamamos el salón ciruela por la sencilla razón de que las paredes estaban pintadas de ese color cuando llegamos y, por casualidad, se quedó con ese nombre. Es imposible saber cómo llamaría el reverendo Marsham a esta habitación. En los planos originales aparece como «la sala de estar», pero esta estancia clave se trasladó posteriormente a la habitación contigua cuando se produjo la remodelación que privó a los criados de la propuesta «despensa del lacayo» con el fin de ofrecerle al señor Marsham un comedor más espacioso. Fuera como fuese que se llamara, esta habitación estaba claramente destinada a ser algún tipo de salón, seguramente para recibir a los invitados más privilegiados. El señor Marsham tal vez la denominara la biblioteca, pues tiene toda una pared cubierta hasta el techo con una librería empotrada lo bastante grande como para albergar unos seiscientos libros, una cifra respetable para un hombre de su profesión en aquellos tiempos. En 1851, los libros de lectura eran asequibles, pero los libros para impresionar seguían siendo caros, de modo que si las estanterías del señor Marsham contenían una colección de ejemplares con cubiertas de piel de becerro, es muy posible que fuera una muestra lo bastante importante como para darle nombre a esa habitación.

El señor Marsham prodigó muchos cuidados a esta habitación. Las molduras del techo, la chimenea enmarcada en madera y las estanterías son de un estilo clásico moderadamente exuberante que sugiere una selección cara y reflexionada. Los muestrarios del siglo
XIX
ofrecían a los propietarios un abanico casi infinito de motivos de bellas proporciones y esotéricos nombres —óvolos, arcos conopiales, estrías, ganchillos, molduras escocesas, cavetos, dentículos, espirales, incluso un «cimacio lésbico» y doscientas formas más, como mínimo— con los que individualizar superficies de madera o escayola, y el señor Marsham eligió a manos llenas, decantándose por molduras en forma de burbujas para envolver el marco de la puerta, columnas aflautadas en las ventanas, guirnaldas con cintas y lazos ondeando por encima de la repisa de la chimenea y una majestuosa exhibición de semiesferas repetitivas, en un estilo conocido como ovas y dardos, ribeteando el techo.

Este entusiasmo decorativo ya no estaba en realidad de moda en aquella época y clasifica de algún modo al señor Marsham como un pueblerino, pero debemos estarle agradecidos, pues los estilos clásicos que seleccionó nos llevan directamente a la arquitectura más influyente de la historia —por mucho que fuera un pueblerino— y hacia dos de las casas más interesantes que jamás se hayan construido, ambas en América, ambas obra de los pueblerinos de allí. Este será, por lo tanto, un capítulo sobre el estilo arquitectónico en el entorno doméstico y sobre algunos pueblerinos que cambiaron el mundo. Habla de pasada de los libros, además, y no de forma inapropiada, confío, ya que se trata de un capítulo originado en una habitación que tal vez fuera, o tal vez no, una biblioteca.

Para conocer la historia de cómo las características estilísticas del salón ciruela, y muchas cosas más construidas en el mundo a partir de aquel momento, adquirieron el aspecto que hoy en día tienen, nos toca marcharnos de Norfolk, en Inglaterra, y viajar hasta las soleadas llanuras del norte de Italia y la agradable y antigua ciudad de Vicenza, a medio camino entre Verona y Venecia, en la región conocida como el Véneto. A primera vista, Vicenza se parece mucho a cualquier otra ciudad del norte de Italia de su tamaño, pero casi todos los visitantes se sienten enseguida superados por una extraña sensación de familiaridad. Una y otra vez, vas doblando esquinas y te encuentras frente a edificios que tienes la impresión, de un modo casi misterioso, de haber visto ya antes.

Y en cierto sentido los has visto ya. Porque esos edificios fueron la plantilla de la que derivan muchos edificios importantes del mundo occidental: el Louvre, la Casa Blanca, Buckingham Palace, la New York Public Library, la National Gallery of Art de Washington e incontables cantidades de bancos, comisarías de policía, juzgados, iglesias, museos, hospitales, escuelas, mansiones y casas modestas. El Palazzo Barbarano y la Villa Piovene comparten ADN arquitectónico con la Bolsa de Nueva York, el Banco de Inglaterra y el Reichstag de Berlín, entre muchos otros. La Villa Capra, situada en una colina en las afueras de la ciudad, recuerda a un centenar de estructuras con cúpula, desde el Templo de los Cuatro Vientos de Vanbrugh en Castle Howard, hasta el Jefferson Memorial en Washington, D. C. La Villa Chiericati, con su llamativo pórtico con frontón triangular soportado por cuatro severas columnas, no es solo
parecido
a la Casa Blanca, sino que
es
la Casa Blanca, pero extrañamente transferida a lo que sigue siendo una granja en funcionamiento en los confines orientales de la ciudad.

La persona responsable de toda esta presciencia arquitectónica fue un mampostero llamado Andrea di Pietro della Gondola, que en 1524, con menos de dieciséis años de edad, llegó a Vicenza procedente de su nativa Padua. Allí trabó amistad con un influyente aristócrata, Giangiorgio Trissino. De no haber sido por esta afortunada relación, lo más probable es que el joven hubiera pasado su vida en una polvorienta cantera de piedra, su genio hubiera quedado sin explorar y el mundo sería hoy un lugar de aspecto muy distinto. Por suerte para la posteridad, Trissino percibió en el chico un talento que merecía la pena cultivar. Lo acogió en su casa, le hizo aprender matemáticas y geometría, se lo llevó a Roma a ver los grandes edificios de la Antigüedad y le ofreció todas las ventajas que le permitirían convertirse en el arquitecto más importante, más seguro de sí mismo y más inesperadamente influyente de su época. Y durante ese proceso, le otorgó además el nombre por el que todos lo conocemos ahora: Palladio, en honor a Palas Atenea, la diosa de la sabiduría en la antigua Grecia. (Su relación, me siento curiosamente obligado a dejarlo claro, parece que fue enteramente platónica. Trissino fue un conocido mujeriego y su joven mampostero estaba felizmente casado y acabó convirtiéndose en padre de cinco hijos. Lo que sucedió simplemente fue que a Trissino le caía muy bien Palladio. Y por lo que se ve es lo que le sucedía a todo el mundo.)

Y así fue como, bajo la tutela de aquel hombre, Palladio se convirtió en arquitecto, un paso excepcional para alguien de su origen, pues los arquitectos de la época solían iniciar su carrera como artistas, no como artesanos. Palladio no pintaba, ni esculpía, ni dibujaba; solo diseñó edificios. Pero su formación práctica como mampostero le aportó una ventaja inigualable: le permitió una comprensión íntima de las estructuras y le facilitó, según una frase de Witold Rybczynski, comprender el
cómo
de un edificio tanto como el
qué
.

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