Read En casa. Una breve historia de la vida privada Online
Authors: Bill Bryson
Tags: #Ensayo, Historia
Como arquitecto, Jefferson era quisquilloso hasta el punto de la rareza. Algunos de sus planos especificaban medidas de hasta siete puntos decimales. Self me mostró un lugar donde aparecían unas extrañamente precisas 1,8991666 pulgadas. «Nadie, ni siquiera ahora, podría medir una cosa con ese grado de precisión —me dijo—. Estamos hablando de millonésimas de pulgada. Sospecho que sería algún tipo de ejercicio intelectual. No puede ser otra cosa.»
La característica más extraña de la casa son sus dos escaleras. Jefferson consideraba las escaleras un desperdicio de espacio, de modo que las construyó con una anchura de solo sesenta centímetros y muy empinadas; «parece un poco una escalera de mano», comentó incluso un visitante. Las escaleras son tan estrechas y curvadas que prácticamente todo lo que había que subir por ellas, excepto las piezas más pequeñas del equipaje de las visitas, tenía que subirse con la ayuda de una manivela y entrarlo por las ventanas. Las escaleras estaban enterradas hasta tal punto en las entrañas de la casa que no les llegaba luz natural, por lo que resultaban prohibitivamente oscuras, además de empinadas. Moverse por ellas, sobre todo en sentido descendente, resulta una experiencia inquietante incluso ahora. Debido al peligro que conlleva, actualmente no se permite a los visitantes subir a la primera o a la segunda planta, por lo que gran parte de Monticello queda, por infeliz necesidad, acotada. (El espacio superior está básicamente destinado a oficinas.) Y es por esta razón que los visitantes no pueden disfrutar de la estancia más agradable de la casa: la habitación del cielo, como la denominó Jefferson, que ocupa el espacio que se abre debajo de la cúpula. Con sus paredes amarillas y su suelo verde, sus frescas brisas y sus suntuosas vistas, constituiría un despacho, un estudio o un lugar de descanso perfecto. Pero siempre ha sido difícil acceder a él, y en tiempos de Jefferson resultaba inutilizable una tercera parte del año, pues no había manera efectiva de calentarlo. Como consecuencia de ello, acabó convirtiéndose en una especie de desván donde guardar trastos.
En otros aspectos, la casa era una maravilla. La cúpula, la característica definitoria de Monticello, tuvo que construirse de una manera extraña para que encajara sobre las paredes maestras de la parte posterior. «Y aunque parece completamente regular — me explicó Self—, no lo es. La estructura es un enorme ejercicio de cálculo. Las nervaduras que la soportan tienen distintas longitudes, pero tenían que abarcar el mismo radio, por lo que su diseño es un entresijo de senos y cosenos. Poca gente habría conseguido esa cúpula de allá arriba.» Otras florituras estaban generaciones por delante de su tiempo. Entre otras cosas, Jefferson instaló en la casa trece claraboyas, lo que la convierte en excepcionalmente luminosa y ventilada.
En la terraza, Self me mostró un precioso reloj de sol esférico que hay en el jardín y que Jefferson fabricó personalmente. «No se trata solo de una pieza de artesanía excepcional —dijo—, sino que hay que tener en cuenta que nunca se hubiera podido realizar sin conocimientos de astronomía. Es sorprendente que tuviera el tiempo y la capacidad para ubicar todo esto en su cerebro.»
Monticello se hizo famoso por sus novedades: un montaplatos construido en el interior de una chimenea, retretes interiores, un aparato llamado polígrafo que con la ayuda de dos plumas realizaba una copia de cualquier carta que en él se escribiera. Hubo un detalle, un par de puertas que se abrían ambas a la vez cuando se empujaba solo una de ellas —cualquiera de las dos—, que tuvo encantados y perplejos a los expertos durante un siglo y medio. No fue hasta que los mecanismos del invento quedaron expuestos durante la remodelación que tuvo lugar en la década de 1950, cuando se descubrió que las puertas estaban invisiblemente unidas mediante un mecanismo consistente en una biela y unas poleas instalado todo ello bajo el suelo, una solución bastante sencilla pero asombrosa, porque suponía un coste elevado y mucho trabajo para el poco esfuerzo que ahorraba.
Jefferson era una persona con una energía sorprendente. Se jactaba de que, en cincuenta años, el sol jamás lo había sorprendido durmiendo en la cama y de que apenas desperdició un instante en sus ochenta y tres años. Tenía obsesión por anotarlo todo. Tenía siempre entre manos siete cuadernos y en cada uno de ellos anotaba incluso los detalles más microscópicos de la vida diaria. Apuntaba el tiempo que hacía cada día, las costumbres migratorias de las aves, la fecha del florecimiento de cada especie de flor. No solo guardó copias de las dieciocho mil cartas que escribió, y guardó también las cinco mil que recibió, sino que las registró con diligencia en un «Registro Epistolario» que ya por sí solo ocupaba más de seiscientas cincuenta páginas. Anotaba hasta el último céntimo que ganaba y perdía. Dejó anotado cuántos guisantes eran necesarios para llenar un frasco de una pinta de capacidad. Tenía inventariados a nivel individual sus esclavos, explicando de un modo excepcionalmente detallado el tratamiento que recibían y lo que poseían.
Pero, curiosamente, no escribió un diario ni realizó un inventario de la construcción de Monticello. «Curiosamente, sabemos más acerca de la casa de Jefferson en París que sobre esta —me explicó Susan Stein, la conservadora de Monticello—. No sabemos qué tipo de tapices tenía en la mayoría de las estancias y no estamos del todo seguros sobre gran parte del mobiliario. Sabemos que la casa disponía de dos retretes interiores, pero no sabemos quién los disfrutaba ni qué utilizaban a modo de papel higiénico. Estas cosas no quedaron registradas.» Con Jefferson, pues, nos encontramos en la rara coyuntura de que lo sabemos todo sobre los doscientos cincuenta tipos de plantas comestibles que cultivaba (las organizaba según si lo que se consumía eran sus raíces, su fruta o sus hojas), pero sorprendentemente poco sobre muchos aspectos de su vida en la casa.
La casa siempre fue terriblemente indulgente consigo misma. Cuando en 1772 Jefferson llevó a Monticello a su joven esposa, Martha, la casa llevaba ya tres años en construcción y quedó enseguida patente que aquella casa era
de él
. Su despacho privado, por ejemplo, doblaba casi en tamaño al del comedor y la habitación de matrimonio. Todo en la casa estaba concebido para satisfacer las necesidades y los caprichos de Jefferson. Podía, por ejemplo, comprobar la dirección y la velocidad del viento desde cinco lugares distintos de la casa, algo que la señora Jefferson no ansiaba precisamente con desesperación.
Tras la prematura muerte de Martha, solo diez años después de su boda, la casa pasó a ser incluso más claramente suya. Jefferson no permitía a los invitados el acceso a las zonas privadas de la casa —que es lo mismo que decir a la mayoría de la casa—, a no ser que lo hiciesen escoltados. Los que deseaban hojear libros en la biblioteca tenían que esperar a que el señor Jefferson los acompañase personalmente allí.
De entre los diversos y desconcertantes deslices que encontramos en las notas de Jefferson, el más sorprendente es quizás que no tenía registrados sus libros y que, de hecho, no tenía ni idea de cuántos tenía. Jefferson amaba los libros y tuvo la gran suerte de formar parte de una generación para la que los libros empezaban a ser un objeto común. Hasta hacía muy poco, los libros eran excepcionales. Cuando el padre de Jefferson falleció en 1757, dejó una biblioteca de cuarenta y dos libros, un hecho espectacular. Una biblioteca de cuatrocientos libros —la cifra que John Harvard dejó al morir— estaba considerada algo tan colosal que el Harvard College recibe de él su nombre. En el transcurso de su vida, Harvard había adquirido libros a un ritmo de doce volúmenes anuales. Jefferson, en el transcurso de
su
vida, compró doce ejemplares
mensuales
, acumulando una media de mil por década.
Sin sus libros, Thomas Jefferson no podría haber sido Thomas Jefferson. Para alguien como él, que vivía en un lugar tan remoto, lejos de toda experiencia práctica, los libros constituían una guía vital sobre cómo vivir la vida, y ninguno le proporcionó mayor inspiración, satisfacción y enseñanzas útiles que
Los cuatro libros de la arquitectura
.
Debido a las dificultades económicas y a su eterno estado en obras, Monticello nunca logró tener su mejor aspecto, ni siquiera acercarse a ello. En 1802, cuando la señora Anna Maria Thornton fue a visitarlo, se quedó sorprendida al ver que aún tenía que entrar a través de temblorosas planchas de madera. En aquel momento, Jefferson llevaba ya treinta años trabajando en la casa. «A pesar de que estaba preparada para encontrarme una casa inacabada, no pude evitar sorprenderme ante […] aquella tenebrosidad general», contaba maravillada en su diario. Pero a Jefferson nunca le importunaron las molestias. «Estamos viviendo en un horno de ladrillos», le escribió alegremente en un momento dado a un amigo. Por otro lado, Jefferson tampoco fue nunca muy cuidadoso. Con el clima húmedo y bochornoso de Virginia, la madera necesita una nueva capa de pintura cada cinco años, como mínimo. Por lo que se sabe, Jefferson nunca repintó nada. Las termitas empezaron a devorar las vigas de la estructura casi en el mismo momento en que se montaron y la putrefacción seca causó estragos muy rápidamente.
Jefferson vivía en constantes dificultades económicas, aunque eran dificultades que él mismo se generaba. Gastaba a manos llenas. Cuando en 1790 regresó a Estados Unidos después de pasar cinco años en Francia, lo hizo con un impresionante cargamento de muebles y objetos para la casa —cinco cocinas, cincuenta y siete sillas, diversos espejos, sofás y candelabros, una urna para el café que él mismo había diseñado, relojes, ropa de cama, vajillas de todo tipo, 145 rollos de papel pintado, una reserva de lámparas de Argand, cuatro moldes para preparar gofres y muchas cosas más— que ocupaba ochenta y seis cajas de gran tamaño. Hizo traer además un carruaje tirado por caballos. Ordenó descargarlo todo en su residencia de Filadelfia, por aquel entonces la capital del país, y acto seguido salió a comprar más cosas.
A pesar de ser un asceta en todo lo relacionado con su persona —Jefferson vestía con menos ostentación que los criados de su propia casa—, gastaba sumas colosales en comida y bebida. Durante su primer periodo como presidente, gastó 7.500 dólares —el equivalente a 120.000 dólares actuales— solo en vino. Durante un periodo de ocho años, compró un mínimo de veinte mil botellas de vino. Incluso con ochenta y dos años de edad y cargado de deudas, «seguía realizando pedidos de Muscat de Riversalle en lotes de ciento cincuenta botellas», como apunta, maravillado, uno de sus biógrafos.
Muchas de las peculiaridades de Monticello tienen su origen en las limitaciones de los obreros que trabajaban para Jefferson. En las columnas exteriores, tuvo que mantenerse fiel a un sencillo estilo dórico porque no consiguió encontrar a nadie con las habilidades necesarias para elaborar algo más complejo. Pero el mayor problema, tanto en lo referente al gasto como a la frustración, fue la falta de materiales locales. Merece la pena dedicar un minuto a reflexionar acerca de la situación a la que se enfrentaron los colonos americanos en su intento de construir una civilización en una tierra carente de todo tipo de infraestructuras.
La filosofía imperial de Gran Bretaña consistía en que Norteamérica tenía que proporcionarle materias primas a un precio justo y aceptar a cambio productos finales. El sistema estaba ratificado por una serie de leyes conocidas como las Navigation Acts, que estipulaban que cualquier producto destinado al Nuevo Mundo tenía que estar originado en Gran Bretaña o pasar por ella de camino allí, aunque se hubiera creado, por ejemplo, en las Indias Occidentales, lo que ocasionaba un doble cruce del Atlántico que carecía por completo de sentido. Era un arreglo absurdo e ineficiente, pero gratamente lucrativo para los comerciantes y fabricantes británicos, que tenían de este modo a su merced comercial a un continente en rápido crecimiento. En vísperas de la revolución, Norteamérica
era
el mercado de exportación de Gran Bretaña. Significaba el 8o % de la totalidad de las exportaciones de ropa de cama británicas, el 76 % de los clavos exportados, el 6o % del hierro forjado y casi la mitad de todo el cristal vendido en el extranjero. En términos de volumen, Norteamérica importaba anualmente 13.500 kilos de seda, 5.000 kilos de sal y más de 130.000 gorros de piel de castor, entre muchas otras cosas. Y gran parte de las mismas —por ejemplo, los gorros de piel de castor— estaban hechas con materiales originarios de Norteamérica que podrían fabricarse sin problemas en fábricas norteamericanas… un hecho que no pasó desapercibido a los norteamericanos.
El pequeño mercado interno norteamericano y los problemas de distribución en un área tan grande implicaban que los norteamericanos no podían competir ni siquiera cuando se atrevían a intentarlo. Hacia 1700 se pusieron en marcha varias fábricas importantes de producción de cristal, y algunas incluso prosperaron durante un breve periodo, pero en tiempos de la revolución ya no se fabricaba cristal en las colonias. En la mayoría de las casas, cuando se rompía una ventana, rota se quedaba. El cristal era tan excepcional que en todas partes se aconsejaba a los inmigrantes que trajeran consigo cristal para sus futuras ventanas. De un modo similar, el hierro sufría una carencia crónica. El papel era a menudo tan escaso que era casi inexistente. En Norteamérica se fabricaba tan solo la loza más básica —jarrones, vasijas y cosas de este estilo— y cualquier objeto de calidad, como la porcelana y la loza, tenía que venir de Inglaterra (o a través de ella, lo que encarecía su coste). Para Jefferson y otros hacendados de Virginia, el problema se agravaba debido a la ausencia de ciudades. Era más fácil comunicar con Londres que con las demás colonias.
La consecuencia de esta situación era que prácticamente todo tenía que solicitarse a través de un agente remoto. Cualquier deseo tenía que comunicarse con exhaustivo detalle, aunque al final no quedaba otro remedio que confiar en la opinión y la honestidad de un desconocido. La posibilidad de sufrir un desengaño era inmensa. Un pedido típico de George Washington (este ejemplo es de 1757) ayuda a hacerse una idea de las muchísimas cosas que los norteamericanos eran incapaces de fabricar por sí mismos. Washington solicitaba dos kilos y medio de rapé, dos docenas de cepillos de dientes de esponja, veinte sacos de sal, veintitrés kilos de pasas y almendras, una docena de sillas de caoba, dos mesas («cuadradas, de un metro cuarenta de lado cuando estén abiertas y que puedan unirse de manera ocasional»), un queso de Cheshire grande, mármol para una chimenea, cierta cantidad de cartón piedra y papel pintado, un tonel de sidra, veintidós kilos de velas, veinte barras de azúcar y doscientos cincuenta paneles de cristal, entre muchas cosas más.