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Authors: Bill Bryson

Tags: #Ensayo, Historia

En casa. Una breve historia de la vida privada (70 page)

BOOK: En casa. Una breve historia de la vida privada
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No pretendo decir con esto que la infancia fuera en el pasado la despreocupada algazara que ahora tendemos a considerar. Era cualquier cosa excepto eso. La vida estaba llena de peligros desde el mismo momento de la concepción. Tanto para la madre como para el hijo, el hito más peligroso era el nacimiento en sí. Cuando las cosas iban mal, poco podían hacer la comadrona o el médico. Los médicos, en aquellos casos en que estaban presentes, solían recurrir a tratamientos que solo servían para aumentar la agonía y el peligro, como el de realizarle una sangría a la agotada madre (basándose en que el proceso serviría para relajarla y considerando la consecuente pérdida de consciencia como una prueba de su éxito), aplicarle abrasadoras cataplasmas o poner a prueba sus cada vez menores reservas de energía y esperanza.

No era excepcional que el bebé presentara problemas para venir al mundo. En tales casos, el parto podía prolongarse durante tres semanas o más, hasta que el bebé o la madre, o ambos, quedaban tan agotados que resultaba imposible recuperarlos. Si el bebé moría en el útero, los procedimientos empleados para extraerlo eran tan horrorosos que no merece la pena describirlos. Basta con decir que se utilizaban ganchos y el bebé se extraía a pedacitos. Estas intervenciones no solo le provocaban un sufrimiento inenarrable a la madre, sino que además comportaban un elevado riesgo de provocar una lesión en el útero y una grave infección. Con estas condiciones, resulta asombroso saber que solo entre una y dos madres de cada cien morían de parto. Aunque si se tiene en cuenta que las mujeres tenían hijos continuamente (entre siete y nueve por término medio), la probabilidad de que una mujer falleciese de parto se eleva de manera dramática, alcanzando un porcentaje de una de cada ocho.

Para los niños, el nacimiento no era más que el principio. Por lo que parece, los primeros años de vida no eran tanto una época de aventuras como de desventuras. Además de las interminables oleadas de enfermedades y epidemias que salpicaban cualquier existencia, la muerte por accidente era mucho más común que ahora, sobrecogedoramente más común, de hecho. Los listados de los juzgados de instrucción de los siglos
XIII
y
XIV
incluyen fallecimientos repentinos infantiles con causas como «ahogado en un pozo», «mordido por una cerda», «caída en una olla de agua hirviendo», «atropellado por la rueda de un carro», «caída en un bote de puré caliente», «arrollado por una multitud» y muchas más de un tono igualmente inquietante. Emily Cockayne relata el triste caso de un pequeño que se tendió en medio de un camino y se cubrió con paja para gastarle una broma a sus amigos. Murió aplastado por un carro.

Ariès y sus seguidores tomaron estas muertes como una prueba de la indiferencia paterna y de la falta de interés de los padres por el bienestar de sus hijos. Una lectura más generosa tendría en cuenta que la jornada de una madre medieval estaba llena de actividades de todo tipo. Podía estar criando al pecho a un niño enfermo o moribundo, devastada ella misma por la fiebre, peleándose por intentar encender un fuego (o apagarlo) o mil cosas más. Si hoy en día las cerdas no muerden a los niños no es porque estén más vigilados, sino porque no tenemos cerdas paseándose por la cocina.

Muchas conclusiones modernas se basan en índices de mortalidad del pasado que no son del todo ciertos. La primera persona que prestó atención detallada a este asunto fue, de forma ciertamente inesperada, el astrónomo Edmond Halley, al que se recuerda, claro está, por el cometa que lleva su nombre (aunque en realidad no lo descubrió él, sino que simplemente lo reconoció como el mismo cometa cuya presencia otros habían destacado ya en tres anteriores visitas; no se conoció como cometa Halley hasta 1758, mucho después de su fallecimiento). Halley era un investigador inagotable de fenómenos científicos de todo tipo y generó documentos sobre cualquier cosa, desde el magnetismo hasta los efectos soporíferos del opio. En 1693, tropezó por casualidad con las cifras anuales de nacimientos y muertes de Breslau, Silesia (en la actualidad Wroclaw, Polonia), unos documentos que lo dejaron fascinado por estar excepcionalmente completos. Se dio cuenta de que a partir de aquellos datos podía construir gráficos con los que calcular la esperanza de vida de cualquier persona en cualquier momento de su existencia. Calculó, por ejemplo, que una persona de veinticinco años de edad tenía una probabilidad de ochenta contra uno de morir en el transcurso del año siguiente, que alguien que alcanzara la treintena podía esperar vivir razonablemente aún veintisiete años más, que la probabilidad de un hombre de cuarenta años de vivir siete años más era de 5,5 contra uno, y así sucesivamente. Fueron las suyas las primeras tablas actuariales que existieron y, además de todo esto, posibilitaron la aparición del sector de los seguros de vida.

Los descubrimientos de Halley se publicaron en
Philosophical Transactions of the Royal Society
, una revista científica, y por ese motivo debieron de ser pasados por alto por los historiadores sociales, lo cual es una pena porque eran de gran interés para ellos. Las cifras presentadas por Halley mostraban, por ejemplo, que en Breslau vivían siete mil mujeres de edad fértil pero que al año solo nacían mil doscientos niños, «poco más que una sexta parte», según destacó el científico. Es evidente que la gran mayoría de mujeres adoptaba los pasos necesarios para evitar el embarazo. En consecuencia puede decirse que el parto, al menos en Breslau, no era una carga ineludible a la que las mujeres estuvieran obligadas a someterse, sino en gran medida un acto voluntario.

Las cifras de Halley mostraban además que la mortalidad infantil no era tan elevada como invitan a pensar las cifras que en general se citan. En Breslau, algo más de una cuarta parte de los bebés nacidos moría en el transcurso de su primer año de vida, y un 44 % moría antes de cumplir los siete años de edad. Son cifras nefastas, a buen seguro, pero bastante mejores en comparación con las cifras de un tercio y la mitad, respectivamente, que siempre suelen citarse. Hasta que no transcurrían diecisiete años, la proporción de fallecimientos entre los jóvenes de Breslau no alcanzaba el 50 %. Eso era peor de lo esperado por Halley, que utilizó su informe para poner de manifiesto que nadie debería esperar disfrutar de una vida larga, sino prepararse para la posibilidad de morir antes de que en teoría le llegara su hora. «Cuán injustamente nos quejamos de la brevedad de nuestra vida —escribió— y nos sentimos agraviados por no alcanzar la Edad Anciana; cuando por lo que parece, la mitad de los nacidos muere en Diecisiete años […] [Por lo tanto] en lugar de rechistar contra lo que denominamos una Muerte prematura, deberíamos con Paciencia y despreocupación someternos a la Desintegración, que es la Condición necesaria de nuestro Material perecedero.» Es evidente que las expectativas en relación con la muerte eran mucho más complicadas que la conclusión a la que podría conducirnos una simple valoración de las cifras.

Un problema adicional con respecto a las cifras —y una razón sensata por la que las mujeres quisieran limitar sus embarazos— era que justo en aquel momento las mujeres morían en masa por toda Europa como consecuencia de una nueva y misteriosa enfermedad que los médicos se sentían impotentes para derrotar y comprender. Conocida como fiebre puerperal (del término latín
puer
, que significa «niño»), aparece registrada por vez primera en Leipzig en 1652. Durante los doscientos cincuenta años siguientes, los médicos se vieron incapaces de darle una solución. La fiebre puerperal era especialmente temida porque aparecía de manera repentina, a menudo varios días después de un parto sin problemas y cuando la madre estaba ya del todo recuperada. En cuestión de horas, la víctima sufría fiebres altísimas y delirios, y permanecía en ese estado durante una semana, periodo después del cual se recuperaba o expiraba. Y expiraba con mucha frecuencia. En los peores brotes, fallecieron hasta el 90 % de las afectadas. Hasta finales del siglo
XIX
, la mayoría de médicos atribuía la fiebre puerperal al ambiente contaminado o a una moral relajada, cuando de hecho la causa eran sus manos sucias, que transferían microbios de un dolorido útero a otro. En un momento tan temprano como 1847, un médico vienés llamado Ignaz Semmelweis se dio cuenta de que si el personal del hospital se lavaba las manos con agua ligeramente tratada con cloro, las muertes de todo tipo caían en picado, pero casi nadie le prestó atención y pasarían aún muchas décadas antes de que las prácticas antisépticas se generalizaran.

Para unas pocas afortunadas, la promesa de una mayor seguridad llegó de la mano del fórceps obstétrico, que permitía recolocar mecánicamente a los bebés. Por desgracia, su inventor, Peter Chamberlen, decidió no compartir su invento con el mundo y lo guardó en secreto para utilizarlo con exclusividad en su consulta. Sus herederos mantuvieron su lamentable tradición durante cien años más hasta que otros inventaron el fórceps por su propia cuenta. Entretanto, una cifra incalculable de mujeres falleció víctima de una agonía innecesaria. El fórceps también entrañaba sus riesgos, todo hay que decirlo. Sin esterilizar y por su carácter definitivamente invasivo, podía provocar lesiones tanto al bebé como a la madre de no manejarse con la máxima delicadeza. Por este motivo, muchos médicos se mostraban reacios a utilizarlo. En el caso más famoso, la princesa Charlotte, presunta heredera al trono británico, falleció en 1817 al dar a luz a su primer hijo porque el médico que dirigía el parto, sir Richard Croft, no permitió que sus colegas utilizaran el fórceps para tratar de aliviar su sufrimiento. Como consecuencia de ello, y después de más de cincuenta horas de agotadoras e improductivas contracciones, murieron tanto el bebé como la madre. La muerte de Charlotte cambió el curso de la historia británica. De haber vivido, el periodo victoriano no habría existido porque no habría habido una reina Victoria. La nación se quedó conmocionada y se mostró implacable. Atónito y abatido al verse vilipendiado por todo el mundo, Croft se retiró a sus aposentos y se disparó una bala en la cabeza.

Para la mayoría de seres humanos, tanto niños como adultos, el factor dominante de la vida hasta la llegada de los tiempos modernos fue pura y absolutamente económico. En los hogares más pobres —y eso, naturalmente, era la mayoría de los hogares—, cada persona era, desde el momento más temprano posible, una unidad de producción. John Locke, en un documento presentado a la Cámara de Comercio en 1697, sugería que los hijos de los pobres empezaran a trabajar a partir de los tres años de edad, y nadie lo consideró poco realista o despiadado. Es poco probable que el «Pequeño niño azul» de la canción de cuna
[63]
—el que nunca conseguía mantener alejadas a las ovejas del prado y a las vacas del maíz— tuviera más de cuatro años de edad, ya que los niños más mayores trabajaban en labores más duras.

En las peores circunstancias, los niños eran sometidos a veces a los trabajos más extenuantes. Incluso con seis años de edad, tanto niños como niñas empezaban a trabajar en las minas, donde su menuda estructura les permitía acceder a los espacios más estrechos. Debido al calor y con el fin de ahorrar en ropa, solían trabajar desnudos. (También los hombres adultos trabajaban desnudos; las mujeres lo hacían desnudas de cintura para arriba.) Los que trabajaban en las minas no veían la luz del sol durante gran parte del año, lo que hacía que muchos estuvieran raquíticos y débiles por la carencia de vitamina D que ello implicaba. Pero incluso los trabajos comparativamente más livianos resultaban peligrosos. Los niños que trabajaban en las fábricas de cerámica y alfarería de la región central de Inglaterra se dedicaban a limpiar recipientes que contenían restos de plomo y arsénico, lo que les provocaba un lento envenenamiento que acabó condenando a muchos de ellos a parálisis, perlesías y ataques de apoplejía.

Los niños trabajadores menos envidiados eran los deshollinadores, o «chicos trepadores», como se los conocía también. Empezaban temprano, trabajaban muy duro y morían antes que los integrantes de cualquier otro grupo. La mayoría iniciaba su breve carrera con cinco años, aunque hay constancia de un pequeño que empezó en la profesión con tres años y medio, una edad en la que incluso las tareas más sencillas tenían que resultar confusas y aterradoras. Se empleaban niños porque los tiros de las chimeneas eran estrechos y a menudo tremendamente enrevesados. «Los había que —escribe John Waller— formaban ángulos rectos, luego se desplegaban en horizontal o en diagonal, zigzagueaban incluso o se precipitaban hacia abajo antes de elevarse hacia el conducto exterior. Había una chimenea en Londres que cambiaba asombrosamente de dirección catorce veces.» Era un trabajo brutal. Un método para evitar que los niños holgazanearan consistía en poner a arder un montón de paja en la base y enviar de este modo una ráfaga de calor chimenea arriba. Muchos chicos trepadores acabaron sus breves carreras jorobados e impedidos con once o doce años de edad. El cáncer de escroto era además uno de los riesgos que en particular entrañaba esta profesión.

En un mundo tan duro y tan carente de esperanzas, el caso de Isaac Ware destaca a modo de feliz milagro. Ware es un apellido que sale a relucir con frecuencia en las historias de la arquitectura del siglo
XVIII
, pues fue el crítico en la materia más destacado de su época y sus opiniones tenían mucho peso. (Fue quien, como tal vez recuerde de nuestra visita al sótano, a mediados del siglo
XVIII
ayudó a que pasara de moda el ladrillo rojo declarándolo «ardiente y desagradable a la vista».) Pero Ware no nació para disfrutar de una vida de prestigio. Empezó, de hecho, como golfillo callejero y deshollinador, y debió su cultura y su éxito a un único y extraordinario acto de bondad. Hacia 1712, un caballero anónimo —que nunca ha sido identificado formalmente pero que todo el mundo más o menos asume que era el tercer conde de Burlington, el constructor de Chiswick House y uno de los creadores de tendencias de la época— paseaba por Whitehall en Londres cuando vio a un joven barrendero dibujando en el suelo la imagen de la Banqueting House con un pedazo de carbón. El dibujo daba indicios de un talento tan extraordinario que Burlington se acercó a examinarlo, pero el chico, pensando que se había metido en problemas, rompió a llorar e intentó borrarlo. El caballero lo tranquilizó y entabló conversación con el pequeño, quedándose tan impresionado con la inteligencia natural del niño que compró su libertad a su patrono, lo admitió en su casa e inició el largo proceso de transformarlo en un caballero. Lo envió de gira por toda Europa y lo formó en todos los refinamientos de la vida.

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