Read En casa. Una breve historia de la vida privada Online
Authors: Bill Bryson
Tags: #Ensayo, Historia
Barnardo tenía unos orígenes de lo más exóticos. Su familia provenía de los judíos sefardíes españoles, y se había trasladado a Alemania antes de instalarse definitivamente en Irlanda. Cuando nació Thomas, en 1845, la afiliación religiosa de la familia había pasado al sector más extremo del protestantismo. Barnardo había caído también bajo el influjo del fundamentalista Plymouth Brethren, y esta fue la causa que empujó su traslado a Londres a principios de la década de 1860, pues albergaba la intención de estudiar para médico y ejercer como misionero en China. Pero nunca llegó a ir a China. De hecho, tampoco llegó a ser médico. Lo que hizo en cambio fue iniciar sus labores como misionero trabajando para los niños sin hogar (y finalmente también con niñas). Con dinero prestado, inauguró su primer hogar de acogida en el este de Londres.
Barnardo era un publicista brillante y desarrolló una campaña de impresionante éxito basada en torno a llamativas fotografías de niños antes y después de su acogida. Las fotografías del «antes» mostraban a mugrientos (y a veces escasamente vestidos) niños abandonados con tétrico semblante, mientras que las fotografías del «después» los mostraban limpios, despiertos y radiantes de alegría gracias al proceso de salvación cristiana que habían experimentado. Las campañas tuvieron tanto éxito que Barnardo empezó pronto a dirigir sus intereses hacia otras direcciones, abriendo enfermerías, hogares para niños sordos y mudos, hogares para limpiabotas vagabundos y muchas cosas más. El eslogan que adornaba la fachada del hogar del barrio de Stepney era: «Jamás se negará aquí la entrada a un niño necesitado». Un sentimiento excepcionalmente noble, y mucha gente empezó a odiar a Barnardo por ello. El problema de acoger a niños sin ningún tipo de condiciones era una afrenta a los principios de la Nueva Ley de Pobres de 1834.
La ambición ilimitada de Barnardo le hizo entrar en conflicto con otro misionero, Frederick Charrington. Vástago de una familia de cerveceros inmensamente rica con base en el East End, Charrington había iniciado de repente sus labores como misionero después de que un día viera a un borracho pegando a su esposa delante de un pub de Charrington del que él acababa de salir, simplemente porque la mujer le había suplicado al marido que le diera dinero para dar de comer a sus hambrientos hijos. A partir de aquel momento, Charrington se hizo abstemio, renunció a su herencia y empezó a trabajar con los pobres. Consideraba Mile End Road como su feudo personal, razón por la cual cuando Barnardo anunció su intención de abrir allí un café para abstemios, Charrington se lo tomó muy mal y se embarcó en una campaña implacable de carácter asesino. Ayudado por un predicador itinerante llamado George Reynolds (que hasta hacía muy poco tiempo había sido mozo de estación), se dedicó a difundir los rumores de que Barnardo había mentido sobre sus orígenes, gestionado mal sus hogares, se había acostado con su casera y engañado al público con publicidad fraudulenta. Los hogares de Barnardo, apuntó además, eran avanzadillas de sodomía, borracheras, sobornos y demás vicios depravados.
Por desgracia para Barnardo, una incómoda y generosa parte de todo esto era cierta. Podría decirse que Barnardo era un mentiroso y que empeoró la situación respondiendo a las insinuaciones con más mentiras. Cuando se aseveró que estaba falseando su titulación como médico —una ofensa grave según la Medical Act de 1858—, Barnardo sacó a relucir un diploma de una universidad alemana, pero prácticamente enseguida quedó demostrado que se trataba de una mala falsificación. Se demostró asimismo que había falseado muchas de las fotografías del antes y el después de niños rescatados por él, haciendo que parecieran mucho más desamparados de lo que en realidad lo estaban. Muchas de las fotografías mostraban a los niños vestidos con prendas ingeniosamente hechas jirones que dejaban al descubierto seductoras cantidades de carne, algo que se interpretó posteriormente como un rastrero reclamo a los intereses más lascivos. Incluso los más leales seguidores de Barnardo pusieron su fidelidad en entredicho. Aparte de la preocupación que pudieran sentir con respecto a su carácter y su probidad, el alcance de sus deudas resultaba también inquietante. Uno de los principios fundamentales de los Hermanos de Plymouth era la devoción a la frugalidad, pero, a pesar de ello, Barnardo se había dedicado a pedir préstamos repetidamente con el fin de seguir abriendo más hogares.
Al final, Barnardo fue declarado culpable de falsear las fotografías y de haber afirmado sin razón que era médico, aunque fue exonerado de todos los demás cargos. Irónicamente, la vida en los hogares de Barnardo era poco más atractiva que la vida en los temidos asilos. Los internados se levantaban a las cinco y media de la mañana y estaban obligados a trabajar hasta las seis y media de la tarde, con breves interrupciones para comer, rezar y un mínimo de escolarización. Después del trabajo, la última hora de la tarde y la primera de la noche se dedicaba a la formación militar, clases y más oración. Si un niño intentaba fugarse, era castigado en una celda de aislamiento. Barnardo no se dedicaba tan solo a reclutar niños, sino a sacarlos de las calles con un espíritu de «abducción filantrópica». Cada año, cerca de mil quinientos de estos niños eran enviados obligatoriamente en barco a Canadá para que los hogares pudieran acoger a más niños.
En el momento de su muerte, en 1905, Barnardo había acogido a doscientos cincuenta mil niños. Y dejó la organización con una deuda en consonancia: 250.000 libras, una suma colosal.
Hasta ahora solo hemos hablado de niños pobres, pero los niños acomodados también tenían que soportar sus propios tormentos. Eran tormentos que muchos pobres niños famélicos habrían aceptado de buen grado, es evidente, pero que, no obstante, seguían siendo tormentos. En su mayoría tenían que ver con la adaptación emocional y con aprender a vivir en un mundo carente de muestras de afecto. Se esperaba, casi desde el mismo instante en que abandonaban el vientre materno, que los niños de clase media y alta de la Inglaterra victoriana fueran obedientes, deferentes, honestos, trabajadores, flemáticos y emocionalmente contenidos. Un apretón de manos ocasional era prácticamente el máximo nivel de calor físico que podía esperar el niño a partir de que dejaba de ser un bebé. El típico hogar de clase acomodada de la Inglaterra victoriana era, en palabras de un contemporáneo, un lugar de «frío, severo y marcadamente inhumano comedimiento que impide cualquier cosa que se asemeje a ese trato amistoso, considerado y comprensivo que debería marcar toda relación familiar».
Los niños acomodados tenían que soportar con frecuencia las penurias implícitas en la construcción del carácter. El cuñado de Isabella Beeton, Willy Smiles, tuvo once hijos pero solo servía el desayuno para diez con el fin de poner freno a la lentitud a la hora de sentarse a la mesa. Gwen Raverat, hija de un académico de Cambridge, recordaba en los últimos años de su vida que le obligaban a echarse sal en las gachas del desayuno, en lugar de las brillantes cucharadas de azúcar que sus padres se regalaban, y que tenía prohibido untar el pan con mermelada en base a que cualquier cosa sabrosa podía causar estragos en su fibra moral. Una contemporánea, miembro de una familia de clase similar, recordaba con melancolía la comida que le servían a ella y a su hermana a lo largo de la infancia: «En Navidad teníamos naranjas. La mermelada no la vimos jamás».
Y a la destrucción de las papilas gustativas le acompañaba un curioso respeto por el poder que ejercían el miedo y el terror en la construcción del carácter. Los libros que preparaban a los jóvenes lectores para la posibilidad de que la muerte se los llevara en cualquier momento, y si no se los llevaba a ellos casi a buen seguro acabaría llevándose a mamá, a papá o a su hermano favorito, eran extremadamente populares. Esos libros subrayaban siempre lo maravilloso que era el cielo (aunque daba la sensación de que era también un lugar sin mermelada). Al parecer, la intención era ayudar a los niños a no tener miedo a morir, aunque el efecto era casi a buen seguro el contrario.
Había otras obras literarias concebidas para asegurarse de que los niños comprendieran la ofensa estúpida e imperdonable que era desobedecer a un adulto. Un poema popular, «La terrible historia de Pauline y las cerillas», explicaba la historia de una niña que no hizo caso al amable consejo de su madre de no jugar con cerillas. Y explicaba el poema lo que sucedió:
Pero Pauline no siguió su recomendación,
Encendió una cerilla, ¡era su ilusión!
Y chisporroteó, y con luminosidad se encendió…
Exactamente igual que en el dibujo aquel prendió.
Saltó y correteó de alegría
Tan encantada que ni apagarla quería.
¡Mira! ¡Oh, mira! Qué suceso fatal
El fuego ha prendido en su delantal;
Su delantal arde, sus brazos, su pelo;
Arde toda entera, por donde quiera.
Y para asegurarse de no dar cabida a malos entendidos, el poema continuaba con una gráfica ilustración de una niña engullida por las llamas, con una expresión de profunda consternación dibujada en su rostro. Y el poema concluía así:
Y se quemó con todos sus vestidos
Y brazos y manos, y nariz y ojos;
Hasta que de perder ya no quedó nada
Excepto sus zapatitos de color grana;
Y solo esto encontraron
Los que entre las cenizas del suelo rebuscaron.
«La terrible historia de Pauline y las cerillas» era un poema de una serie escrita por un doctor alemán llamado Heinrich Hoffmann, que los creó en un principio con la intención de animar a sus propios hijos a llevar una vida de rígida circunspección. Los libros de Hoffman eran muy populares y tuvieron muchas traducciones (una de ellas corrió a cargo de Mark Twain). Todos seguían la misma pauta, que consistía en ofrecer a los niños una tentación difícil de rechazar y demostrarles luego lo dolorosas que eran las consecuencias de haber sucumbido a ella. En manos de Hoffmann no quedaba prácticamente ninguna actividad de la infancia que escapara a la posibilidad de un brutal correctivo. En otro de sus poemas, «La historia del pequeño Chupadedos», un niño llamado Conrad recibe la advertencia de no chuparse el dedo porque llamará con ello la atención de una macabra figura conocida como el sastre gigante.
A los pequeños que se chupan el dedo,
Y que sueñan cómo será,
Viene a buscarlos el sastre,
Saca sus grandes tijeras
Y les corta los dedos por pillastres.
Pero el pequeño Chupadedos ignora el consejo y descubre que en el universo de Hoffmann los castigos son rápidos e irreversibles:
Se abre la puerta y, de un salto,
Entra en la casa el sastre al asalto.
¡Oh, niños, mirad! El sastre ha llegado
Y a nuestro pequeño Chupadedos ha encontrado.
¡Tris, tras! ¡Tris, tras! Vuelan las tijeras;
Y Conrad grita: ¡Oh! ¡Oh! ¡Oh!
¡Tris, tras! ¡Tris, tras! Y tan rápido van
Que ambos pulgares ya no están.
Cuando mamá vuelve a casa,
Las manos triste le enseña.
¡Ah!, dice mamá. ¡Sin pulgares te quedaste
El sastre vino, pillastre!
A los niños mayores los cuentos de este estilo debían de hacerles cierta gracia, pero para los más pequeños tenían que ser aterradores —y justo eso pretendían ser—, teniendo sobre todo en cuenta que iban siempre acompañados por gráficas ilustraciones que mostraban a consternados pequeños ardiendo o sangrando en los puntos donde en su día existieron útiles partes de su cuerpo.
Los niños ricos solían dejarse a merced de los criados y de sus particulares y peculiares antojos. El futuro lord Curzon, que se crió como hijo de un rector en Derbyshire, vivió durante años aterrorizado por una institutriz casi psicótica que lo mantenía durante horas atado a una silla o encerrado en un armario, se comía sus postres, le obligaba a escribir cartas confesando fechorías que no había cometido y lo paseaba por el pueblo vestido con blusones ridículos y con una placa colgada al cuello pregonando que era un «
MENTIROSO
», un «
LADRÓN
» o cualquier otro calificativo vergonzoso del que no era en absoluto merecedor. Aquellas experiencias lo dejaron tan traumatizado que no fue capaz de contárselas a nadie hasta que fue un adulto. Algo más suave fue la experiencia del futuro sexto conde de Beauchamp, quien quedó en las garras de una institutriz que era una fanática religiosa; los domingos le exigía asistir a siete servicios eclesiásticos y a pasar el tiempo redactando ensayos sobre la bondad de Dios.
Para muchos, las duras experiencias de la infancia no eran más que un modesto calentamiento para el estrés de la vida en las escuelas públicas. Es casi imposible encontrar una adversidad acogida con mayor entusiasmo que la escuela pública inglesa en el siglo
XIX
. Desde el momento de su llegada, los alumnos eran sometidos a regímenes durísimos, incluyendo baños fríos, frecuentes golpes de vara y la retirada de la dieta de cualquier cosa que pudiera ser descrita como apetitosa. Los chicos del Radley College, cerca de Oxford, estaban siempre tan famélicos que se veían obligados a recoger bulbos de las flores del jardín de la escuela para asarlos después en sus habitaciones a la llama de una vela. En otras escuelas donde no había bulbos, los chicos se comían incluso las velas. El novelista Alec Waugh, hermano de Evelyn, asistió a una escuela de preparatorio llamada Fernden que, por lo que parece, estaba singularmente consagrada a los ideales del sadismo. El día de su llegada, le sumergieron los dedos en un recipiente con ácido sulfúrico para quitarle por completo las ganas de morderse las uñas, y poco después le obligaron a comerse el contenido de un tazón de pudin de sémola en el que acababa de vomitar, una experiencia que, es natural, disminuyó por completo su entusiasmo por la sémola para el resto de su vida.
Las condiciones de vida en los colegios privados siempre fueron severas. Las ilustraciones de los dormitorios de los colegios del siglo
XIX
nos muestran unos espacios que en nada se diferencian de los dormitorios de las cárceles o de los hogares para pobres. Los dormitorios solían ser tan fríos que el agua que pudiera haber en jarras y tazas se helaba por las noches. Las camas eran poco más que plataformas de madera, a menudo sin otra cosa para calentarlas y acolcharlas que un par de toscas mantas. En Westminster y Eton, cada noche encerraban a una cincuentena de chicos en salas enormes y allí los dejaban, sin ningún tipo de supervisión, hasta la mañana siguiente, quedando de este modo los más débiles a merced de los más fuertes. Los más jóvenes tenían que levantarse a veces a media noche para ponerse a lustrar botas, ir a buscar agua y diversas tareas más que estaban obligados a realizar antes de la hora del desayuno. No es de extrañar que Lewis Carroll comentara ya de adulto que nada en el mundo lo convencería para repetir la experiencia vivida en sus días de colegio.