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Authors: Bill Bryson

Tags: #Ensayo, Historia

En casa. Una breve historia de la vida privada (76 page)

BOOK: En casa. Una breve historia de la vida privada
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Pero la que nos importa a nosotros aquí es otra de las innovaciones aportadas por Lubbock: la conservación de los monumentos antiguos. En 1872, y gracias a la información que le proporcionó un párroco rural, Lubbock se enteró de que estaban a punto de derribar gran parte de Avebury, un círculo antiguo de piedras bastante más grande que el de Stonehenge (aunque sin una composición tan pintoresca), para poder construir viviendas. Lubbock adquirió los terrenos amenazados, junto con otros dos monumentos antiguos cercanos, West Kennet Long Barrow y Silbury Hill (un enorme montículo construido por el hombre, el mayor de Europa), pero enseguida se hizo evidente que no podía proteger todas las piezas valiosas que pudieran verse amenazadas, por lo que empezó a presionar para legislar la salvaguarda de los tesoros históricos. Hacer realidad esta ambición no fue ni mucho menos tan fácil como el sentido común podría sugerir, ya que los
tories
, que ostentaban el poder bajo el Gobierno de Benjamin Disraeli, consideraron la propuesta como un egregio ataque contra los derechos de la propiedad. La idea de concederle a un funcionario del Gobierno el derecho a entrar en las tierras de una persona de una casta superior y empezar a decirle cómo tenía que gestionar su finca era disparatada y ultrajante. Pero Lubbock continuó insistiendo y en 1882, bajo el nuevo Gobierno liberal de William Ewart Gladstone, consiguió la aprobación parlamentaria de la Ancient Monuments Protection Act, un hito, si es que algún día hubo alguno, en la historia de la legislación.

Teniendo en cuenta que la protección de los monumentos era un tema tan delicado, se acordó que el primer inspector de Monumentos Antiguos fuera alguien a quien los terratenientes respetaran, a ser posible otro terrateniente. Y resultó que Lubbock conocía a una persona con estas características, el hombre que estaba a punto de convertirse en su nuevo suegro, nada más y nada menos que Augustus Henry Lane Fox Pitt Rivers.

Su relación a través del matrimonio debió de ser tan sorprendente para ellos como lo es para nosotros. Para empezar, ambos eran casi de la misma edad. Pero dio la casualidad de que a principios de la década de 1880, Lubbock, que había enviudado recientemente, había conocido a Alice, la hija de Pitt Rivers, durante una estancia de fin de semana en Castle Howard. Lubbock rozaba los cincuenta, Alice tenía tan solo dieciocho años. Lo que causó la chispa entre ellos queda más allá de cualquier elucubración, pero la realidad es que se casaron poco después. Fue un matrimonio muy feliz. Ella era más joven que alguno de los hijos de él, un detalle que podía haber generado relaciones incómodas, y por lo que parece sentía escaso interés por el trabajo que él realizaba, pero lo único que es seguro es que la vida con Lubbock era mucho mejor que recibir palizas con una fusta de montar.

Tanto si Lubbock desconocía la brutalidad de Pitt Rivers con respecto a Alice como si estaba simplemente dispuesto a pasarla por alto —y hay pocas cosas que hablen más de cómo estaba la situación en aquellos tiempos que el hecho de que ambas posibilidades fueran factibles—, la verdad es que Pitt Rivers y él tuvieron una feliz relación profesional, sin duda gracias a los muchos intereses en común que tenían. Como inspector de Monumentos Antiguos, los poderes de Pitt Rivers no eran espectaculares. Su trabajo consistía en identificar monumentos importantes que pudieran correr peligro y ofrecerse a acogerlos bajo la batuta del Estado si el propietario así lo deseaba. Aunque la solución libraba a los propietarios de los gastos de conservación de los recintos, en su mayoría pusieron pegas, puesto que ceder el control de parte de una finca privada era un paso sin precedentes. Incluso el mismo Lubbock dudó antes de renunciar a Silbury Hill. La ley excluía expresamente mansiones, castillos y edificios eclesiásticos. Lo único que quedaba, pues, eran los monumentos prehistóricos. El Office of Works apenas reservaba fondos para Pitt Rivers —un año gastó la mitad de su presupuesto anual en rodear con un cercado un único enterramiento— y en 1890 le retiró el sueldo, limitándose solo a cubrir sus gastos. E incluso entonces le instaron a que dejara de «captar» más monumentos.

Pitt Rivers falleció en 1900. En dieciocho años consiguió catalogar (o «inventariar», según la jerga al uso) solo cuarenta y tres monumentos, apenas dos por año. (La cifra de monumentos antiguos inventariados en la actualidad supera los 19.000.) Pero ayudó a establecer dos precedentes de inconmensurable importancia: que las cosas antiguas son lo suficientemente valiosas como para ser merecedoras de protección y que los propietarios de monumentos antiguos tienen el deber de cuidarlos. Estas políticas no fueron siempre de riguroso cumplimiento en su época, pero los principios implícitos fueron cruciales e inspiraron a otros a llevar a cabo actividades de protección adicionales. En 1877 se fundó la Society for the Protection of Ancient Buildings, liderada por el diseñador William Morris, a la que siguió el National Trust en 1895. Por fin los monumentos británicos empezaban a disfrutar de algún tipo de medida formal de protección.

Pero los riesgos seguían allí. Stonehenge continuó en manos privadas y su propietario, sir Edmund Antrobus, se negó a escuchar los consejos del Gobierno e incluso a permitir el paso de los inspectores en su propiedad. Con el cambio de siglo se supo que un comprador anónimo estaba interesado en transportar las piedras a Estados Unidos para reconstruir el monumento a modo de atracción turística en algún lugar del oeste del país. De haber aceptado Antrobus la oferta, ninguna ley se lo hubiera podido impedir. Ni, de hecho, durante muchos años hubo nadie dispuesto a intentar impedírselo. Durante los diez años posteriores a la muerte de Pitt Rivers, el puesto quedó vacante para ahorrar presupuesto.

Dibujo imitando una polichinela que representa a John Lubbock, creador de la Bank Holidays Act y de la Ancient Monuments Protection Act.

II

Mientras todo esto sucedía, la vida en la campiña británica se veía gravemente remodelada por un hecho que apenas se recuerda en la actualidad, pero que fue la mayor catástrofe económica de la historia moderna de Gran Bretaña: la crisis agrícola de la década de 1870, cuando las cosechas resultaron desastrosas un total de siete años de aquella década. Esta vez, los granjeros y terratenientes no pudieron compensar las pérdidas elevando los precios, como habían hecho en el pasado, pues se enfrentaban a la fuerte competencia de ultramar. Estados Unidos, en particular, se había convertido en una máquina agrícola impresionante. Gracias a la segadora de McCormick y a otras grandes y sonoras herramientas, las praderas americanas se habían vuelto sumamente productivas. Entre 1872 y 1902, la producción de trigo de Estados Unidos se incrementó en un 700 %. Durante el mismo periodo, la producción de trigo británica cayó en más de un 40 %.

Los precios se derrumbaron también. El trigo, la cebada, la avena, el tocino, el cerdo, la oveja y el cordero redujeron su valor a la mitad durante el último cuarto del siglo
XIX
. La lana cayó de veintiocho chelines la bala de seis kilos a solo doce. Se arruinaron miles de campesinos y granjeros arrendatarios. Y más de cien mil granjeros y campesinos abandonaron las tierras en las que trabajaban. Los campos se quedaron sin cultivos. Nadie podía pagar el alquiler. Y no había perspectivas de ayudas por ningún lado. Las iglesias rurales se quedaron notoriamente vacías a medida que los sueldos de los párrocos se recortaron. Los parroquianos que aún quedaban eran más pobres que nunca. No era el mejor momento para ser párroco rural. Y nunca volvería a serlo.

En el momento álgido de la crisis agrícola, el Gobierno británico, en manos de los liberales, hizo una cosa extraña. Inventó un impuesto concebido para castigar a una clase que ya estaba sufriendo de manera terrible y no había hecho nada en especial para ocasionar los problemas que se vivían en aquel momento. La clase eran los grandes terratenientes. El impuesto era el de sucesiones. La vida estaba a punto de cambiar de forma increíble para miles de personas, incluyendo entre ellas a nuestro señor Marsham.

El diseñador del nuevo impuesto fue sir William George Granville Venables Vernon Harcourt, el ministro del Tesoro un hombre que no fue del agrado de nadie en ningún momento de su vida, ni siquiera de su propia familia. Conocido entre los suyos, aunque para nada de forma cariñosa, como «Jumbo» debido a su impresionante rotundidad, era muy poco probable que se convirtiera en perseguidor de las clases terratenientes, siendo él mismo uno de ellos. El hogar de la familia Harcourt era Nuneham Park, en Oxfordshire, una mansión que ya hemos tenido la oportunidad de visitar en este libro. Nuneham, como tal vez recordará, fue el lugar donde un Harcourt anterior a William remodeló toda la finca y luego, al no acordarse de dónde estaba el pozo del antiguo pueblo, cayó en él y se ahogó. Desde que los
tories
iniciaron su andadura, los Harcourt siempre se contaron entre ellos, por lo que el hecho de que William se uniera a los liberales fue considerado en el seno de la familia como una oscura traición. Su impuesto dejó perplejos incluso a los liberales. Lord Rosebery, el primer ministro (que era también un gran terrateniente), se preguntó si como mínimo se concedería algún tipo de ayuda en aquellos casos en que dos herederos murieran en rápida sucesión. Sería muy duro, pensaba Rosebery, gravar una finca por segunda vez antes de que el legatario hubiera tenido oportunidad de recuperar la economía familiar. Pero Harcourt se negó a hacer cualquier concesión.

Sin duda alguna, los principios de Harcourt se vieron matizados por la circunstancia de que él mismo no tenía prácticamente posibilidad alguna de heredar las propiedades de su familia. Aunque, de hecho,
acabó heredándolas
después de que el hijo mayor de su hermano falleciera de repente y sin herederos en la primavera de 1904. Pero Harcourt no consiguió disfrutar mucho tiempo de su buena suerte. Expiró seis meses más tarde, lo que significó que sus herederos se contaron entre los primeros que tuvieron que pagar el impuesto de sucesiones de manera consecutiva, tal y como Rosebery temía. No es frecuente que la vida ponga tan claramente y tan pronto las cosas en el lugar que les corresponde.

Los impuestos de sucesiones en tiempos de Harcourt eran de un modesto 8 % sobre las fincas valoradas en un millón de libras o más, pero resultaron ser una fuente de ingresos tan fiable, y tan popular entre los millones de habitantes que no tenían que pagarlos, que fueron incrementándose una y otra vez hasta que en vísperas de la Segunda Guerra Mundial habían llegado al 60 %, un nivel capaz de provocar lágrimas hasta al más rico. Por otro lado, los impuestos sobre la renta se incrementaron también repetidas veces, un hecho que, junto con la aparición de nuevos impuestos —un Impuesto sobre la Tierra no Cultivada, un Impuesto sobre el Valor Incremental, un Súper Impuesto—, hizo que la carga fiscal cayera de forma desproporcionada sobre los propietarios de tierras y los miembros de las clases privilegiadas. De este modo, el siglo
XX
se convirtió para las clases altas en, según palabras de David Cannadine, una época «envuelta en penumbra».

La mayoría vivía en un estado de crisis semipermanente. Cuando las cosas se ponían feas de verdad —cuando había que cambiar por completo un tejado o cuando una exigencia impositiva llegaba cuando ya no había con qué pagar—, el desastre solía contenerse vendiendo reliquias familiares. Cuadros, tapices, joyas, libros, porcelana, vajillas de plata, sellos curiosos, cualquier cosa por la que pudiera obtenerse un precio razonable, fueron saliendo poco a poco de las mansiones señoriales para ir a parar a museos o a manos de extranjeros. Fue la época en la que Henry Clay Folger compró todos los
First Folio
de Shakespeare que fue capaz de encontrar y en la que George Washington Vanderbilt adquirió tesoros en cantidad suficiente como para llenar la mansión de doscientas cincuenta habitaciones que tenía en Biltmore, cuando hombres como Andrew Mellon, Henry Clay Frick y J. P. Morgan compraron obras maestras de la pintura a carretadas y cuando William Randolph Hearst adquirió todo lo que encontraba a su paso.

Apenas es posible encontrar una mansión de Gran Bretaña que no se desprendiera de algo en un momento dado. Los Howard, de Castle Howard, prescindieron de ciento diez clásicos de la pintura y de más de un millar de libros excepcionales. En Blenheim Palace, los duques de Marlborough vendieron montones de cuadros, incluyendo dieciocho obras de Rubens y más de una docena de pinturas de Van Dyck, antes de descubrir tardíamente el atractivo financiero que suponía casarse con norteamericanas ricas. En 1882, el fabulosamente rico duque de Hamilton vendió objetos brillantes de todo tipo por valor de cerca de 400.000 libras, y unos años más tarde volvió a vender objetos por valor de 250.000 libras más. Para muchos, las grandes casas de subastas de Londres se convirtieron en algo similar a las tiendas de empeño.

Cuando los propietarios de las mansiones habían vendido todo objeto de valor que cubría sus paredes y sus suelos, vendían a veces también las paredes y los suelos. En Wingerworth Hall, Derbyshire, desmontaron un salón entero y lo montaron de nuevo para formar parte integrante del St. Louis Art Museum. En Cassiobury Park, Hertfordshire, retiraron una escalera de Grinling Gibbons para montarla de nuevo en el Metropolitan Museum of Art de Nueva York. A veces la práctica incluía mansiones enteras, como sucedió con Agecroft Hall, una preciosa casa solariega de Lancashire, que fue desmontada a trocitos, embalada en contenedores numerados y enviada por barco a Richmond, Virginia, donde fue montada de nuevo y donde sigue elevándose con todo su orgullo.

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