Read En casa. Una breve historia de la vida privada Online
Authors: Bill Bryson
Tags: #Ensayo, Historia
Bajo su tutela, Ware se convirtió en un arquitecto competente, si no brillante, pero su gran talento fue el de ejercer como árbitro y pensador. Entre sus diversos e importantes libros destaca una traducción más que respetable al inglés de
Los cuatro libros de la arquitectura
de Palladio y
The Complete Body of Architecture
, que se convirtió en una especie de Biblia del gusto y el buen criterio tanto para profesionales como para aficionados. Nunca, pese a todo, ocultó por completo sus humildes orígenes. Se dice que cuando falleció, en 1766, su piel seguía mostrando las permanentes manchas de hollín de cualquier deshollinador.
Pero Ware fue una excepción, no hace falta decirlo. La mayoría de niños estaban totalmente a merced de sus patronos y eran tratados a veces de manera terrible. En un caso brevemente notorio, a un granjero de Malmesbury, Wiltshire, se le ocurrió la idea de castrar a dos de sus jóvenes aprendices y venderlos como cantantes a una compañía de ópera. La segunda parte de su ambición quedó frustrada, pero por desgracia no antes de que saliera airoso de la primera.
Hasta bien entrado el siglo
XIX
, los niños apenas tenían protección legal. Antes de 1814 no existía ley alguna que prohibiera el robo de niños, por ejemplo. En 1802, una mujer de Middlesex llamada Elizabeth Salmon, después de secuestrar a una niña llamada Elizabeth Impey, fue acusada de haberle robado su gorrita y su vestido porque era la única parte de la fechoría considerada ilegal. El secuestro comportaba tan pocos riesgos que existía la creencia generalizada de que los gitanos se dedicaban a robar niños y venderlos, aunque, por lo que parece, no es más que una verdad a medias. Un caso famoso fue el de una tal Mary Davis, una mujer de buena familia, que en 1812 encontró a su hijo perdido deshollinando una chimenea en una posada en la que por casualidad se alojaba.
La Revolución industrial solo sirvió para empeorar las cosas, al menos en sus inicios. Antes de que la Ley Fabril de 1844 redujera la jornada laboral de los niños, las fábricas realizaban jornadas de entre doce y catorce horas, seis días por semana. En algunos casos se trabajaba incluso más, sobre todo en los periodos de mayor actividad en los que había que satisfacer grandes pedidos. En 1810 se descubrió que los aprendices de una fábrica estaban junto a sus máquinas desde las seis menos diez de la mañana hasta pasadas las nueve de la noche, con una única pausa para comer de entre media hora y cuarenta y cinco minutos, que solía realizarse sin alejarse de las máquinas. En casi ningún lado se proporcionaba una dieta adecuada para sobrevivir. «Comen gachas aguadas para desayunar y almorzar, y normalmente torta de avena y melaza, o torta de avena y un caldo ligero para cenar», informó un inspector. En algunas fábricas, las incomodidades eran tanto crónicas como considerables. Algunos materiales, como el lino, tenían que conservarse húmedos para poder ser trabajados, por lo que había obreros que vivían continuamente empapados por el agua que iban pulverizando las máquinas. En invierno tenía que ser insoportable. Casi toda la maquinaria industrial era peligrosa de verdad, pero sobre todo cuando los que trabajaban con ella estaban agotados y muertos de hambre. Se dice que había niños tan exhaustos que ni siquiera tenían energía para comer y a veces caían dormidos con la comida en la boca.
Pero como mínimo tenían un trabajo fijo. Porque para los que dependían del trabajo eventual, la existencia era una lotería interminable. Se estima que, en 1750, un tercio de los habitantes del centro de Londres se acostaba cada noche «casi sin un céntimo», una proporción que no hizo otra cosa que empeorar con el paso del tiempo. Los trabajadores eventuales se levantaban a diario sin saber si ganarían aquel día lo suficiente para poder llevarse algo a la boca. Tan exhaustivamente extremas eran las condiciones para muchos, que Henry Mayhew consagró un volumen entero de su obra en cuatro tomos,
London Labour and the London Poor
, a lo más bajo de lo bajo, los carroñeros, cuya desesperación los empujaba a buscar objetos de valor en casi cualquier cosa que estuviera tirada en las aceras. Y así escribía:
Más de una cosa que en una ciudad rural el pobre apartaría de su camino de un puntapié […] será velozmente capturado en Londres como un premio; vale dinero. Una gorra aplastada y raída, por ejemplo, o, mejor aún, un sombrero viejo, sin forma, sin corona, y sin ala, será recogido en la calle, y guardado con sumo cuidado en una bolsa…
Las condiciones en las que vivían eran a veces tan precarias que sorprenden incluso al investigador más curtido. Un inspector de la vivienda informaba hacia 1830 de lo siguiente: «Encontré [una habitación] ocupada por un hombre, dos mujeres y dos niños, y en ella estaba también el cuerpo de una pobre niña que había muerto al nacer hacía unos días». Los padres pobres solían tener una prole considerable, una especie de seguro de jubilación, con la idea de que les sobreviviera una cantidad de vástagos suficiente como para mantenerlos en su chochez. En la segunda mitad del siglo
XIX
, un tercio de las familias inglesas tenía ocho o más hijos, otro tercio tenía entre cinco y siete y un último tercio (de forma abrumadora, el tercio más adinerado) tenía cuatro o menos. En los barrios más pobres era raro el hogar capaz de alimentar correctamente a todos sus integrantes, por lo que la desnutrición era un fenómeno más o menos endémico. Se cree que al menos el 15 % de los niños era patizambo o sufría distorsiones pélvicas provocadas por el raquitismo, y esas desgracias se encontraban presentes de un modo aplastante entre los más pobres de los pobres. Un médico del Londres victoriano publicó una lista de cosas con las que había visto alimentar a los más pequeños: gelatina de pies de ternera, panecillos secos empapados en aceite, carne ternillosa que no podían ni masticar. Cuando empezaban a gatear, los niños sobrevivían de lo que caía al suelo o de lo que podían rapiñar de un modo u otro. Con siete u ocho años de edad, la mayoría de niños se buscaba ya la vida en la calle. Se estima que hacia 1860 Londres tenía unos cien mil «pilluelos» sin escolarización, ni oficio, ni beneficio, ni futuro. «Su cantidad horroriza a cualquiera», anotó un contemporáneo.
Pero aun así, la idea de escolarizarlos provocaba aversión en prácticamente todo el mundo. Este miedo generalizado se basaba en la idea de que educar a los pobres equivaldría a llenarlos de aspiraciones para las que no eran idóneos ni tampoco, francamente, merecedores de ellas. Sir Charles Adderley, responsable de la política de educación del Gobierno a finales de los años cincuenta del siglo
XIX
, declaró sin alterarse: «Es claramente erróneo seguir escolarizando a los niños de la clase obrera después de que alcancen la edad en la que empiezan a trabajar». Hacerlo «sería tan arbitrario e impropio como poner a los chicos de Eton y Harrow a trabajar con la pala».
Nadie representó mejor la vertiente dura de las creencias que el reverendo Thomas Robert Malthus (1766-1834), que en 1798 publicó de forma anónima su
Ensayo sobre el principio de la población y sus efectos en el futuro mejoramiento de la sociedad
, una obra que de manera inmediata y rotunda se convirtió en una teoría altamente influyente. Malthus culpaba a los pobres de las penurias que padecían y se oponía a la idea de socorrer a las masas, basándose en que ello solo serviría para incrementar su tendencia a la ociosidad. «Incluso cuando se les presenta alguna posibilidad de ahorrar —escribió— pocas veces la aprovechan porque todo lo que les sobra después de satisfacer sus necesidades presentes va a parar, en términos generales, a la taberna. Puede por lo tanto decirse que las leyes de los pobres de Inglaterra disminuirían tanto el poder como la voluntad de ahorro entre la gente común, quebrantando uno de los más fuertes incentivos hacia la sobriedad y la laboriosidad, y consecuentemente hacia la felicidad.». Le preocupaban en especial los irlandeses y creía, según le escribió a un amigo en 1817, que «una gran parte de la población debería ser barrida de la tierra». No era precisamente un hombre con mucha caridad cristiana en el corazón.
Como consecuencia de las inexorables condiciones extremas de vida, las cifras de mortalidad se disparaban en aquellos lugares donde se acumulaba la gente pobre. En Dudley, en las Midlands, a mediados del siglo
XIX
, la esperanza media de vida al nacer había caído a solo dieciocho años y medio, una duración nunca vista en Gran Bretaña desde los tiempos de la Edad de Bronce. Incluso en las ciudades más sanas, la esperanza media de vida oscilaba entre los veintiséis y los veintiocho años, y en ningún lugar de la Gran Bretaña urbana superaba los treinta.
Como siempre, los que más sufrían eran los pequeños, aunque su bienestar y seguridad apenas despertaban la curiosidad. Pocos datos más reveladores existen en la Gran Bretaña del siglo
XIX
que el hecho de que la fundación de la Society for the Prevention of Cruelty to Animals precediera en sesenta años a la fundación de una organización de carácter similar para la protección de los niños. Y no es menos notable que en 1840, poco más de una década y media después de su fundación, la primera se llamara
Royal
[«Real»] Society for the Prevention of Cruelty to Animals. La National Society for the Prevention of Cruelty to Children sigue sin tener actualmente la bendición real.
Una mujer dando a luz en el siglo
XVIII
. (A destacar la sábana rodeando el cuello del médico a efectos de proteger el pudor de la interesada.)
Justo cuando parecía que la vida de los pobres en Inglaterra no podía ir a peor, fue precisamente a peor. La causa de este golpe fue la introducción y estricta implementación, a partir de 1834, de las nuevas leyes de los pobres. El alivio de la pobreza siempre había sido un tema delicado. Lo que inquietaba en especial a muchos victorianos acomodados no era la triste situación de los pobres, sino el coste que suponían. Las leyes de los pobres estaban en vigencia desde época isabelina, pero su aplicación quedaba en manos de cada parroquia. Algunas se mostraban razonablemente generosas, pero otras eran tan tacañas que se sabe que transportaban a los enfermos o a las parturientas a otra parroquia para que la responsabilidad pasara a su jurisdicción. Los nacimientos ilegítimos exasperaban en particular a los organismos oficiales, y asegurarse de que los malhechores recibían su correspondiente castigo y cargaban con la responsabilidad de sus actos se convirtió en una preocupación casi obsesiva para las autoridades locales. Una sentencia típica de un tribunal de Lancashire —en este caso de finales del siglo
XVII
— dice así:
Jane Sotworth de Wrightington, soltera, jura que Richard Garstange de Fazerkerley, casado, es padre de Alice, su hija bastarda. Deberá hacerse cargo de la niña durante dos años, siempre y cuando no mendigue, y Richard se hará entonces cargo de ella hasta que cumpla los doce años de edad. Le entregará a Jane una vaca y seis chelines en monedas. Tanto él como ella serán en fecha de hoy azotados en Ormeskirke.
A principios del siglo
XIX
, el problema del auxilio a los pobres se convirtió en una auténtica crisis nacional. Los costes de las guerras napoleónicas habían agotado prácticamente el erario público y la llegada de la paz no había hecho más que empeorar la situación, pues supuso la reincorporación a la vida civil de trescientos mil soldados y marineros que empezaron a buscar trabajo en una economía ya deprimida.
La solución con la que casi todo el mundo estuvo de acuerdo consistió en establecer una red nacional de asilos para pobres donde la normativa se haría respetar de manera consistente y según un criterio único a nivel nacional. Una comisión, cuyo secretario era el incansable Edwin Chadwick, trabajó sobre el tema con la minuciosidad característica de la época (y de Chadwick) y finalmente presentó un informe en trece volúmenes. El único punto en el que se había alcanzado el consenso era en que los nuevos asilos para pobres serían lo más desagradables que fuera posible, para impedir con ello que resultasen atractivos para dichos pobres. Una de las personas que ofreció su testimonio presentó un relato aleccionador tan sintomático del pensamiento dominante que merece la pena exponerlo aquí en su totalidad:
Recuerdo el caso de una familia apellidada Wintle, integrada por un hombre, su esposa y cinco hijos. Hará cosa de dos años, el padre, la madre y los dos hijos se pusieron muy enfermos y, encontrándose en una situación de grave penuria, se vieron obligados a vender la totalidad de su escaso mobiliario para sobrevivir; vivían con nosotros; y cuando nos enteramos de su extrema situación, acudimos a ofrecerles auxilio; ellos, sin embargo, rechazaron enérgicamente la ayuda. Informé de esto al sacristán, que decidió acompañarme, y juntos presionamos de nuevo a la familia sobre la necesidad de recibir auxilio; pero siguieron negándose, y no conseguimos convencerlos de que aceptaran nuestra oferta. Pero estábamos tan interesados en el caso que les enviamos cuatro chelines en un paquete junto con una carta, instándoles a que solicitaran más, en el caso de continuar enfermos; y eso hicieron, y desde ese momento hasta el presente (hace ahora ya más de dos años), no creo que hayan pasado más de tres semanas alejados de nuestros libros de cuentas, aunque en la familia haya habido pocas o ninguna enfermedad. Así pues, efectivamente acabamos echando a perder las costumbres adquiridas por su anterior diligencia; y no tengo la menor duda en cuanto a afirmar que, en nueve casos de cada diez, este es el efecto constante de haber saboreado la generosidad parroquial.