En casa. Una breve historia de la vida privada (66 page)

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Authors: Bill Bryson

Tags: #Ensayo, Historia

BOOK: En casa. Una breve historia de la vida privada
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Vestirse de manera poco práctica es como querer demostrarle al mundo que no tienes necesidad alguna de realizar trabajos físicos. A lo largo de la historia, y en muchísimas culturas, esta característica ha superado en importancia a la comodidad. En el siglo
XVI
, por tomar solo un ejemplo, se puso de moda el almidón. Y el resultado de su aplicación fueron esas majestuosas gorgueras escaroladas conocidas como lechuguillas. Las lechuguillas de mayor tamaño imposibilitaban prácticamente la deglución y obligaban al comensal a utilizar unas cucharas con un mango de longitud especial para llevarse la comida a la boca. Pero pese al famoso utensilio, a buen seguro muchos sufrirían turbadores accidentes y se quedarían con hambre a la hora de las comidas.

Incluso las cosas más sencillas podían llevar implícita una espléndida absurdidad. Cuando aparecieron los botones, hacia 1650, fue como si la gente no fuera a hartarse nunca de ellos, pues los aplicaban en decorativa profusión en espaldas, cuellos y mangas de chaquetas, donde en realidad no cumplían función alguna. Una reliquia de aquella costumbre es esa breve fila de botones inútiles que siguen colocándose en la parte inferior de las mangas de las chaquetas, cerca del puño. Siempre han sido puramente decorativos y nunca han servido para nada, y a pesar de los trescientos cincuenta años transcurridos, seguimos cosiéndolos allí como si fueran de la más imperiosa necesidad.

Tal vez el acto de moda más irracional, y que se prolongó ciento cincuenta años, fuera la costumbre masculina de llevar peluca. Samuel Pepys, como en otras tantas cosas, era un hombre que estaba a la vanguardia de todo y anotó en su diario, no sin cierta aprensión, la adquisición de una peluca en 1663, cuando todavía no eran muy comunes. Era una novedad tan destacada que temía que la gente se riese de él cuando acudiera a la iglesia, y se sintió muy aliviado, y también un poquitín orgulloso, al ver que nadie lo hacía. Le preocupaba asimismo, y no es de extrañar, que el pelo de las pelucas procediera de víctimas de la peste. Tal vez nada dice más sobre el poder de la moda que el hecho de que Pepys siguiera llevando pelucas aun preguntándose si acabarían matándole.

Las pelucas podían estar hechas de casi cualquier cosa: pelo humano, crin de caballo, hilo de algodón, pelo de cabra, seda. Un fabricante anunciaba un modelo hecho con alambre fino. Y las había de innumerables estilos —con coleta recogida, corta, de campaña, cana, Ramillies o peluca con trenza, de coliflor, con lazo, con tirabuzones y muchos más—, cada uno de ellos con alguna diferencia crucial en la longitud del mechón o la elasticidad del rizo. Una peluca podía costar 50 libras y eran tan valiosas que se dejaban como legado en las herencias. Cuanto más imponente era la peluca, más elevado era el escalafón social de su propietario
[59]
. Las pelucas eran, por otra parte, una de las presas más codiciadas por los ladrones. Los postizos de tamaño exageradamente ridículo no escapaban, sin embargo, del comentario cómico. En
The Relapse
, de Vanbrugh, uno de los personajes, un fabricante de pelucas, se jactaba de haber realizado una peluca «tan grande y llena de pelo que podría servir tanto a modo de sombrero como de capa en todo tipo de condiciones climatológicas».

Las pelucas picaban, eran incómodas y calurosas, sobre todo en verano. Para hacerlas más soportables, muchos hombres se afeitaban la cabeza, por lo que nos sorprendería conocer a muchas figuras famosas de los siglos
XVII
y
XVIII
tal y como sus esposas los veían por la mañana. Era una situación paradójica. Durante siglo y medio, los hombres prescindieron de su propio cabello, que era totalmente cómodo, para cubrirse la cabeza con algo extraño e
incómodo
. A menudo, incluso fabricaban las pelucas con su propio cabello. Y quien no podía permitirse una peluca, intentaba peinarse el pelo de tal manera que pareciese una peluca.

Las pelucas exigían un mantenimiento concienzudo. Una vez a la semana, tenían que enviarse al peluquero para remodelar los bucles con la ayuda de rulos calientes, y posiblemente introducirlas en el horno, un proceso conocido como «fundido». A partir de 1700, por razones que nada tienen que ver con el sentido común o la practicidad, se puso obligatoriamente de moda sumergir la cabeza diariamente en una nube de polvo blanco. El material que solía utilizarse para realizar estos empolvados era harina normal y corriente. Cuando hacia 1770 fracasó repetidas veces en Francia la cosecha de trigo, se produjeron disturbios por todas partes cuando la población se dio cuenta de que las escasas reservas de harina no se utilizaban para fabricar pan, sino que se destinaban a empolvar las privilegiadas cabezas de los aristócratas. A finales del siglo
XVIII
, los polvos para el pelo solían tintarse con colores —el azul y el rosa eran especialmente populares—, además de perfumarse.

El empolvado podía realizarse con la peluca colocada sobre un soporte de madera, aunque todo el mundo coincidía en que la elegancia más exquisita se conseguía empolvando la peluca directamente colocada en la cabeza de su propietario. Para tal efecto era preciso que el implicado se hubiera puesto la peluca, tapado los hombros y el torso con un paño y metido la cara en un cucurucho de papel (para no asfixiarse), mientras un criado o
frisseur
, armado con un fuelle, dispensaba nubes de polvo sobre la cabeza. Los había muy quisquillosos que aún llevaban el asunto más lejos. Un tal príncipe Raunitz necesitaba cuatro ayudas de cámara para que lanzasen sobre su cabeza cuatro nubes simultáneas de polvo, cada una de ellas tintada de un color distinto, entre las que deambulaba con parsimonia el príncipe para conseguir el efecto exactamente deseado. Al enterarse de aquello, lord Effingham decidió contratar a cinco
frisseurs
franceses con la única misión de cuidarle las pelucas; lord Scarborough contrató a seis.

Y entonces, de un modo casi repentino, las pelucas pasaron de moda. Los fabricantes de pelucas, desesperados, solicitaron a Jorge III que declarara obligatorio el uso de pelucas por parte de los varones, pero el rey se negó a ello. A principios del siglo
XIX
nadie las quería ya y las viejas pelucas acabaron convertidas en plumeros para el polvo. Hoy en día sobreviven solo en ciertos tribunales británicos y de la Commonwealth. Según me han contado, las pelucas judiciales actuales están hechas con crin de caballo y cuestan unas 600 libras. Para evitar que parezcan nuevas —lo que muchos abogados creen que podría sugerir falta de experiencia—, las nuevas pelucas suelen sumergirse en té para darles el necesario aspecto envejecido.

Las mujeres, por otro lado, llevaron literalmente a otro nivel el uso de las pelucas: envolviendo el cabello en una especie de armazón de alambre conocido como
pallisade
o
commode
. Mezclando lana engrasada y crin de caballo con su propio pelo lograban alcanzar alturas auténticamente monumentales. Las pelucas femeninas alcanzaban en ocasiones alturas de setenta y cinco centímetros, convirtiendo a una portadora de altura media en una figura de dos metros treinta de altura. Cuando viajaban por algún compromiso, las damas se veían obligadas a sentarse en el suelo del carruaje o a asomar la cabeza por la ventanilla. Se conoce un mínimo de dos desgracias de mortal desenlace como consecuencia del incendio de cabellos femeninos al entrar en contacto con velas.

El cabello de la mujer se convirtió en un elemento tan complicado que impulsó la creación de un vocabulario completamente nuevo y tan sofisticado que incluso los distintos tipos de rizos y las diferentes partes de los rizos tenían su propio nombre:
frivolité
,
des migraines
,
l’insurgent
,
monte la haut
,
sorti
,
frelange
,
flandon
,
burgoigne
,
choux
,
crouche
,
berger
,
confident
y muchos más. (
Chignon
, el nombre que se aplica al moño en la nuca, es quizás la única palabra que aún se utiliza del que en su día fuera un extenso vocabulario.) Debido a la cantidad descomunal de trabajo que implicaba, no era excepcional que las mujeres dejasen su peinado sin tocar ni una pizca durante meses seguidos, excepto para añadir de vez en cuando un poco de engrudo para mantenerlo bien compacto y en su lugar. Muchas dormían con el cuello colocado sobre un trozo de madera con una forma especial para que el peinado quedara elevado e intacto. Una de las consecuencias de no lavarse el pelo es que acababa convertido en un enjambre de insectos, gorgojos en particular. Se sabe de una mujer que sufrió un aborto al descubrir que su cubierta superior se había convertido en un nido de ratones.

La década de 1790 significó el apogeo de los peinados femeninos encumbrados, justo en el momento en que los hombres empezaban ya a olvidarse de las pelucas. En general, las pelucas femeninas iban engalanadas con cintas y plumas, pero a veces incorporaban detalles mucho más elaborados. John Woodforde, en su historia de tocador, menciona a una mujer que llevaba la maqueta de un barco, con sus velas y sus cañones, navegando entre las olas de su peinado, como pretendiendo protegerlo de una posible invasión.

Justo en el mismo periodo se pusieron de moda las pecas artificiales, lo que se conocía como
mouches
. Poco a poco, estos parches fueron adquiriendo distintas formas, como estrellitas o lunas en cuarto creciente, que se exhibían en la cara, el cuello y los hombros. En el momento cumbre de esta moda, todo el mundo llevaba tantas
mouches
encima que la gente daba la impresión de estar realmente cubierta de moscas. Los parches los utilizaban tanto hombres como mujeres y se decía que, dependiendo del lugar donde los llevaran colocados, reflejaban las inclinaciones políticas de sus usuarios: quien los lucía en la mejilla derecha era partidario de los
whigs
, mientras que quien los aplicaba sobre la izquierda era partidario de los
tories
. De un modo similar, un corazón en la mejilla derecha indicaba que su portador estaba casado, y en la mejilla izquierda, que estaba comprometido. Los parches acabaron complicándose hasta tal punto y siendo tan variados que generaron también la aparición de un nuevo vocabulario. De este modo, el parche que se aplicaba en la barbilla se denominaba
silencieuse
, el de la nariz
l’impudente
o
l’effrontée
, el que se colocaba en medio de la frente era un
majestueuse
, y así sucesivamente. En la década de 1780, y solo para demostrar que la ridiculez creativa no conocía límites, se puso brevemente de moda llevar cejas falsas hechas con piel de ratón.

Al menos, los parches no eran tóxicos, y como tal eran prácticamente los únicos productos de belleza que no lo eran desde hacía muchos siglos. En Inglaterra existía una larga tradición de envenenamientos en nombre de la belleza. Había quien se dilataba de forma atractiva las pupilas con gotas de belladona. Pero lo que más peligro entrañaba era la cerusa, una pasta hecha con plomo blanco y conocida comúnmente como «pintura». La cerusa era muy popular. En el caso de las mujeres con marcas de la viruela se aplicaba como si fuese una lechada, para rellenar los hoyos de la piel, pero la utilizaban incluso las mujeres sin imperfecciones para conseguir una encantadora palidez fantasmagórica. La cerusa continuó siendo popular durante muchísimo tiempo. La primera referencia que encontramos a la cerusa como cosmético se remonta a 1519, en una anotación que afirma que las mujeres que van a la moda «blanquean su cara, su cuello y su
pappis
[que es lo mismo que decir sus pechos] con cerusa», mientras que en 1754, el
Connoisseur
, un periódico, seguía maravillándose por el hecho de que «cualquier dama que conozcas va embadurnada con ungüento de cerusa y yeso». La cerusa tenía tres inconvenientes destacados: se resquebrajaba cuando su portadora sonreía o hacía una mueca, se volvía gris al cabo de pocas horas y si se utilizaba durante un tiempo prolongado podía matar. Como mínimo, provocaba dolorosas inflamaciones oculares y pérdida de piezas dentales. Se sabe de al menos dos conocidas bellezas, una cortesana llamada Kitty Fisher y una dama de la alta sociedad, Maria Gunning, condesa de Coventry, que murieron por envenenamiento de cerusa con poco más de veinte años de edad, y resulta casi imposible imaginar cuántas mujeres más vieron su vida abreviada o su organismo perturbado por su afición a la cerusa.

Las pociones tóxicas también eran populares. Ya bien entrado el siglo
XIX
, muchas mujeres bebían, para mejorar el aspecto de su tez, un preparado conocido como la «solución de Fowler», que en realidad no era más que arsénico diluido. La esposa de Dante Gabriel Rossetti, Elizabeth Siddal (recordada como la modelo de la Ofelia ahogada en el río pintada por John Everett Millais), era una devota consumidora de la pócima, que con casi toda seguridad contribuyó a su temprana muerte en 1862
[60]
.

También los hombres utilizaban maquillaje, y durante algo más de un siglo exhibieron un afeminamiento sobrecogedor, a veces en las circunstancias más inesperadas. El duque de Orleans, hermano de Luis XIV, «a pesar de ser uno de los sodomitas más famosos de la historia», según las sorprendentemente directas palabras de Nancy Mitford, fue un valeroso soldado, aunque muy poco ortodoxo. Llegaba al campo de batalla «pintado, empolvado, con sus pestañas pegadas, cubierto de cintas y diamantes —escribió en
El Rey Sol
—. Nunca llevaba sombrero por miedo a aplastar la peluca. Pero cuando entraba en combate, era valiente como un león y tan solo temía los efectos que el sol y el polvo pudieran tener sobre su tez». Tanto hombres como mujeres adornaban su cabello con penachos y plumas y aderezaban sus rizos con cintas. Hubo hombres que se aficionaron incluso a llevar tacones —no zapatos con plataforma maciza, sino tacones finos de aguja de hasta quince centímetros de altura— y manguitos de piel para mantener las manos calientes. Algunos llevaban parasol en verano. Y casi todos se echaban perfume a mansalva. Se los conocía como
macaronis
, en honor al plato que descubrían cuando viajaban a Italia.

Resulta, por lo tanto, curioso que la conciencia popular haya asociado con el vestir excesivo a quienes acabarán aportando cierta moderación al tema, a saber, la elegante tribu rival de los dandis. Nada, con respecto al atuendo masculino, puede estar más lejos de la verdad, y la quintaesencia de ese apagado esplendor fue George «el Bello» Brummell, que vivió entre 1778 y 1840. Brummell no era rico, ni era tampoco un personaje de gran talento, ni dotado de un espléndido cerebro. Pero vestía mejor que nadie. Ni de forma más colorista ni con extravagancia, sino sencillamente con más cuidado y atención al detalle.

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