En casa. Una breve historia de la vida privada (62 page)

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Authors: Bill Bryson

Tags: #Ensayo, Historia

BOOK: En casa. Una breve historia de la vida privada
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El evento trascendental para los inodoros con cisterna fue la Gran Exposición, donde se convirtieron en una de las más destacadas atracciones. Más de ochenta mil personas soportaron con paciencia largas colas para experimentar los inodoros con cisterna —una novedad para la mayoría— y se quedaron tan encantadas con el ruido y el remolino limpiador del agua que corrieron a instalarlos en sus casas. Tal vez no exista otro objeto de consumo de precio elevado en toda la historia que haya conseguido despegar a mayor velocidad que este. A mediados del siglo
XIX
, ya había instalados en Londres unos doscientos mil.

El problema era que la red de alcantarillado de Londres estaba únicamente diseñada para absorber agua de lluvia y se mostró incapaz de gestionar aquella avalancha continua de residuos sólidos. Las cloacas empezaron a llenarse de aguas residuales densas y viscosas que no circulaban. Surgió entonces un tipo de trabajo, el de desatascador, cuya responsabilidad consistía en localizar los bloqueos y solucionarlos. Otras labores relacionadas con el alcantarillado eran las que realizaban los llamados alcantarilleros y los rapiñadores, que se dedicaban a remover la porquería, tanto en las alcantarillas como en los fétidos bancos de los ríos, en busca de joyas y alguna que otra cuchara de plata. Si se mira bien, los alcantarilleros se ganaban la vida, pero era una profesión peligrosa. El aire de las alcantarillas podía resultar mortal. La red de alcantarillado era extensa y sin mapas explicativos y hay constancia de muchos alcantarilleros que acabaron perdiéndose por ella o viéndose incapaces de encontrar la salida. Se rumoreaba asimismo que algunos habían sido atacados y devorados por las ratas.

Las epidemias asesinas eran habituales en el mundo escasamente higienizado previo a la aparición de los antibióticos. Se estima que la epidemia de cólera de 1832 acabó con la vida de sesenta mil británicos. Fue seguida en 1837-1838 por una devastadora epidemia de gripe y por posteriores brotes de cólera en 1848, 1854 y 1867. Y a todos estos ataques contra la tranquilidad del país se sumaron brotes mortales de fiebres tifoideas, fiebres reumatoides, escarlatina, difteria y viruela, entre otras enfermedades. Solo las fiebres tifoideas mataron a más de mil quinientas personas al año en el periodo comprendido entre 1850 y 1870. La tosferina acabó con la vida de unos diez mil niños al año entre 1840 y 1910. El sarampión mató a más aún. En el siglo
XIX
había, por lo tanto, numerosas y terribles maneras de morir.

El cólera no fue una enfermedad muy temida en un principio por la decididamente inadecuada razón de que se creía que afectaba tan solo a los pobres. En el siglo
XIX
estaba en general aceptado que los pobres eran pobres porque nacían para serlo. A pesar de que unos pocos empobrecidos podían aparecer generosamente descritos como no merecedores de su condición, en su mayoría eran por naturaleza «imprevisores, imprudentes y desaforados, y con una avidez habitual por la gratificación sensual», según lo resumía de forma sucinta un informe del Gobierno. Incluso Friedrich Engels, un observador mucho más compasivo que la mayoría, era capaz de escribir en
La situación de la clase obrera en Inglaterra
: «El carácter fácil del irlandés, su crudeza, que lo sitúa solo un poco por encima del salvaje, su desprecio por todos los goces humanos, que su misma crudeza le imposibilita compartir, su suciedad y pobreza, todo ello favorece la ebriedad».

Por lo tanto, cuando en 1832 la gente de las abarrotadas ciudades empezó a caer en cantidades impresionantes víctima de una nueva enfermedad llegada de la India y conocida como cólera, fue un hecho en general visto como una de esas desgracias que se cernían sobre los pobres de vez en cuando. El cólera llegó a conocerse como «la peste del pobre». En la ciudad de Nueva York, más del 40 % de las víctimas eran inmigrantes irlandeses pobres. Los negros se veían también afectados en cifras desproporcionadas. La comisión médica del estado de Nueva York declaró, de hecho, que la enfermedad estaba limitada a los pobres disolutos y que «surge enteramente como resultado de sus hábitos de vida».

Pero el cólera empezó a atacar también a los habitantes de barrios acomodados, y el terror se generalizó enseguida. Desde la «Muerte Negra» no había habido enfermedad que inquietara hasta tal punto a la población. La característica más diferenciadora del cólera era su rapidez. Los síntomas —fuertes diarreas y vómitos, dolorosos retortijones, aplastantes cefaleas— aparecían de manera instantánea. La tasa de mortalidad era del 50 %, y a veces superior, pero era su celeridad —la terrible e impetuosa transición del bienestar a la repentina agonía, delirio y muerte— lo que resultaba aterrador para todo el mundo. Ver a un ser querido perfectamente bien a la hora del desayuno y muerto a la hora de cenar era una experiencia horrorosa.

Y hubo más enfermedades que acabaron también con numerosas vidas. Los que sobrevivían al cólera solían recuperarse por completo, a diferencia de las víctimas de la escarlatina, que acostumbraban a quedarse sordas o con lesiones cerebrales, y las de la viruela, que podían quedar terriblemente desfiguradas. Pero aun así fue el cólera la que se convirtió en la obsesión nacional. Entre 1845 y 1856 se publicaron en inglés cerca de setecientos libros sobre el cólera. Lo que más preocupaba a la gente era no saber qué lo causaba y cómo eludirlo. «¿Qué es el cólera? —preguntaba
Lancet
en 1853—. ¿Es un hongo, un insecto, un miasma, una alteración eléctrica, una deficiencia de ozono, una malsana erosión del tracto intestinal? No sabemos nada.»

La creencia más común era que el cólera y otras terribles enfermedades eran consecuencia del aire impuro. Se creía que cualquier cosa en proceso de descomposición o maloliente —aguas residuales, los cadáveres de los cementerios, vegetación en estado de putrefacción, efluvios humanos— producía enfermedades y era potencialmente mortal. «Una orgía de aromas invisibles de malaria cubre todas las calles —escribió un cronista, con cierto pintoresquismo, hacia mediados de siglo—. El veneno atmosférico, el factor acre y la suciedad gaseosa claman y no perdonan, y el paseante inhala cada vez que respira, y llena su par de pulmones con los vapores que emanan del fango en descomposición de las cunetas y la podredumbre.» La máxima autoridad médica de Liverpool calculó en 1844, con segura precisión, el alcance de los daños e informó de ello al Parlamento: «Por el simple funcionamiento de los pulmones de los habitantes de Liverpool, un estrato de aire diario suficiente como para cubrir la totalidad de la superficie de la ciudad hasta una altura de un metro se considera inadecuado para la respiración».

El defensor más consagrado e influyente de la teoría de los miasmas fue Edwin Chadwick, secretario de la Comisión de la Ley de los Pobres y autor de
A Report on the Sanitary Condition of the Labouring Population of Great Britain
, que se convirtió en un inverosímil éxito de ventas en 1842. La creencia fundamental de Chadwick era que, si conseguías librarte de los olores, te librabas también de las enfermedades. «Cualquier olor equivale a enfermedad», explicó en una consulta parlamentaria. Su deseo no era otro que limpiar los barrios pobres y las viviendas que en ellos hubiera, pero no para mejorar las condiciones de vida de sus habitantes, sino simplemente para librarse de los malos olores.

Chadwick era un personaje intenso y sombrío, muy dado a los celos mezquinos y a las discusiones por defender su postura. Abogado de formación, pasó gran parte de su vida trabajando en diversas comisiones reales: para la mejora de las leyes de los pobres, de las condiciones de las fábricas, del nivel sanitario de las ciudades, para prevenir muertes evitables, para reorganizar el registro de nacimientos, muertes y matrimonios. No era un hombre del agrado de casi nadie. Su trabajo en la Ley de Pobres de 1834, que introdujo un sistema nacional de asilos para pobres de naturaleza casi penal, lo convirtió en un ser odiado entre la clase trabajadora, «el individuo más impopular de todo el Reino Unido», según un biógrafo. Ni siquiera su familia sentía afecto por él. La madre de Chadwick falleció siendo él un niño y su padre volvió a casarse e inició una segunda familia en el oeste de Inglaterra. Esta segunda familia acabó emigrando a Brooklyn y, por lo que parece, la relación se rompió. Uno de los hijos del segundo matrimonio fue Henry Chadwick, cuya carrera profesional se encaminó hacia una dirección completamente distinta. Se convirtió en redactor deportivo y fue uno de los primeros y entusiastas promotores del béisbol. De hecho, se le ha descrito a veces como el padre del juego moderno. Fue él quien concibió el marcador, la puntuación, el promedio de bateo, el promedio de
runs
ganados y muchos otros pormenores estadísticos que tanto adoran los aficionados al béisbol. La razón por la que el marcador del béisbol y la tarjeta de puntuación del criquet son tan similares es porque realizó lo primero basándose en la segunda
[57]
.

La teoría de los miasmas solo tenía un punto débil destacado: carecía por completo de base. Por desgracia, solo un hombre se dio cuenta de ello, y no consiguió que nadie estuviera de acuerdo con él. Se llamaba John Snow.

Snow nació en York, en 1813, en circunstancias modestas —su padre era un trabajador normal y corriente—, y por mucho que esto tal vez influyera negativamente en su vida social, le fue muy bien en cuanto a percepción y compasión, pues fue casi el único entre todas las autoridades médicas de la época que no culpó a los pobres de sus enfermedades, sino que comprendió que eran sus condiciones de vida lo que los hacía más vulnerables a influencias que escapaban de su control. Nadie jamás había abordado el estudio de la epidemiología con tamaña falta de prejuicios.

Snow estudió medicina en Newcastle pero se estableció en Londres, donde se convirtió en uno de los más destacados anestesistas de su tiempo, en un momento en que la anestesia era aún un campo inquietantemente experimental. Rara vez la palabra «práctica» ha sido más apropiada con respecto a las labores de un médico. La anestesia sigue siendo un asunto delicado incluso ahora, pero en los primeros tiempos, cuando las dosis se basaban en poco más que corazonadas y esperanzados supuestos, el coma, la muerte y otras graves consecuencias eran de lo más habitual. En 1853, se reclamó la presencia de Snow para que administrase cloroformo a la reina Victoria durante el parto del que era su octavo embarazo. La reacción al cloroformo era inesperada, y no solo porque era un elemento nuevo —lo había descubierto un médico de Edimburgo hacía solo seis años—, sino porque resultaba además claramente peligroso. Había muerto mucha gente como consecuencia de su aplicación. Y utilizarlo simplemente para ayudar a la reina a afrontar los dolores de un parto debió de ser, bajo el punto de vista de la mayoría de médicos, una imprudencia descabellada. La revista
Lancet
informó del tema como un rumor preocupante y se confesó atónita ante la idea de que cualquier médico cualificado decidiera correr ese riesgo con la persona real en cualquier circunstancia que no fuera una situación de crisis. Pero Snow no dudó en administrar cloroformo, ni entonces ni después, por mucho que esa práctica le recordara de forma intensa y constante los riesgos de la anestesia. En abril de 1857, por ejemplo, mató a un paciente después de haber experimentado con él un nuevo tipo de anestésico, el amileno, y haber calculado erróneamente la dosis tolerable. Justo una semana después, administraba de nuevo cloroformo a la reina.

Cuando no se dedicaba a ayudar a la gente a perder la consciencia antes de ser sometida a una intervención quirúrgica, Snow dedicaba gran parte de su tiempo a comprender de dónde provenían las enfermedades. Se preguntó en especial por qué el cólera devastaba de aquel modo algunos barrios mientras prácticamente pasaba por alto otros. En Southwark, el porcentaje de muertes por cólera era seis veces más elevado que en el vecino Lambeth. Si el cólera fuese consecuencia de un ambiente enrarecido, ¿por qué los habitantes de barrios colindantes, que respiraban el mismo aire, presentaban porcentajes de infección tan discrepantes? Además, si el cólera se transmitiera por el olor, los que realizaban tareas que obligaban a un contacto directo con los malos olores —los alcantarilleros, los desatascadores, los hombres de los excrementos y todos los que se ganaban la vida con la basura humana— tendrían que ser las víctimas más frecuentes. Pero no era así. Después del brote de 1884, Snow no consiguió encontrar ni un solo desatascador que hubiese fallecido.

El logro más perdurable de Snow fue no solo comprender la causa del cólera, sino además recopilar evidencias de un modo científicamente riguroso. Realizó mapas detallados que mostraban la distribución exacta de las víctimas del cólera. Y los patrones descubiertos eran de lo más intrigante. Por ejemplo, el Hospital Bethlehem, el famoso manicomio, no tenía ni una sola víctima, mientras que los habitantes de las calles vecinas, en cualquier dirección, habían sucumbido en cantidades alarmantes. La diferencia estaba en que el hospital disponía de un suministro propio de agua, procedente de un pozo existente en sus terrenos, mientras que los que vivían en los alrededores se abastecían del agua de los pozos públicos. De la misma manera, los habitantes de Lambeth bebían agua que llegaba a través de un sistema de cañerías procedente de fuentes limpias de las afueras de la ciudad, mientras que los del vecino Southwark bebían agua que procedía directamente del contaminado Támesis.

Snow anunció sus descubrimientos en un panfleto publicado en 1849,
On the Mode of Communication of Cholera
, que demostraba un claro vínculo entre el cólera y el agua contaminada por heces humanas. Es uno de los documentos más importantes de la historia de la estadística, la salud pública, la demografía y la ciencia forense: uno de los documentos más importantes, en resumen, del siglo
XIX
. Nadie le hizo caso y las epidemias siguieron avanzando.

En 1854, un brote especialmente virulento golpeó el Soho. En un solo barrio en los alrededores de Broad Street, murieron en diez días más de quinientas personas, lo que convirtió el suceso, como Snow destacó, probablemente en el caso más devastador de mortalidad repentina de toda la historia, peor aún que la gran peste. La mortalidad podría haber sido aún mayor de no haber huido tanta gente de aquel barrio.

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