En casa. Una breve historia de la vida privada (58 page)

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Authors: Bill Bryson

Tags: #Ensayo, Historia

BOOK: En casa. Una breve historia de la vida privada
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Con tantas vidas escorzadas, los matrimonios del mundo anterior a la era industrial solían ser breves. En los siglos
XV
y
XVI
, el matrimonio duraba una media de diez años antes de que uno de los componentes de la pareja falleciera. Se da a menudo por sentado que, al morir la gente tan joven, también se casaba joven para aprovechar al máximo la breve vida que tenía por delante. Pero por lo que parece, no era así. Entre otras cosas, la gente seguía considerando que la duración normal de la vida —el derecho teórico a vivir de cada uno— eran los consabidos setenta años mencionados en los salmos de la Biblia. Pero muy poca gente llegaba a ese punto. Para sustentar la teoría de que la gente se casaba muy temprano se cita casi siempre la tierna edad de los protagonistas de
Romeo y Julieta
de Shakespeare (Julieta tenía solo trece años, Romeo era un poco más mayor). Dejando aparte la consideración de que los personajes eran ficticios y poca cosa podían probar, lo que siempre se pasa por alto es que en el poema de Arthur Brooke en el que Shakespeare basó su historia, los personajes tenían dieciséis años. Se desconoce por qué Shakespeare decidió que fueran más jóvenes, igual que se desconocen tantas otras cosas sobre él. En cualquier caso, la tierna edad de los protagonistas de Shakespeare no está soportada en el mundo real por ningún tipo de prueba documental.

En la década de 1960, el historiador de Stanford, Peter Laslett, realizó un meticuloso estudio de los expedientes matrimoniales británicos y descubrió que en ningún momento del pasado documentado la gente se casó a edades excesivamente tempranas. Entre 1619 y 1660, por ejemplo, el 85 % de las mujeres tenía diecinueve años o más en el momento de contraer matrimonio; solo una de cada mil era menor de trece años. La edad media para contraer matrimonio era de veintitrés años y siete meses para las mujeres y casi veintiocho años para los hombres, edades que difieren muy poco de las medias actuales. El mismo William Shakespeare fue excepcional al casarse con solo dieciocho años, mientras que su esposa, Anne, era extraordinariamente mayor con veintiséis. La mayoría de los matrimonios jóvenes eran formalidades conocidas como
espousals de futuro
, que pueden considerarse más declaraciones de futuras intenciones que licencias para darse un revolcón en la cama.

Lo que sí es verdad es que había muchos más viudos y viudas que volvían a casarse con frecuencia y poco después del duelo. En el caso de las mujeres, era a menudo una necesidad económica. Y en el de los hombres, era más por el deseo de tener a alguien que se ocupara de ellos. En resumen, solía ser más una consideración práctica que emocional. Uno de los pueblos investigados por Laslett tenía, en 1688, setenta y dos hombres casados, de los cuales trece se habían casado dos veces, tres se habían casado tres veces, tres lo habían hecho cuatro veces y uno se había casado cinco veces, todo ello como resultado de la viudedad. En conjunto, una cuarta parte de todos los matrimonios eran nuevas uniones posteriores a una situación de viudedad, unas proporciones que permanecieron invariables hasta los primeros años del siglo
XX
.

Con tantos fallecimientos, el duelo se convirtió en una parte esencial de la vida de mucha gente. Los maestros del duelo fueron, claro está, los victorianos. Nunca hubo un pueblo con una vinculación más mórbida a la muerte o que encontrara formas más complicadas de conmemorarla. Una de las personas que más destacó en este aspecto fue la misma reina Victoria. Cuando su amado príncipe Alberto falleció en diciembre de 1861, hizo detener los relojes de su dormitorio a la hora de su muerte, las diez cincuenta de la noche, y por orden de la reina la alcoba siguió siendo atendida como si él estuviera simplemente ausente por una temporada, más que enterrado para siempre en un mausoleo cercano al palacio. Un ayuda de cámara preparaba a diario su ropa y el servicio dejaba en la habitación jabón, toallas y agua caliente a las horas correspondientes, para después retirarlo todo de nuevo.

Las reglas del duelo eran estrictas y agotadoramente amplias en todos los ámbitos sociales. Cualquier permutación posible de las relaciones sociales y familiares estaba considerada y reglada. Si, por ejemplo, el finado era un tío político, el luto tenía que prolongarse durante dos meses si le había sobrevivido la esposa, pero solamente un mes si estaba soltero o era viudo. Y de un modo similar quedaban reguladas todo tipo de relaciones. Ni siquiera era necesario haber conocido al fallecido. En el caso de la mujer, si su marido había estado casado anteriormente —una situación de lo más común— y fallecía un pariente cercano de la primera esposa, la actual esposa debía seguir un «luto complementario», una especie de duelo por poderes en nombre de la anterior esposa ya fallecida.

Y con igual precisión y meticulosidad quedaba exactamente estipulado el tiempo y la manera de llevar el luto. Las viudas, envueltas ya en kilos de sofocante paño, tenían que vestirse además con crepé negro, un tejido de seda de aspecto rugoso. El crepé rascaba, crujía y resultaba espantosamente complicado de mantener. Si el crepé se mojaba con gotas de lluvia, aparecían manchas blanquecinas que traspasaban y manchaban el tejido o la piel de debajo. Una mancha sobre el crepé destrozaba cualquier tejido que tocara y era casi imposible de borrar de la piel. Las cantidades de crepé del vestido venían estrictamente dictadas por el paso del tiempo. Con un simple vistazo a la cantidad de crepé que llevaba una mujer en cada manga, era posible adivinar cuánto tiempo hacía que había enviudado. Transcurridos dos años, la viuda pasaba a una fase conocida como «medio luto», en la que podía empezar a vestirse de gris o de color lavanda claro, siempre y cuando esos colores no se introdujeran con excesiva brusquedad.

Los criados también tenían que llevar luto por la desaparición de sus señores, y después de la muerte de un monarca se decretaba un periodo de luto nacional. El fallecimiento de la reina Victoria en 1901 fue seguido por un periodo de consternación, pues habían transcurrido casi sesenta años desde la última muerte real y nadie se ponía de acuerdo con relación al nivel de duelo apropiado para una reina de tan larga vida en una era moderna como aquella.

Y por si los victorianos no tenían ya bastantes preocupaciones, empezaron a desarrollar peculiares ansiedades con respecto a la muerte. El miedo a un entierro prematuro se generalizó, un miedo que Edgar Allan Poe explotó en 1844 con intenso efectismo en un cuento con ese mismo título. La catalepsia, un tipo de parálisis en la que la víctima
parecía
muerta aun estando plenamente consciente, se convirtió en la enfermedad más temida de la época. En periódicos y revistas abundaban artículos sobre gente que había sufrido sus efectos inmovilizadores. Un caso muy conocido fue el de Eleanor Markham, del norte del estado de Nueva York, que estaba a punto de ser enterrada en julio de 1894 cuando se escucharon unos gritos ansiosos en el interior de su ataúd. Cuando levantaron la tapa, la señorita Markham gritó: «¡Dios mío, estaban enterrándome viva!».

Y explicó posteriormente a sus salvadores: «Estuve consciente durante todo el tiempo en que estuvieron ustedes realizando los preparativos para enterrarme. El horror que sentí por mi situación es indescriptible. Oía todo lo que se decía, incluso el más mínimo susurro al otro lado de la puerta». Pero por mucho que tratara de gritar, explicó, era incapaz de emitir un sonido. Según un informe, de los mil doscientos cadáveres exhumados en la ciudad de Nueva York entre 1860 y 1880 por una u otra razón, seis mostraban signos de haber estado dando golpes o de haberse movido posteriormente al momento de su entierro. En Londres, cuando el naturalista Frank Buckland buscaba el ataúd del anatomista John Hunter en la iglesia de St. Martin-in-the-Fields, informó haber encontrado tres ataúdes que mostraban evidencias claras de que se había producido movimiento en su interior (o al menos afirmó estar convencido de ello). Las anécdotas sobre entierros prematuros eran numerosas. Un corresponsal del popular periódico
Notes and Queries
ofrecía la siguiente contribución en 1858:

Un rico fabricante llamado Oppelt falleció hace quince años en Reichenberg, Austria, y su viuda y sus hijos mandaron erigir un panteón en el cementerio para albergar su cadáver. La viuda murió hace un mes y fue llevada a la misma tumba; pero, cuando se abrió con ese fin, descubrieron el ataúd de su esposo abierto y vacío, y el esqueleto en un rincón del panteón en posición sentada.

Durante una generación, como mínimo, este tipo de artículos apareció de forma rutinaria incluso en periódicos serios. Había tantísima gente enfermizamente obsesionada por el miedo a ser enterrada antes de tiempo, que incluso se acuñó un término al respecto:
taphephobia
. El novelista Wilkie Collins dejaba cada noche en su mesita una carta con instrucciones de las pruebas que quería que se llevasen a cabo para asegurarse de que realmente había muerto durmiendo en el caso de que lo encontraran en un estado aparentemente cadáver. Otros ordenaban que les cortasen la cabeza o les extirpasen el corazón antes de ser enterrados, para que no hubiera ningún tipo de duda. Un autor propuso la construcción de «mortuorios de espera» donde poder albergar a los fallecidos durante unos días para asegurarse de que estaban muertos de verdad y no solo excepcionalmente inmóviles. Un tipo más emprendedor diseñó incluso un dispositivo que permitía a quien se despertara en el interior de un ataúd poder tirar de una cuerda, que accionaba un tubo para poder respirar por él y simultáneamente activaba una alarma que hacía ondear una banderola a ras de suelo. En 1899 se estableció en Gran Bretaña la Association for Prevention of Premature Burial y al año siguiente se formó en Estados Unidos otra asociación con el mismo título. Ambas sociedades sugerían diversas y minuciosas pruebas que debían realizar los médicos antes de declarar muerta a una persona —una de ellas consistía en acercar una plancha caliente a la piel del fallecido para ver si salían ampollas— y, de hecho, durante un tiempo varias de esas pruebas se incorporaron a los planes de estudios de las escuelas de medicina.

El robo de tumbas era otra gran preocupación, y no sin razón, pues la demanda de cadáveres recientes en el siglo
XIX
era considerable. Solo en Londres había veintitrés escuelas de medicina o anatomía, y todas ellas necesitaban un suministro regular de cadáveres. Hasta la aprobación de la Anatomy Act de 1832, solo podían utilizarse para experimentos y disección los cadáveres de los criminales ejecutados, y las ejecuciones eran en Inglaterra mucho más excepcionales de lo que normalmente se supone. En 1831, un año típico, fueron condenadas a muerte en Inglaterra mil seiscientas personas, pero solo cincuenta y dos de ellas fueron ejecutadas. Por lo tanto, la demanda de cuerpos era mucho mayor de lo que la ley procuraba. El robo de tumbas, en consecuencia, se convirtió en un negocio irresistiblemente tentador, teniendo en cuenta además que, gracias a un curioso subterfugio legal, el robo de un cuerpo estaba considerado un delito menor, no una felonía. En una época en la que un trabajador bien pagado ganaba una libra a la semana, un cadáver reciente podía remunerarse con 8 o 10 libras, y a veces incluso con veinte y, al menos en principio, sin correr muchos riesgos, siempre y cuando los malhechores fueran cuidadosos y retirasen solamente cadáveres, no mortajas, ataúdes o recuerdos, por lo que

podían ser acusados de felonía.

Pero no era solo el mórbido interés por la disección lo que movía el mercado. En los tiempos previos a la anestesia, los cirujanos necesitaban conocer muy bien el cuerpo humano. Resulta imposible hurgar concienzudamente entre arterias y órganos cuando el paciente grita de agonía y expulsa sangre a borbotones. La velocidad era esencial, y parte esencial de la velocidad era la familiaridad, que solo podía conseguirse a partir de mucha práctica con los muertos. Y, claro está, la falta de refrigeración se traducía en que la carne empezaba a estropearse enseguida, lo que hacía que la necesidad de cuerpos frescos fuera constante.

Para combatir a los ladrones, los pobres, en particular, solían retener los cuerpos de sus seres queridos hasta que empezaban a descomponerse y perder con ello su valor. El
Report on the Sanitary Condition of the Labouring Classes of Great Britain
, de Edwin Chadwick, estaba lleno de horripilantes y sorprendentes detalles sobre esa práctica. En algunos barrios, destacaba, era normal que las familias conservaran el cadáver en la habitación principal durante una semana o más a la espera de que la descomposición estuviera avanzada. No era excepcional, decía, encontrar gusanos por la alfombra y a los más pequeños de la casa jugando entre ellos. El hedor, no es de extrañar, era impresionante.

Los cementerios, por otra parte, mejoraron sus medidas de seguridad y empezaron a emplear a vigilantes nocturnos armados. La iniciativa aumentó el riesgo de ser sorprendido y recibir una paliza por ello, por lo que muchos «hombres de la resurrección», como se los conocía a nivel popular, decidieron decantarse por el asesinato como método más seguro. Los más famosos y entregados a su labor fueron William Burke y William Hare, inmigrantes irlandeses residentes en Edimburgo, que mataron al menos a quince personas en menos de un año, a partir de 1827. Su método era crudamente efectivo. Entablaban amistad con tristes vagabundos, los emborrachaban y los asfixiaban sentándose el fornido Burke sobre el pecho de la víctima y tapándole Hare la boca. Acto seguido, llevaban el cadáver al profesor Rober Knox, que pagaba entre 7 y 14 libras por cada cadáver fresco y sonrosado que recibía. Knox debía de sospechar que algo tremendamente dudoso había de por medio —dos irlandeses alcohólicos presentándose en su casa con cadáveres bastante recientes, todos ellos con aspecto de haber expirado de forma tranquila—, pero siempre afirmó que formular preguntas no era asunto suyo. Hare evitó la horca delatando a su cómplice y ofreciéndose a testificar contra su amigo y socio. Resultó innecesario, pues Burke realizó una confesión completa y fue acto seguido ejecutado. Su cuerpo fue entregado a otra escuela de anatomía para su disección, y su piel pasó por un proceso de encurtido y durante años fue entregada a modo de recuerdo a visitantes privilegiados.

Hare pasó solo un par de meses en la cárcel antes de ser liberado, aunque su destino posterior no fue precisamente feliz. Empezó a trabajar en un horno de cal, donde sus compañeros lo reconocieron y le arrojaron cal viva a la cara, cegándolo de manera permanente. Se cree que pasó sus últimos años como un mendigo vagabundo. Hay informes que afirman que regresó a Irlanda, otros lo sitúan en Norteamérica, pero se desconoce cuánto tiempo vivió y dónde fue enterrado.

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