Read En casa. Una breve historia de la vida privada Online
Authors: Bill Bryson
Tags: #Ensayo, Historia
Cuando las pinturas se popularizaron, la gente empezó a quererlas con los colores más intensos que pudieran obtenerse. Los colores contenidos que asociamos en Gran Bretaña con el periodo georgiano, o en Norteamérica con el periodo colonial, son consecuencia de la descoloración, no una contención decorativa. En 1979, cuando Mount Vernon inició un programa con la intención de repintar los interiores con colores fieles a la antigua realidad, «la gente venía gritándonos —me explicó con una sonrisa Dennis Pogue, su conservador, durante mi visita—. Nos decían que estábamos convirtiendo Mount Vernon en una cosa chillona. Y tenían razón… era lo que estábamos haciendo. Pero simplemente porque era así. A mucha gente le costó aceptar que lo que estábamos llevando a cabo era una restauración fiel».
«Incluso ahora, las cartas de colores de pinturas de estilo colonial nos muestran casi siempre tonos apagados. Pero, de hecho, eran colores bastante intensos y a veces incluso sorprendentes. Cuanta más robustez pudieras conseguir en un color, más admiración obtenías a cambio. Para empezar, los colores fuertes denotaban que habías incurrido en un gasto importante, pues su producción incluía una cantidad importante de pigmento. Además, hay que recordar que estos colores se veían a la luz de las velas, por lo que necesitaban ser intensos para poder impactar en la penumbra.»
El efecto se repite ahora en Monticello, donde varias de las habitaciones están pintadas con intensos amarillos y verdes. De pronto, George Washington y Thomas Jefferson parecen tener los instintos decorativos de los hippies. Pero, en realidad, si se comparan con lo que les siguió eran tremendamente contenidos.
Cuando en la segunda mitad del siglo
XIX
salieron al mercado las pinturas ya mezcladas, la gente empezó a embadurnar paredes con ellas con un desenfreno casi salvaje. Se puso de moda no solo pintar con colores intensamente llamativos, sino también combinar hasta siete u ocho colores en una sola habitación.
Pero si observáramos la situación con detalle, nos sorprendería descubrir que en tiempos del señor Marsham había dos colores muy básicos que ni siquiera existían: un buen blanco y un buen negro. El blanco más luminoso disponible era un blanco roto bastante apagado, y a pesar de que los blancos mejoraron con el paso del siglo
XIX
, no fue hasta la década de 1940, con la incorporación del dióxido de titanio a las pinturas, cuando empezaron a estar disponibles blancos potentes y duraderos. La ausencia de una buena pintura blanca debió de ser doblemente destacable en los inicios de Nueva Inglaterra, pues los puritanos no solo carecían de pintura blanca, sino que además no creían en la pintura. (La consideraban ostentosa.) Por lo tanto, las relucientes iglesias blancas que asociamos con las ciudades de Nueva Inglaterra son, en realidad, un fenómeno relativamente nuevo.
La paleta del pintor carecía también de un negro potente. La pintura negra permanente, destilada del alquitrán y la brea, no estuvo disponible a nivel popular hasta finales del siglo
XIX
. En consecuencia, ese negro brillante que vemos en puertas, barandillas, verjas, farolas, canalones, bajantes y otros accesorios que constituyen una característica elemental de las calles del Londres actual, es en realidad algo bastante reciente. Si pudiéramos viajar en el tiempo y regresar al Londres de Dickens, una de las diferencias más notables que apreciaríamos sería la ausencia de superficies pintadas de negro. En época de Dickens, los elementos de hierro eran de color verde, azul claro o de un tono gris apagado.
Ahora, subamos la escalera y entremos en una habitación que tal vez no haya matado nunca a nadie, pero que con toda probabilidad ha sido testigo de más sufrimiento y desesperación que la suma de todas las demás habitaciones de la casa.
El dormitorio es un lugar extraño. No hay otro espacio en la casa donde pasemos más tiempo sin hacer nada, y haciéndolo de la forma más silenciosa e inconsciente, y aun así es en el dormitorio donde se materializan gran parte de las desdichas más profundas y persistentes de la vida. Si está usted moribundo o enfermo, agotado, con problemas sexuales, con ganas de llorar, atormentado por la ansiedad, demasiado deprimido para enfrentarse al mundo o carente de ecuanimidad y alegría, el dormitorio será el lugar donde con toda probabilidad lo encontraremos. Ha sido así durante siglos, pero justo en el momento en que el reverendo Marsham construía su casa, a la vida que se desarrollaba detrás de la puerta del dormitorio se le vino a sumar una dimensión completamente nueva: el terror. Nunca antes había encontrado la gente más cosas de las que preocuparse que los victorianos en sus dormitorios.
Las camas, muy especialmente, se convirtieron en causa de gran desasosiego. Por lo que parece, incluso la gente más limpia se convertía en una vaporosa masa de toxinas en cuanto se apagaba la luz. «El agua que desprende la respiración —explicaba Shirley Foster Murphy en
Our Homes, and How to Make Them Healthy
(1883)— está cargada de impurezas animales; se condensa en las paredes interiores de los edificios y gotea en forma de fétidos hilillos, y […] penetra en los muros», causando daños de naturaleza grave, aunque no especificada. En ningún momento se explicaba, ni se consideraba siquiera, por qué no provocaba estos daños cuando estaba dentro del organismo. Bastaba con saber que respirar por la noche era una práctica degenerada.
Se aconsejaban camas separadas para las parejas casadas, no solo para evitar la vergonzosa emoción de un contacto accidental, sino también para reducir la mezcolanza de impurezas personales. Tal y como una autoridad médica explicaba con gravedad: «El aire que rodea el cuerpo debajo de la ropa de cama es extremadamente impuro al estar impregnado con sustancias venenosas que escapan a través de los poros de la piel». Hasta el 40 % de las muertes que se producían en Norteamérica, estimó un médico, eran resultado de la exposición crónica al aire insalubre durante las horas de sueño.
Las camas eran otra complicación. Dar la vuelta a los colchones y sacudirlos era una tarea habitual, y pesada. Un colchón normal de plumas contenía dieciocho kilos de plumas. Almohadas y cojines pesaban otro tanto, y todo eso tenía que vaciarse por completo de vez en cuando para que las plumas se aireasen, pues, de lo contrario, empezaban a oler mal. Era habitual tener gansos en las casas, que se desplumaban (una tarea agotadora tanto para los criados como para los gansos) unas tres veces al año para rellenar colchones y cojines. Un colchón de plumas recién sacudido debía de tener un aspecto divino, pero sus ocupantes acababan enseguida hundiéndose en las fisuras sin aire que se producían entre aquellas ondulantes colinas. El soporte estaba construido con un enrejado de cuerdas, que podían tensarse con una llave cuando empezaban a aflojarse (de ahí la expresión en inglés
sleep tight
[52]
), aunque ningún grado de tensión conseguía proporcionar el descanso adecuado. Los colchones de muelles se inventaron en 1865, pero al principio eran poco fiables puesto que los alambres podían moverse, conllevando el peligro muy real de que el ocupante de la cama acabara recibiendo un pinchazo.
Un popular libro norteamericano del siglo
XIX
,
Goodhome’s Cyclopedia
, dividía los colchones en diez tipos distintos según su nivel de confort. En orden descendente, eran:
Plumón
Plumas
Lana
Vellón de lana
Pelo
Algodón
Virutas de madera
Algas marinas
Serrín
Paja
Cuando las virutas de madera y el serrín aparecen en una lista de los diez mejores materiales para fabricar un colchón comprendemos que nos enfrentamos a una época dura. Los colchones eran refugio no solo de chinches, pulgas y polillas (que adoraban las plumas viejas cuando podían hacerse con ellas), sino también de ratas y ratones. El sonido de furtivos crujidos debajo del cubrecama acompañaba por desgracia el sueño de muchos.
Los niños que tenían que dormir en camas nido bajas estaban especialmente familiarizados con la proximidad de los bigotes de las ratas. Una norteamericana llamada Eliza Ann Summers informaba en 1867 de cómo su hermana y ella se metían cada noche en la cama cargadas de zapatos para echarles a las ratas que correteaban por el suelo. Susanna Augusta Fenimore Cooper, hija de James Fenimore Cooper, dijo que nunca olvidaría y, de hecho, que jamás había superado, la experiencia de sentir las ratas recorriendo su cama cuando era pequeña.
Thomas Tyron, autor en 1683 de un libro sobre salud y bienestar, se quejaba de que el «sucio y excesivo excremento» de las plumas resultaba atractivo para los bichos. Sugería en su lugar paja fresca, y en grandes cantidades. Creía también (y con cierta justificación) que las plumas solían estar sucias de la materia fecal de las estresadas e infelices aves de las que se obtenían.
Históricamente, el relleno básico más común fue la paja, cuyos pinchazos a través del cutí eran un famoso tormento, pero la verdad es que solía utilizarse cualquier cosa que se encontrara. En la casa donde Abraham Lincoln pasó su infancia, utilizaban el hollejo seco del maíz, una alternativa que tenía que resultar tan ruidosa y crujiente como poco confortable. Cuando uno no podía permitirse plumas, la lana o la crin de caballo eran opciones más baratas, aunque solían oler fuerte. Además, la lana se infestaba de polillas. El único remedio seguro contra ellas era extraer la lana y ponerla a hervir, un proceso tedioso. En los hogares más pobres, se colgaban excrementos de vaca de los postes de la cama con la creencia de que ahuyentaban las polillas. En climas cálidos, los insectos que en verano entraban por las ventanas eran tanto una molestia como un peligro. A veces las camas se envolvían con mosquiteras, pero siempre con cierta inquietud, pues las mosquiteras eran extremadamente inflamables. Un visitante que estuvo en la zona norte del estado de Nueva York hacia 1790, informó de que sus anfitriones, en un bienintencionado ejercicio de fumigación, le llenaron la habitación de humo justo antes de acostarse y tuvo que abrirse camino a tientas entre una neblina asfixiante hasta dar con la cama. Se habían inventado ya las ventanas mosquiteras para impedir el paso de los insectos —Jefferson las tenía en Monticello—, pero su utilización no estaba generalizada debido a su elevado coste.
Durante gran parte de la historia la cama fue, para los propietarios de viviendas, su posesión más preciada. En tiempos de William Shakespeare, por ejemplo, una cama con dosel costaba 5 libras, la mitad del sueldo anual de un maestro de escuela. Al ser objetos tan valiosos, la mejor cama solía quedarse en la planta baja, con frecuencia en la sala de estar, para hacer alarde de ella ante los invitados o para que se viera desde la calle a través de una ventana abierta. En general, estas camas se reservaban en principio a las visitas importantes, pero en la práctica apenas se utilizaban, un hecho que viene a sumar cierta perspectiva a la famosa cláusula del testamento de Shakespeare por la que legaba a su esposa Anne su segunda mejor cama. Este hecho se ha interpretado a menudo como un insulto, cuando en realidad la segunda mejor cama era a buen seguro la cama de matrimonio y, por lo tanto, aquella que podría guardar más cariñosos recuerdos. Por qué Shakespeare mencionó en su testamento aquella cama en particular es un misterio aparte, puesto que en circunstancias normales Anne habría heredado todas las camas de la vivienda, pero en ningún caso fue el desaire que muchas interpretaciones han pretendido ver.
En otros tiempos, la intimidad era un concepto muy distinto al que ahora tenemos de ella. En las posadas, compartir la cama siguió siendo común hasta bien entrado el siglo
XIX
, y en los diarios encontramos frecuentes notas en las que el autor se lamenta de lo desagradable que resulta descubrir que un desconocido ocupa a última hora el otro lado de tu cama. En 1776, Benjamin Franklin y John Adams tuvieron que compartir cama en una posada de Nuevo Brunswick, Nueva Jersey, y pasaron una interminable y malhumorada noche en vela discutiendo si dejar o no dejar la ventana abierta.
Incluso en las casas era perfectamente normal que un criado durmiera a los pies de la cama de su señor, independientemente de lo que dicho señor pudiera estar haciendo en la cama. Hay clara constancia escrita de que tanto el mayordomo como el chambelán del rey Enrique V estaban presentes mientras el soberano se acostaba con Catalina de Valois. Los diarios de Samuel Pepys indican que en el suelo de la habitación que compartía con su esposa dormía siempre una criada, a la que consideraba como una especie de alarma antirrobo viviente. En tales circunstancias, las cortinas que envolvían las camas proporcionaban cierta intimidad, además de cortar las corrientes de aire, aunque acabaron considerándose como otro insalubre refugio para el polvo y los insectos. Las cortinas de las camas eran además un peligro en caso de incendio, una consideración a tener muy en cuenta cuando todo en el dormitorio, desde la esterilla del suelo hasta la paja del tejado, era sumamente combustible. Cualquier libro que pudiera encontrarse en una casa alertaba sobre el peligro de leer en la cama a la luz de las velas, aunque mucha gente practicaba de todos modos esa costumbre.
En una de sus obras, John Aubrey, el historiador del siglo
XVII
, relata una anécdota sobre el matrimonio de Margaret, la hija de Tomás Moro, con un hombre llamado William Roper. En el relato, Roper se presenta una mañana en casa de Moro y le dice que desea casarse con una de sus hijas —cualquiera le va bien—, después de lo cual Moro conduce a Roper a su dormitorio, donde sus hijas duermen en una cama nido que cuando no se utiliza queda guardada debajo de la cama parental
[53]
. Moro se agacha y con destreza retira «la sábana por una esquina y tira de ella de repente», cuenta Aubrey con palabras que rezuman vigor, descubriendo de este modo la desnudez de ambas chicas. Protestando adormiladas por la interrupción de su sueño, se mueven hasta tumbarse boca abajo y, después de un instante de reflexión, sir William anuncia que ya ha visto ambos lados y toca levemente con su bastón el trasero de Margaret, de dieciséis años de edad. «Y el cortejo no presentaba más problemas», escribe Aubrey con patente admiración.
Independientemente de que el episodio sea cierto o no —y merece la pena destacar que Aubrey escribía más de un siglo después de los hechos—, lo que queda claro es que nadie en su época consideraba extraño que las hijas adultas de Moro durmieran al lado de la cama de sus padres.