Read En casa. Una breve historia de la vida privada Online
Authors: Bill Bryson
Tags: #Ensayo, Historia
En tiempos modernos, la persona que se tomó más en serio el diseño de escaleras fue, sorprendentemente, Frederick Law Olmsted. A pesar de que apenas nada de lo que le ocupaba se lo exigía, Olmsted se dedicó a medir quisquillosamente —y a veces incluso de forma obsesiva— huellas y contrahuellas durante nueve años para conseguir una fórmula que garantizase una escalera con confort y seguridad en ambas direcciones. Sus descubrimientos quedaron reflejados en un par de ecuaciones elaboradas por un matemático llamado Ernest Irving Freeze. Son las siguientes:
R = 9 - V 7 (G - 8) (G - 2)
y
G = 5 + V 1/7 (9 - R)
2
+ 9
La primera, me han dicho, es para cuando la huella es fija, y la segunda para cuando no lo es.
En la época actual, Templer sugiere que las contrahuellas deberían tener entre dieciséis y dieciocho centímetros, y que las contrahuellas nunca deberían ser inferiores a veintitrés centímetros, sino más bien tener unos veintiocho, aunque si miramos a nuestro alrededor observaremos que la variación es enorme. En general, y según la
Encyclopaedia Britannica
, en Estados Unidos los escalones suelen ser algo más altos, por unidad de peldaño, que los británicos, y los del resto de Europa más altos aún, pero no lo cuantifica.
En términos de la historia de la escalera, poca cosa puede decirse. Nadie sabe dónde se originó la escalera ni cuándo, ni siquiera aproximadamente. Las primeras, no obstante, no debieron de ser diseñadas para desplazarse hacia un piso más elevado, como cabría esperar, sino más bien
hacia abajo
, hacia el interior de las minas. En 2004 se descubrió la escalera de madera más antigua de la que se tiene noticia, fechada hace tres mil años, en Hallstatt, Austria, en el interior de una mina de sal subterránea de la Edad de Bronce. Fue posiblemente el primer entorno en el cual la capacidad de poder ascender y descender sin más ayuda que los pies (a diferencia de una escalera de mano, en la que son también imprescindibles las extremidades superiores) se convirtió en una ventaja necesaria y positiva, pues significaba poder tener ambas manos libres para transportar cargas pesadas.
De paso, una curiosidad lingüística inglesa que merece la pena comentar. Los sustantivos
upstairs
y
downstairs
[49]
son adiciones sorprendentemente recientes al inglés.
Upstairs
no aparece documentado en inglés hasta 1842 (en una novela titulada
Handy Andy
de un tal Samuel Lover), mientras que
downstairs
aparece por primera vez en una carta escrita por Jane Carlyle. En ambos casos, el contexto deja claro que eran palabras ya existentes —Jane Carlyle no se dedicaba a acuñar términos—, pero no se han encontrado todavía registros escritos previos a estas fechas. La conclusión es que a pesar de que hacía ya al menos tres siglos que la gente utilizaba viviendas con distintas alturas, no existía todavía una forma conveniente de expresar el concepto.
«Perspectiva de una escalera», por Thomas Malton.
Mientras continuamos con el tema de cómo nuestras casas pueden causarnos daños, haremos una pausa en el descansillo y reflexionaremos sobre otro elemento arquitectónico que a lo largo de la historia ha demostrado ser letal para un número sorprendentemente elevado de personas: las paredes, o más en particular lo que va sobre las paredes, es decir, pintura y papel pintado. Durante muchísimo tiempo ambos fueron, en diversos sentidos, sólidamente dañinos.
Pensemos en el papel pintado, un producto que justo empezaba a popularizarse en los hogares en la época en que el señor Marsham construyó su rectoría. Durante mucho tiempo, el papel pintado —o «papel manchado», como se le denominaba aún en ciertas ocasiones— había sido muy caro. Estuvo sometido a fuertes impuestos durante cerca de un siglo y su fabricación, además, era extremadamente laboriosa. No estaba hecho a partir de pasta de celulosa de madera, sino con trapos viejos. Clasificar trapos era un trabajo sucio que exponía a los clasificadores a diversas enfermedades infecciosas. Hasta la invención, en 1802, de una máquina capaz de crear rollos continuos de papel, el tamaño máximo de una hoja no superaba los sesenta centímetros, lo que significaba que el papel debía unirse con gran destreza y cuidado. La condesa de Suffolk pagó 42 libras por empapelar una sola habitación en un momento (hacia 1750) en el que alquilar una buena casa en Londres costaba 12 libras anuales. El papel pintado con relieve textil, hecho con hilos de lana tintada pegados sobre la superficie del papel, se puso muy de moda después de 1750, pero además de los peligros implícitos de la fabricación del papel, presentaba otros relacionados con las colas, que solían ser tóxicas.
Cuando en 1830 desapareció por fin el impuesto sobre el papel pintado, el producto despegó (o tal vez sería más adecuado decir que continuó adelante). El número de rollos vendidos en Gran Bretaña pasó de un millón en 1830 a treinta millones en 1870, y fue a partir de entonces cuando empezó a ponerse enferma más gente. Desde sus inicios, el papel pintado se había coloreado con pigmentos que utilizaban grandes dosis de arsénico, plomo y antimonio, pero a partir de 1775 empezó a empaparse con un componente especialmente insidioso llamado arseniato de cobre, inventado por un desdichado químico sueco llamado Karl Scheele
[50]
. El color era tan popular que acabó conociéndose como verde Scheele. Posteriormente, con la adición de acetato de cobre, se refino hasta obtener un pigmento más rico si cabe conocido como verde esmeralda. Se utilizaba para colorear todo tipo de objetos: barajas de cartas, velas, prendas y tejido para cortinas, e incluso ciertos alimentos. Pero se hizo especialmente popular en el papel pintado. Y era peligroso no solo para los que fabricaban o colocaban el papel pintado, sino también para los que después vivían con él.
A finales del siglo
XIX
, el 80 % de los papeles pintados ingleses contenía arsénico, a menudo en cantidades significativas. Uno de sus entusiastas fue el diseñador William Morris, que no solo adoraba los verdes ricos en arsénico, sino que además formaba parte del consejo directivo de una empresa de Devon (y había invertido mucho dinero) que fabricaba pigmentos hechos con arsénico. Sobre todo en presencia de humedad —y en las casas inglesas era la regla, no la excepción—, el papel pintado desprendía un olor mohoso peculiar que a muchos les recordaba el del ajo. La gente se daba cuenta de que en los dormitorios con papel pintado verde no solía haber chinches. Se ha sugerido también que aquel papel pintado venenoso podía ser el responsable de que los cambios de aires fueran siempre tan beneficiosos para los enfermos crónicos. En muchos casos, cambiar de aires significaba sin duda escapar de un envenenamiento lento. Una de sus víctimas fue Frederick Law Olmsted, un hombre con quien estamos tropezándonos con más frecuencia de lo que cabría esperar. Por lo que parece, en 1893 sufrió un envenenamiento con arsénico provocado por el papel pintado de su dormitorio, justo en el momento en que el mundo empezaba a descubrir qué era lo que les hacía sentirse tan mal cuando estaban en la cama, y necesitó un verano entero de convalecencia… en otro dormitorio.
Las pinturas resultaban asimismo sorprendentemente peligrosas. La fabricación de pinturas implicaba la mezcla de numerosos productos tóxicos, en particular plomo, arsénico y cinabrio (un primo hermano del mercurio). Los pintores sufrían una vaga pero generalizada dolencia conocida como cólico de los pintores, que era, en esencia, una intoxicación de plomo adornada
[51]
. Los pintores compraban un bloque de plomo blanco y luego lo trituraban hasta convertirlo en polvo, un proceso que solían llevar a cabo haciendo rodar una bola de hierro repetidamente sobre el bloque. Con ello se ensuciaban y levantaban una auténtica polvareda… un polvo que era tremendamente tóxico. Entre los numerosos síntomas, los pintores solían presentar parálisis, tos fuerte y persistente, apatía, melancolía, pérdida del apetito, alucinaciones y ceguera. Una de las peculiaridades de la intoxicación con plomo es que provoca un agrandamiento de la retina que lleva a algunas de sus víctimas a ver halos rodeando los objetos, un efecto que Vincent Van Gogh explotó en sus pinturas. Es probable que también sufriera intoxicación por plomo. Era frecuente entre los artistas. James McNeill Whistler cayó gravemente enfermo por culpa del plomo blanco, que utilizó en grandes cantidades para crear su conocido cuadro a tamaño natural titulado
La chica blanca
.
Actualmente, la pintura con plomo está prohibida en casi todas partes con la excepción de determinadas aplicaciones muy concretas, aunque los restauradores la echan de menos porque proporcionaba una profundidad de color y una atmósfera suave que las pinturas modernas no consiguen igualar. La pintura con plomo destaca especialmente sobre madera.
La pintura implicaba también muchos problemas de competencias. En Inglaterra, y gracias a un sistema de gremios artesanales, era muy complicado saber quién tenía permiso para hacer qué, lo que se traducía en que algunos artesanos podían aplicar pintura, otros podían aplicar temples, y otros no podían aplicar ninguna de las dos cosas. Los pintores eran los que se ocupaban mayormente de pintar, como cabría esperar, pero los yeseros tenían permiso para aplicar temple (una especie de pintura fina) a las paredes enyesadas, aunque solo unos pocos tonos. Fontaneros y vidrieros, por otro lado, podían aplicar pinturas al óleo pero no temple. Los motivos de todo ello son bastante inciertos, pero seguramente están relacionados con el hecho de que los marcos de las ventanas eran a menudo de plomo, un material en el que estaban especializados tanto fontaneros como vidrieros.
El temple se fabricaba con una mezcla de yeso y cola. Tenía un acabado más suave y fino que resultaba ideal para las superficies enlucidas. Hacia mediados del siglo
XVIII
, el temple cubría normalmente paredes y techos mientras que las pinturas oleosas, más pesadas, cubrían las superficies de madera. Las pinturas oleosas eran una propuesta más compleja. Consistían en una base (normalmente carbonato de plomo, o «plomo blanco»), un pigmento para proporcionar el color, un aglutinante como el aceite de linaza para hacerlas pegajosas, y agentes espesantes como cera o jabón, un detalle algo sorprendente teniendo en cuenta que las pinturas oleosas del siglo
XVIII
eran de por sí bastante viscosas y difíciles de aplicar («como extender alquitrán con una escoba», según palabras del escritor David Owen). Cuando alguien descubrió que incorporando trementina, un disolvente natural destilado a partir de la savia de los pinos, la pintura resultaba más fácil de aplicar, pintar se volvió por fin una tarea más fácil y el resultado más delicado. La trementina proporcionaba además un acabado mate, un estilo que se puso de moda a finales del siglo
XVIII
.
El aceite de linaza fue el ingrediente mágico de la pintura gracias a que la endurecía formando una capa lisa y resistente, es decir, fue lo que convirtió la pintura en pintura. El aceite de linaza se obtiene exprimiendo las semillas del lino, la planta de la que se obtiene también el lino como tejido. Su enorme desventaja era su extrema combustibilidad —en las condiciones adecuadas, un frasco de aceite de linaza podía estallar en llamas de manera espontánea— y con toda seguridad fue el origen de múltiples y devastadores incendios domésticos. Por ello tenía que utilizarse con especial precaución en presencia de fuego.
El acabado más elemental de todos era la lechada de cal, o blanqueado, que se aplicaba en general a las zonas más básicas, como las habitaciones de servicio y las dependencias de los criados. El encalado era una sencilla mezcla de cal viva y agua (mezclada a veces con sebo para mejorar la adherencia); no duraba mucho tiempo, pero aportaba el beneficio práctico de actuar como un desinfectante. A pesar de su nombre, el blanqueado iba muy a menudo tintado (aunque débilmente) con agentes colorantes.
Pintar era todo un arte, pues eran los mismos pintores quienes trituraban sus pigmentos y mezclaban sus pinturas —es decir, creaban sus propios colores— y en general lo hacían con gran secretismo para obtener una ventaja comercial sobre sus rivales. (Si al aceite de linaza se le añaden resinas en lugar de pigmentos, se obtiene barniz. Los pintores también realizaban este tipo de mezclas con enorme secretismo.) La pintura tenía que mezclarse en proporciones pequeñas y utilizarse enseguida, por lo que la habilidad de saber preparar remesas de día en día escondía toda una técnica. Había además que aplicar varias capas, pues incluso las mejores pinturas tenían escasa opacidad. En general, para cubrir una pared se necesitaba un mínimo de cinco capas. Así pues, pintar era una tarea enorme, perturbadora y bastante técnica.
Los pigmentos tenían precios muy variados. Los colores más apagados, como el blanco roto y el piedra, podían obtenerse por 4 o 5 peniques el medio kilo. Los azules y los amarillos eran dos o tres veces más caros, y en consecuencia los empleaban únicamente los integrantes de las clases medias y superiores. El azul esmaltado, un tono de azul hecho con cristal en polvo, que le daba un efecto brillante, y azurita, conseguida a partir de una piedra semipreciosa, era aún más cotizado. El más caro de todos era el verdete, que se obtenía colgando tiras de cobre sobre una tina llena de excrementos de caballo y vinagre y rascando luego el cobre oxidado resultante. Se trata del mismo proceso que otorga su color verde a las cúpulas y las estatuas de cobre —solo que más rápido y más comercial— y daba como resultado «el verde Hierba más delicado del mundo», según declaró un entusiasmado admirador del siglo
XVIII
. Una habitación pintada de verdete siempre generaba una exclamación de admiración en sus visitantes.