En casa. Una breve historia de la vida privada (25 page)

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Authors: Bill Bryson

Tags: #Ensayo, Historia

BOOK: En casa. Una breve historia de la vida privada
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Esta acaudalada élite y su descendencia llenaron la campiña británica de robustas e incoherentes expresiones de esta nueva
joie de richesse
. Un recuento estima que entre 1710 y finales del siglo
XVIII
se construyeron en Inglaterra un mínimo de 840 grandes casas de campo, «dispersas como ciruelas de extrema rareza en el inmenso pudin de un país», según las exuberantes palabras de Horace Walpole.

Casas extraordinarias necesitaban personas extraordinarias para ocuparse de su diseño y construcción, y tal vez nadie hubo más extraordinario —o como mínimo, más inesperado— que sir John Vanbrugh. Vanbrugh (1664-1726) era miembro de una gran familia —uno entre diecinueve hermanos—, acomodada y de origen holandés, aunque llevaban establecidos en Inglaterra casi medio siglo cuando nació Vanbrugh
[29]
. «Un caballero encantador y afable», según palabras del poeta Nicholas Rowe, Vanbrugh era por lo que se ve del agrado de todo aquel que lo conocía (con la notable excepción de la duquesa de Marlborough, como veremos). Un retrato realizado por sir Godfrey Kneller, expuesto en la National Portrait Gallery de Londres, realizado cuando Vanbrugh tendría unos cuarenta años, nos muestra a un hombre agradable con una cara sonrosada, regordeta y de aspecto bastante normal —de hecho, cualquier cosa menos agobiado—, tocado con una peluca de magnificencia barroca, como estaba de moda en la época.

Durante las tres primeras décadas de su vida, no demostró nada especial que indicara hacía dónde irían los tiros. Trabajó en un negocio vinícola de la familia, viajó a la India como representante de la Compañía Británica de las Indias Orientales —una empresa por aquel entonces todavía bastante nueva y sin renombre— y finalmente se hizo soldado, aunque sin destacar tampoco en ello. Enviado a Francia, fue arrestado como espía casi en el mismo momento en que pisó tierra firme y pasó prácticamente cinco años en prisión, aunque con las razonables comodidades de un caballero.

Por lo que se ve, la cárcel tuvo un efecto galvanizador sobre él, pues a su regreso a Inglaterra se convirtió con una rapidez remarcable en un celebrado dramaturgo, produciendo en veloz sucesión dos de las comedias más populares de su época,
The Relapse
y
The Provok’d Wife
. Con personajes con nombres como Esposa Mimosa, lord Petimetre, sir Tonelete Patoso y sir John Bruto, podrían parecemos de un estilo poco considerado, pero eran el colmo de la bufonada en una época tan exagerada y perfumada como aquella. Era material escabroso. Un escandalizado miembro de la Society for the Reformation of Manners dijo que Vanbrugh «había corrompido la escena más allá del relajamiento de cualquier tiempo anterior». Pero otros adoraban sus obras por exactamente los mismos motivos. El poeta Samuel Rogers lo consideraba «casi el genio más grande que jamás haya vivido».

Vanbrugh escribiría o adaptaría para su puesta en escena un total de diez obras, y entretanto, y con una precipitación no menos sorprendente, volcó también su talento en la arquitectura. De dónde le vino
este
impulso era tanto un misterio para sus contemporáneos como lo es para nosotros ahora. Lo único que se sabe es que en 1701, con treinta y cinco años de edad, empezó a trabajar en una de las casas más majestuosas jamás construida antes en Inglaterra: Castle Howard, en Yorkshire. Tampoco se sabe cómo logró convencer a su amigo Charles Howard, tercer conde de Carlisle —descrito por un historiador de la arquitectura como «más bien insulso pero incontrolablemente rico»— para que respaldara una ambición tan ostensiblemente alocada como aquella. No era solo una casa enorme, sino también un lugar decididamente palaciego, construido «a una escala hasta entonces prerrogativa de la realeza», según palabras del biógrafo de Vanbrugh, Kerry Downes. Es evidente que Carlisle vio algo en los toscos bocetos de Vanbrugh, y Vanbrugh, todo hay que decirlo, poseía el respaldo de un arquitecto de verdad y de talento indiscutible: Nicholas Hawksmoor, que tenía veinte años de experiencia pero curiosamente se contentaba con trabajar como ayudante de Vanbrugh. Es posible también que Vanbrugh trabajara gratis. (Nunca se han encontrado evidencias de dinero que cambiara de manos, y en ambos casos eran hombres que realizaban un seguimiento detallado de este tipo de cosas.) Sea como fuere, Carlisle despidió al distinguido arquitecto que pensaba emplear, William Talman, y dio rienda suelta al novato Vanbrugh.

Vanbrugh y Carlisle eran miembros de una sociedad secreta conocida como el Kit-Cat Club, una organización de tendencia whig fundada más o menos exclusivamente para garantizar la sucesión dentro de la casa de Hannover, un cambio dinástico que garantizaba que los futuros monarcas británicos serían protestantes aunque, a corto plazo, no fueran especialmente británicos
[30]
. Que los miembros del Kit-Cat consiguieran su objetivo no fue un logro menor, teniendo en cuenta que su candidato, Jorge I, no hablaba inglés, carecía de cualidades admirables y era, según los cálculos, el número cincuenta y ocho en la línea de sucesión al trono. Pero más allá de esta maniobra política, el club operaba con tal discreción que prácticamente no se sabe nada del mismo. Uno de sus miembros fundadores fue un jefe pastelero llamado Christopher —o «Kit»— Cat. Kit-Cat era también el nombre por el que se conocían sus famosos pasteles de cordero, por lo que si el nombre del club tiene su origen en su apellido o en sus pasteles ha sido tema de discusión en determinados y minúsculos círculos durante trescientos años. La vida del club se prolongó tan solo entre 1696 y 1720 —los detalles concretos de su andadura se desconocen— y el número total de miembros no superaba la cincuentena, de los cuales dos terceras partes eran pares del reino. Cinco de sus miembros —lord Carlisle, lord Halifax, lord Scarborough y los duques de Manchester y Marlborough— le encargaron trabajos a Vanbrugh. Entre los miembros del club destacaba también el primer ministro Robert Walpole (padre de Horace), los periodistas Joseph Addison y Richard Steele y el dramaturgo William Congreve.

No es que Vanbrugh ignorara por completo las características clásicas en Castle Howard, sino que se limitó a enterrarlas bajo una especie de kudzu de ornamentación barroca. Una estructura de Vanbrugh nunca es igual a otra, pero Castle Howard es, por decirlo de algún modo, inusualmente inusual. Tenía una cantidad impresionante de estancias formales —trece en una sola planta—, pero pocos dormitorios: nada que ver con la cantidad que normalmente cabría esperar. Había muchas habitaciones con formas extrañas o mal iluminadas. Gran parte de los detalles externos son poco habituales, si no erráticos del todo. Las columnas de un lado de la casa son dóricas sencillas, mientras que en el otro son de ornado estilo corintio. (Vanbrugh argumentaba, no sin cierta lógica, que nadie podía ver los dos lados a la vez.) Pero la característica más chocante, al menos durante los primeros veinticinco años de existencia de la casa, es que fue construida sin su ala oeste, un hecho, no obstante, que no fue culpa de Vanbrugh. Carlisle tenía otras inquietudes y dejó de edificar el ala oeste, con lo que la mansión quedó notoriamente inacabada. Cuando por fin se construyó el ala que faltaba, veinticinco años después y obra de otro arquitecto, fue en un estilo completamente distinto, por lo que el visitante actual se encuentra con un ala este barroca, tal y como Vanbrugh pretendía, y un ala oeste ineludiblemente inadecuada que sigue el estilo de Palladio y que dejó satisfecho a su posterior propietario pero apenas a nadie más.

La característica más famosa de Castle Howard, su corona con cúpula (una «linterna», sería su nombre formal, un término cuyo origen se encuentra en una palabra griega que significa «penetrar luz») sobre el vestíbulo de entrada, fue un añadido posterior, y resulta marcadamente desproporcionada en relación con el edificio que tiene debajo. Es demasiado alta y demasiado fina. Tal y como un crítico arquitectónico apuntó con cierta diplomacia, «de cerca no encaja de forma muy lógica con el edificio que hay debajo». Aunque, como mínimo, era un elemento novedoso. La única estructura con cúpula existente en el momento de la construcción era la nueva catedral de San Pablo de Christopher Wren. Ninguna casa tenía algo parecido.

Castle Howard es, en resumen, una propiedad muy elegante, pero elegante en un sentido muy propio. La cúpula tal vez resulte algo curiosa, pero Castle Howard no sería nada sin ella. Y podemos decirlo con excepcional confianza porque durante veinte años Castle Howard estuvo
sin
ella. A última hora de la noche del 9 de noviembre de 1940, se declaró un incendio en el ala este. En aquellos tiempos la casa disponía de un único teléfono, y el teléfono se derritió como el chocolate antes de que alguien pudiera llegar a él. De modo que tuvieron que ir corriendo a la caseta del guardia, a más de kilómetro y medio de la casa principal, y llamar desde allí a los bomberos. Cuando llegaron los bomberos de Malton, un pueblo que se encuentra a diez kilómetros de distancia, habían transcurrido ya dos horas y gran parte de la casa se había perdido. La cúpula se había desmoronado como consecuencia de las elevadas temperaturas y había caído en el interior de la casa. Castle Howard permaneció sin cúpula durante los veinte años siguientes, y continuó siendo una bella mansión —seguía siendo majestuosa, seguía siendo imponente, seguía siendo impasiblemente grandiosa—, pero había perdido su encanto. Cuando a principios de la década de 1960 se reconstruyó por fin la cúpula, la casa recuperó al instante su peculiar atractivo.

A pesar de su limitada experiencia, Vanbrugh recibió a continuación el encargo de construir una de las casas más importantes jamás edificada en Gran Bretaña, Blenheim Palace, esa colosal explosión de magnificencia que encontramos en Woodstock, Oxfordshire. Blenheim tenía que ser un regalo de la nación al duque de Marlborough en agradecimiento a su victoria sobre los franceses en la batalla de Blindheim (cuyo nombre los ingleses consiguieron anglicanizar y convertir en Blenheim), Baviera, en 1704. La finca poseía un total de nueve hectáreas de terreno de calidad excepcional, que generaban unos ingresos de 6.000 libras anuales, una suma tremenda para la época, pero, por desgracia, insuficiente para pagar una casa de la escala de Blenheim… y Blenheim era tan grande que se salía de cualquier escala conocida.

Tenía trescientas habitaciones y ocupaba una extensión de 2,8 hectáreas
[31]
. Una fachada de 75 metros era enorme para una casa señorial; en Blenheim la fachada medía 261 metros. Era el mayor monumento a la vanidad que Gran Bretaña había visto jamás. Hasta el último centímetro estaba cubierto de pétrea suntuosidad decorativa. Era más grandioso que cualquier palacio real y, por lo tanto, no sorprende que fuera caro, muy caro. El duque, miembro del Kit-Cat Club, se entendía bastante bien con Vanbrugh, pero después de acordar los principios generales del asunto, partió a combatir más batallas y dejó los temas domésticos en manos de su esposa, Sarah, duquesa de Marlborough. Fue ella, por lo tanto, quien supervisó básicamente la obra y desde el primer momento no se llevó bien con Vanbrugh. En absoluto.

Las obras se iniciaron en verano de 1705 y hubo problemas desde el principio. Por el camino tuvieron que llevarse a cabo muchos y costosos ajustes. Hubo que cambiar la entrada principal cuando el propietario de una casita se negó a moverse de allí, por lo que la verja de entrada tuvo que enclavarse en un lugar extraño en la parte posterior de Woodstock, lo que exigía a los visitantes recorrer la calle mayor, doblar una esquina y entrar en la finca a través de lo que incluso hoy recuerda extrañamente a una puerta de servicio (por muy grandiosa que sea).

Blenheim estaba presupuestado en 40.000 libras. Al final costó unas trescientas mil. Y fue una auténtica desgracia porque los Marlborough eran famosos por su tacañería. El duque era tan rácano que se negaba a poner el punto sobre las íes cuando escribía con tal de ahorrar tinta. Nunca quedó claro quién tenía que pagar las obras, si la reina Ana, el Tesoro o los Marlborough. La duquesa y la reina Ana tenían una relación muy estrecha, bastante extraña y posiblemente incluso íntima. Cuando estaban a solas se hablaban entre ellas utilizando curiosos apodos cariñosos —«señora Morley» y «señora Freeman»— para evitar que el hecho de que una fuera miembro de la realeza y la otra no provocara entre ellas una situación embarazosa. Por desgracia, la construcción de Blenheim coincidió con un enfriamiento de la relación, lo que contribuyó a la incertidumbre con respecto a la responsabilidad económica de la obra. La cosa se complicó más si cabe después del fallecimiento de la reina en 1714 y la subida al trono de un rey que no sentía ningún tipo de afecto especial hacia los Marlborough, ni se sentía en deuda con ellos. Los contratistas estuvieron sin cobrar durante años mientras las disputas arreciaban, y en su mayoría consiguieron al final cobrar solo una parte de lo que se les debía. Las obras quedaron interrumpidas durante cuatro años, de 1712 a 1716, y muchos de los obreros que no habían cobrado se mostraron comprensiblemente reacios a reanudar el trabajo. Vanbrugh no cobró hasta 1725, casi veinte años después de que se iniciaran las obras.

Incluso cuando las cosas avanzaban, Vanbrugh y la duquesa reñían sin cesar. Ella consideraba el palacio «demasiado grande, demasiado oscuro y demasiado marcial». Acusaba a Vanbrugh de extravagancia e insubordinación, y acabó convencida de que era un ser maligno. En 1716, lo despidió, aunque ordenando a los obreros que se mantuvieran fieles a sus planos. Cuando, en 1725, Vanbrugh se acercó con su esposa a ver el edificio terminado —un edificio al que había consagrado unos dos tercios de su carrera como arquitecto y un tercio de su vida—, fue informado en la verja de acceso de que la duquesa había dejado firmes instrucciones de que no debía ser admitido en el recinto. De modo que nunca vio terminada su obra maestra, excepto como un destello en la lejanía. Fallecía ocho meses más tarde.

Igual que Castle Howard, Blenheim es una construcción barroca, pero más acentuada si cabe. El perfil de su tejado es una erupción festiva de orbes, urnas y otros ornamentos verticales. Fueron muchos los que odiaron su escala monumental y su ostentación. El conde de Ailesbury lo desdeñó como «una masa de piedra sin gusto ni condimento». Alexander Pope, después de enumerar sus fallos de forma exhaustiva, concluía: «En una palabra, es una absurdidad carísima». El duque de Shrewsbury lo despreció como «una gran cantera de piedras a cielo abierto». Un chistoso llamado Abel Evans escribió un falso epitafio para Vanbrugh:

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