Read En casa. Una breve historia de la vida privada Online
Authors: Bill Bryson
Tags: #Ensayo, Historia
Resulta ciertamente irónico pensar que quienes más hicieron por instaurar las técnicas de fabricación en masa fueron aquellos a quienes ahora más reverenciamos por su artesanía, y a nadie se aplica mejor esto que a un oscuro ebanista del norte de Inglaterra llamado Thomas Chippendale. Su influencia fue enorme. Fue el primer plebeyo que dio nombre a un estilo de mobiliario; antes de él, esos nombres recordaban fielmente a la monarquía: Tudor, isabelino, Luis XIV, reina Ana. Pero sabemos poquísimo acerca de él. No tenemos ni idea, por ejemplo, de qué aspecto tenía. Exceptuando que nació y se crió en la ciudad mercado de Otley, rozando los Yorkshire Dales, nada más se sabe de sus comienzos. Su primera aparición en un escrito data de 1748, cuando llega a Londres, ya con treinta años de edad, y se establece como un nuevo tipo de fabricante y proveedor de mobiliario para el hogar conocido como tapicero.
Era una idea ambiciosa, puesto que el negocio de los tapiceros era complicado y amplio. Uno de los de mayor éxito, George Seddon, tenía cuatrocientos empleados: tallistas, doradores, ensambladores, especialistas en espejos y latón, etc. Chippendale no operaba a esa escala, pero tenía a su cargo cuarenta o cincuenta hombres, y su local ocupaba dos fachadas en los números 60 y 62 de St. Martin’s Lane, en la esquina de lo que es ahora Trafalgar Square (que no existiría hasta ochenta años más tarde). Ofrecía además un servicio extremadamente completo, pues fabricaba y vendía sillas, mesas auxiliares, tocadores, escritorios, mesas de naipes, librerías, burós, espejos, cajas de reloj, candelabros, portavelas, atriles, lampadarios, cómodas y un exótico y novedoso armatoste al que puso el nombre de «sofá». Los sofás eran atrevidos, excitantes incluso, pues al parecer las camas insinuaban la idea de un descanso libidinoso. La empresa disponía también de papel pintado y alfombras y llevaba a cabo reparaciones, mudanzas e incluso funerales.
Thomas Chippendale fabricaba muebles estupendos, sin ningún género de dudas, pero lo mismo hacían muchos artesanos más. Solo en St. Martin’s Lane había treinta ebanistas en el siglo
XVIII
, y los había asimismo a centenares repartidos por Londres y por todo el país. El motivo por el que conocemos hoy en día el nombre de Chippendale es porque en 1754 hizo algo bastante audaz. Publicó un libro con sus diseños que tituló
The Gentleman and Cabinet-Maker’s Director
, que incluía 160 láminas. Los arquitectos llevaban casi doscientos años haciendo este tipo de cosas, pero a nadie se le había ocurrido la idea de hacerlo con piezas de mobiliario. Los dibujos resultaron inesperadamente seductores. En lugar de ser plantillas planas y bidimensionales, como era lo habitual, se trataba de dibujos con perspectiva, sombras y brillos. El potencial comprador podía de inmediato visualizar cómo quedarían en su casa aquellos atractivos y deseables objetos. Sería engañoso afirmar que el libro de Chippendale fue una sensación, pues solo se vendieron 308 ejemplares, pero entre sus compradores había cuarenta y nueve miembros de la aristocracia, lo que lo convirtió en un volumen desproporcionadamente influyente. Tampoco lo dejaron escapar otros ebanistas y artesanos, lo que destaca otra peculiaridad: que Chippendale invitó abiertamente a sus competidores a utilizar sus dibujos con fines comerciales. Esto sirvió para garantizar que Chippendale pasara a la posteridad, pero no colaboró mucho en su fortuna inmediata, pues los clientes potenciales podían conseguir muebles Chippendale a través de cualquier ebanista razonablemente habilidoso que los ofreciera a precios más baratos. Significó también dos siglos de dificultades para los historiadores del mueble, siempre tratando de determinar qué piezas son Chippendale auténticas y cuáles son copias realizadas a partir de su libro. Y que una determinada pieza sea un mueble Chippendale «auténtico» no significa que Thomas Chippendale le pusiera alguna vez la mano encima o conociera siquiera su existencia. Tampoco implica necesariamente que él la diseñara. Nadie sabe cuánto talento aportó en realidad, o si los dibujos de sus libros están en verdad hechos por él. Un mueble Chippendale auténtico significa simplemente que la pieza salió de su taller.
Pero tal es el aura de Chippendale que los muebles ni siquiera tienen que haber estado cerca de él. En 1756, en el Boston colonial, un ebanista llamado John Welch, utilizando los dibujos de Chippendale a modo de guía, realizó un escritorio de caoba que vendió a un hombre apellidado Dublois. El escritorio siguió con la familia Dublois durante doscientos cincuenta años. En 2007 lo sacaron a subasta en la sede neoyorquina de Sotheby’s. Y a pesar de que Thomas Chippendale jamás tuvo una relación directa con el mueble, se vendió por casi 3,3 millones de dólares.
Inspirados por el éxito de Chippendale, otros ebanistas ingleses publicaron más libros de dibujos.
Cabinet-Maker and Upholsterer’s Guide
, de George Hepplewhite, fue publicado en 1788, y Thomas Sheraton le siguió con
Cabinet-Maker and Upholsterer’s Drawing-Book
, publicado por entregas entre 1791 y 1794. El libro de Sheraton tuvo el doble de suscriptores que el de Chippendale y fue traducido al alemán, una distinción de la que no gozó el volumen de Chippendale. Hepplewhite y Sheraton se hicieron muy populares en Estados Unidos.
Aunque cualquier pieza de mobiliario directamente asociada con cualquiera de los tres vale hoy en día una fortuna, fueron más bien admiradas que celebradas en vida de sus autores, y en ocasiones ni siquiera admiradas. La fortuna pasó por alto a Chippendale desde un principio. Era un ebanista sobresaliente, pero inútil para dirigir un negocio, una deficiencia que se hizo mucho más evidente después del fallecimiento de su socio, James Rannie, en 1766. Rannie era el cerebro de la operación y, sin él, Chippendale fue dando bandazos de crisis en crisis durante el resto de su vida. Un hecho dolorosamente irónico, ya que mientras luchaba para poder pagar a sus empleados y mantenerse alejado de la cárcel por sus deudas, Chippendale producía objetos de enorme calidad para algunas de las casas más ricas de Inglaterra y trabajaba estrechamente con los más destacados arquitectos y diseñadores: Robert Adam, James Wyatt, sir William Chambers, entre otros. Pero su trayectoria personal siguió cayendo implacablemente en picado.
No era un momento fácil para hacer negocios. Los clientes se retrasaban por costumbre en sus pagos. Chippendale tuvo que amenazar a David Garrick, el actor y empresario, con emprender acciones legales para cobrar sus facturas impagadas de forma crónica, y tuvo que dejar de trabajar en Nostell Priory, una mansión de Yorkshire, cuando la deuda contraída ascendió a 6.838 libras, un pasivo descomunal. «No tengo ni una guinea para pagar mañana a mis hombres», escribió con desesperación en un momento dado. Queda claro que Chippendale pasó gran parte de su vida al borde de la ansiedad, sin apenas tiempo para disfrutar de la mínima sensación de seguridad. En el momento de su fallecimiento en 1779, su fortuna personal había caído a unas tristes 28 libras, 2 chelines y 9 peniques, una cantidad insuficiente para comprar ni siquiera una modesta pieza de oro molido de su propia exposición. La empresa siguió adelante con esfuerzo bajo la batuta de su hijo, pero acabó declarándose en quiebra en 1804.
Cuando Chippendale murió, el mundo apenas se enteró de ello. No hubo esquelas en los periódicos. Catorce años después de su muerte, Sheraton comentó por escrito los diseños de Chippendale diciendo que «ahora están del todo anticuados y se han dejado de lado». A finales de la primera década del siglo
XIX
, su reputación había caído tan bajo que la primera edición del
Dictionary of National Biography
le concedió un único párrafo —mucho menos que lo dedicado a Sheraton o Hepplewhite—, con contenido en su mayoría crítico y en buena parte erróneo. El autor prestó tan poca atención a los detalles de la vida de Chippendale que situó su origen en Worcestershire, no en Yorkshire.
Sheraton (1751-1806) y Hepplewhite (1727?-1786) tampoco es que pudieran jactarse de magníficos éxitos. El taller de Hepplewhite estaba en un barrio venido a menos, Cripplegate, y su identidad era tan oscura que sus contemporáneos se referían a él con nombres como Kepplewhite o Hebblethwaite. Casi nada se sabe de su vida personal. Es muy posible que llevara muerto ya dos años cuando su libro de dibujos vio la luz. El destino de Sheraton fue más curioso si cabe. Es como si nunca llegara a abrir un taller, pues no se ha encontrado nunca ni un solo mueble atribuible a él. Tal vez nunca fabricara ninguno y actuara meramente como delineante y diseñador. A pesar de que su libro se vendió bien, no le sirvió para enriquecerse, pues tenía que suplementar sus ingresos dando clases de dibujo y perspectiva. En un determinado momento, abandonó el diseño de muebles y se formó como ministro de una secta contestataria conocida como los baptistas restringidos, y acabó convertido en un predicador callejero. Murió en Londres en 1806, sumido en la miseria, «entre porquería y bichos», dejando esposa y dos hijos.
Como ebanistas, Chippendale y sus contemporáneos fueron unos maestros, sin duda alguna, pero disfrutaron de una ventaja especial que nunca pudo ser igualada: la mejor madera para muebles que haya existido jamás, una especie de caoba llamada
Swietenia mahogani
. Exclusiva de ciertas partes de Cuba y de La Española (la isla que hoy comparten Haití y la República Dominicana), en el Caribe, la
Swietenia mahogani
no tiene parangón en cuanto a riqueza, elegancia y utilidad. Tan enorme fue la demanda que la madera se agotó, quedando irremediablemente extinguida a los cincuenta años de su descubrimiento. En el mundo existen unas doscientas especies adicionales de caoba, y en su mayoría son maderas estupendas, pero carecen de la riqueza y la maleabilidad de la desaparecida
S. mahogani
. Tal vez el mundo dé algún día ebanistas mejores que Chippendale y sus colegas, pero nunca producirá sillas mejores.
Curiosamente, nadie valoró todo esto durante mucho tiempo. Muchas sillas y otras piezas Chippendale, consideradas en la actualidad de un valor incalculable, pasaron un siglo o más tiempo incluso tiradas de cualquier manera en las dependencias de los criados antes de ser redescubiertas en la época eduardiana y devueltas a la parte principal de la casa. Otras, dejadas en herencia o vendidas junto con las casas a las que pertenecían, pudieron muy fácilmente permanecer ignoradas en cualquier casita de campo o segunda residencia, aun siendo mucho más valiosas que las casas donde se ubicaban.
Si pudiéramos volver atrás en el tiempo y entrar en una casa de la época de Chippendale, una de las diferencias que de inmediato nos chocaría más sería que las sillas y otros muebles estarían apoyados contra la pared, proporcionando a cualquier estancia el aspecto de una sala de espera. Colocar las mesas o sillas en el centro de una habitación habría parecido algo fuera de lugar a los ojos de los georgianos, igual que hoy nos lo parecería a nosotros un armario allí en medio. (Una de las razones por las que acercaban el mobiliario a las paredes era para poder caminar a oscuras sin tropezar con nada.) Al estar apoyados en la pared, los respaldos de las primeras sillas y asientos tapizados solían dejarse inacabados, igual que hacemos hoy en día con la parte trasera de cajoneras y armarios.
Cuando había visitas, se solía adelantar el número necesario de sillas y disponerlas en círculo o semicírculo, como en la hora del cuento en la escuela primaria. Esto tenía el efecto inevitable de que todas las conversaciones fueran tensas y artificiales. Horace Walpole, después de permanecer sentado cuatro horas y media en un agonizante círculo de necia conversación, declaró: «Agotamos el Viento y el Tiempo, la Ópera y la Comedia […] y cualquier otro tema que pudiera tener cabida en un círculo formal». Pero aun así, cuando los anfitriones más osados intentaban introducir cierta espontaneidad disponiendo las sillas en grupos más íntimos de tres o cuatro personas, muchos tenían la sensación de que el resultado era equivalente a un pandemonio y la mayoría no lograba acostumbrarse a la idea de que hubiera otros conversando a sus espaldas.
El principal problema de las sillas de la época es que no eran precisamente confortables. La solución evidente era acolcharlas, pero la idea resultó más difícil de lo imaginado porque muy pocos artesanos poseían las habilidades necesarias para fabricar una buena silla acolchada. Los industriales se peleaban por conseguir bordes cuadrados en los que el tejido quedara debidamente unido a la madera —los ribetes y cordoncillos se introdujeron en un principio como una manera de camuflar esas imperfecciones—, y con frecuencia andaban perdidos en cuanto a producir un acolchado que mantuviera una forma curva permanentemente sobre el asiento. Solo los guarnicioneros eran capaces de ofrecer de un modo fiable la durabilidad requerida, razón por la cual la mayoría de los primeros muebles tapizados lo estaban en cuero. Los tapiceros textiles se enfrentaban además al problema de que muchos tejidos anteriores a la era industrial solo podían fabricarse con anchos no superiores a medio metro, generando con ello la necesidad de colocar costuras en lugares poco elegantes. Solo después de la invención de la lanzadera volante por parte de John Kay en 1733, se hizo posible fabricar tejidos de anchuras cercanas al metro.
Las mejoras en las tecnologías textiles y de estampación transformaron las posibilidades decorativas más allá del mobiliario. Esta época fue testigo de la introducción generalizada de las alfombras, los papeles pintados y los tejidos vistosos. Apareció también la pintura con una amplia gama de colores. El resultado de todo ello es que a finales del siglo
XVIII
las casas estaban llenas de rasgos que habrían supuesto auténticos lujos solo un siglo antes. La casa moderna —una casa que podríamos reconocer hoy en día— empezaba a emerger. Por fin, unos mil cuatrocientos años después de que los romanos se retiraran, llevándose con ellos los baños calientes, los sofás acolchados y la calefacción central, los británicos redescubrieron la novedosa condición de vivir sociablemente ubicados. Seguían sin dominar del todo el confort, pero habían descubierto un concepto atractivo. La vida, y las expectativas que la acompañaban, nunca volverían a ser las mismas.
Pero todo esto tuvo una consecuencia. La llegada del confort al hogar, y en particular el uso generalizado de una decoración interior más cálida, hizo el mobiliario mucho más vulnerable a manchas, quemaduras y otros malos usos. En un esfuerzo por salvar el mobiliario más valioso de los peores riesgos, se creó un nuevo tipo de habitación, y es allí adonde, oportunamente, nos dirigiremos a continuación.