En casa. Una breve historia de la vida privada (32 page)

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Authors: Bill Bryson

Tags: #Ensayo, Historia

BOOK: En casa. Una breve historia de la vida privada
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Aunque fueron la pimienta y las especias las que dieron origen a la Compañía Británica de las Indias Orientales, su destino fue el té. En 1696, William Pitt el Joven recortó de forma masiva el impuesto sobre el té, sustituyéndolo con el temido impuesto sobre las ventanas (con el lógico supuesto de que sería mucho más complicado camuflar ventanas que hacer contrabando con té), y el efecto sobre su consumo fue inmediato. Entre 1699 y 1721 las importaciones de té se multiplicaron casi por cien, pasando de casi seis toneladas a más de medio millón, para cuadruplicarse de nuevo en 1750. Los obreros bebían ruidosamente el té y las damas lo sorbían con elegancia. Se tomaba en el desayuno, el almuerzo y la cena. Fue la primera bebida en la historia que no se identificó con ninguna clase social en concreto, y la primera que tuvo su propio espacio ritual durante la jornada: la hora del té. Era más fácil de preparar en casa que el café y se llevaba especialmente bien con otro enorme placer gustativo que de pronto se hizo asequible a los salarios medios: el azúcar. Los británicos llegaron a adorar el té dulce con leche como ningún otro país lo hizo nunca (o quizás como ningún otro país pudo hacerlo). Durante un siglo y medio, el té fue el corazón de la Compañía Británica de las Indias Orientales, y la Compañía Británica de las Indias Orientales fue el corazón del Imperio británico.

Pero no todo el mundo le cogió el tranquillo al té de entrada. El poeta Robert Southey relataba la historia de una dama en el campo que recibió medio kilo de té como regalo de una amiga de la ciudad cuando el producto era aún una novedad. Sin saber muy bien qué hacer con aquello, lo puso a hervir en una olla, extendió las hojas sobre una tostada con mantequilla y sal y lo sirvió a sus amistades, que lo mordisquearon animosamente y lo declararon interesante, aunque no muy de su gusto. En otras partes, sin embargo, siguió adelante en su carrera, en tándem con el azúcar.

Los británicos siempre habían amado el azúcar, hasta tal punto que cuando tuvieron acceso al mismo, en tiempos del rey Enrique VIII, lo añadían a casi todo: huevos, carne y vino. Lo echaban a las patatas, rociaban con él las verduras, lo comían a cucharadas si podían. A pesar de ser muy caro, la gente lo consumía hasta que se le ponían los dientes negros, y si los dientes no se ennegrecían de forma natural, muchos los ennegrecían artificialmente para demostrar con ello lo ricos e indulgentes que eran consigo mismos. Pero gracias a las plantaciones de las Indias Occidentales, el azúcar empezó a ser cada vez más asequible y la gente a descubrir que se llevaba a las mil maravillas con el té.

El té dulce se convirtió en la indulgencia nacional. Hacia 1770, el consumo per cápita de azúcar era de nueve kilos por cabeza y en su mayoría, por lo que parece, se incorporaba al té. (Suena a una cantidad importante hasta que te das cuenta de que los británicos modernos consumen 36 kilos anuales por persona, mientras que los norteamericanos engullen unos robustos 57 kilos por cabeza.) Igual que sucedía con el café, se decía que el té aportaba grandes beneficios para la salud; entre muchas otras cosas, se decía que «acalla los dolores de los intestinos». Un médico holandés, Cornelius Bontekoe, recomendaba beber cincuenta tazas de té al día —y en casos extremos hasta doscientas— para mantenerse en la flor de la vida.

El azúcar desempeñó asimismo un gran papel en un avance mucho menos encomiable: el comercio de esclavos. Casi todo el azúcar que consumían los británicos se cultivaba en fincas de las Indias Occidentales trabajadas por esclavos. Tenemos la tendencia a asociar la esclavitud única y exclusivamente con la economía de plantación del sur de Estados Unidos, pero de hecho hubo muchísima más gente que se hizo rica con la esclavitud, no solo los mercaderes que mandaron cruzar el océano a 3,1 millones de africanos antes de que el comercio de humanos quedara abolido en 1807.

El té se adoraba y apreciaba no solo en Gran Bretaña, sino también en sus territorios de ultramar. El té estaba gravado en Estados Unidos como parte de los odiados impuestos Townshend. En 1770 se revocaron estos impuestos sobre todos los productos excepto el té, en lo que demostró ser un error fatídico. Los impuestos sobre el té se mantuvieron en parte para recordar a los colonos su sometimiento a la corona, y en parte para ayudar a la Compañía Británica de las Indias Orientales a salir de un profundo y repentino agujero. La compañía había alcanzado un tamaño extralimitado. Había acumulado casi ocho mil toneladas de té —una cantidad gigantesca de un producto perecedero— y, de un modo perverso, había intentado generar un ambiente de bienestar pagando más dividendos de lo que en realidad podía permitirse. El fantasma de la bancarrota se cernía sobre ella a menos que consiguiera reducir sus reservas. Con la esperanza de ayudarla a salir de la crisis, el Gobierno británico concedió a la compañía el monopolio efectivo de la venta del té en América. Y todos los americanos conocen bien lo que sucedió a continuación.

El 16 de diciembre de 1773, un grupo de ochenta colonos vestidos como indios mohicanos abordaron los barcos británicos amarrados en el puerto de Boston, forzaron 342 baúles cargados de té y lanzaron su contenido por la borda. Podría parecer un acto de vandalismo moderado. Pero en realidad se trataba del suministro de té de todo un año para la ciudad de Boston, con un valor de 18.000 libras, lo que significa que fue un delito grave y trascendental, y todos los implicados lo sabían. Nadie en aquel momento, casualmente, denominó el hecho como el Motín del Té; ese apelativo no se utilizó por primera vez hasta 1834. Tampoco puede decirse que el comportamiento de las masas se caracterizara por un espíritu bondadoso y alegre, como a los norteamericanos nos gusta pensar. Fue un asunto bastante desagradable. Quien salió peor parado de todo esto fue un agente de aduanas británico llamado John Malcolm. Malcolm acababa de ser expulsado de su casa en Maine y cubierto con alquitrán y plumas, un castigo intensamente doloroso, pues consistía en aplicar alquitrán caliente sobre la piel. Normalmente se aplicaba con cepillos duros, que ya dolían de por sí, aunque en algún caso el castigo se limitaba a colgar a la víctima por los tobillos y sumergirla de cabeza en el interior de un barril de alquitrán. A la capa de alquitrán se le añadían a continuación plumas, para que la víctima desfilara de esa guisa por las calles antes de recibir una paliza o acabar colgada en la horca. Por lo tanto, lo del alquitrán y las plumas no era en absoluto gracioso, y es fácil imaginar la desesperación de Malcolm al verse por segunda vez arrastrado a la fuerza fuera de su casa y siendo investido de nuevo con una «chaqueta yanqui», nombre con el que se conocía también ese castigo. Una vez seco, se necesitaban días de esmerado trabajo y enérgico restregado para quitarse de encima el alquitrán y las plumas. Después de los hechos, Malcolm envió a Inglaterra un pedacito de epidermis chamuscada y ennegrecida con una nota solicitando por favor la vuelta a casa. Su deseo se vio satisfecho. Mientras, sin embargo, Norteamérica y Gran Bretaña iban directos a la guerra. Quince meses después se oyeron los primeros disparos. Y tal y como un versificador de la época apuntó:

¿Qué descontentos, qué calamitosos sucesos,

Su origen tienen en cosas baladíes?

Un poco de Té, arrojado al Mar,

Ha derramado la sangre a miles.

Y mientras Gran Bretaña perdía sus colonias americanas, se enfrentaba por el otro lado a graves problemas relacionados con el té. Hacia 1800, el té estaba ya imbuido en la mentalidad británica como la bebida nacional y las importaciones ascendían a más de diez mil toneladas anuales. La práctica totalidad del té venía de China, lo que generó un desequilibrio comercial crónico e importante. Los británicos solucionaron en parte este problema vendiendo a los chinos opio producido en la India. El opio era un negocio importante en el siglo
XIX
, y no solo en China. En Gran Bretaña y en Norteamérica se consumía mucho opio —en particular las mujeres—, sobre todo en forma de analgésico medicinal y láudano. Las importaciones de opio a Estados Unidos pasaron de once toneladas en 1840 a 181 toneladas en 1872, y eran las mujeres las que en su mayoría lo consumían, aunque se administraba también a los niños para tratar las inflamaciones de la laringe y la tráquea. El abuelo de Franklin Delano Roosevelt, Warren Delano, inició la fortuna familiar con el comercio del opio, un hecho que la familia Roosevelt nunca pregonó a viva voz.

Para la interminable exasperación de las autoridades chinas, Gran Bretaña aprendió a dominar la habilidad necesaria para convencer a los ciudadanos chinos de que debían convertirse en adictos al opio —los cursos universitarios de historia del marketing tendrían que empezar sus clases con la venta del opio por parte de los británicos—, hasta el punto de que, en 1838, Gran Bretaña vendía anualmente a China casi 2.300 toneladas de opio. Pero, por desgracia, seguía siendo una cantidad insuficiente para compensar los enormes costes que suponían las importaciones de té desde China. Una solución evidente consistía en cultivar té en alguna zona cálida del Imperio británico en expansión. Pero el problema estribaba en que los chinos siempre habían mantenido en secreto el complicado proceso de convertir las hojas de té en una bebida refrescante, y nadie fuera de China sabía cómo poner aquello en marcha. Y aquí entra en escena un excepcional escocés llamado Robert Fortune.

En la década de 1840, Fortune pasó tres años viajando por China, camuflado como un nativo, para recopilar información sobre el cultivo y el proceso del té. Era una labor arriesgada: si lo hubiesen pillado, habría ido a la cárcel y podría haber sido ejecutado. Y a pesar de que Fortune no hablaba ninguno de los idiomas chinos, solventó siempre ese problema fingiendo ser originario de una provincia remota donde se hablaba otro dialecto. En el transcurso de sus viajes, no solo aprendió los secretos de la producción del té, sino que introdujo además en Occidente plantas muy valiosas, entre ellas la palmera talipot, la naranja china y diversas variedades de azalea y crisantemo.

El cultivo del té se introdujo en la India siguiendo sus directrices en ese curiosamente inevitable año de 1851, con la plantación de unas veinte mil semillas y esquejes. En cuestión de medio siglo, y partiendo de cero en 1850, la producción de té en la India llegó a 63.500 toneladas anuales.

Pero por lo que a la Compañía de las Indias Orientales se refiere, su periodo de gloria llegó a un abrupto e infeliz final. El suceso que lo precipitó todo, y de forma bastante inesperada, fue la aparición de un nuevo tipo de rifle, el Enfield P53, justo en el momento en que se empezaban los cultivos de té. Se trataba de un rifle de formato antiguo que se cargaba echando pólvora por el cañón. La pólvora venía en unos cartuchos de papel engrasado que se abrían mordiéndolos. Entre los cipayos, nombre con el que se conocía a los soldados nativos, empezó a correr el rumor de que la grasa de los papelitos era de cerdo y de vaca, para el horror de los soldados musulmanes e indios, pues el consumo de ese tipo de grasas, aun siendo involuntario, los condenaba a la maldición eterna. Los oficiales de la Compañía de las Indias Orientales gestionaron el asunto con una falta de sensibilidad pasmosa. Juzgaron en consejo de guerra a varios soldados indios que se habían negado a utilizar los nuevos cartuchos y amenazaron con castigar a cualquier otro que no cerrara filas. Muchos cipayos estaban convencidos de que todo aquello formaba parte de una trama destinada a eliminar su fe en favor del cristianismo. Por desdichada casualidad, justo en aquel momento los misioneros cristianos empezaban a mostrarse por aquel entonces muy activos en la India, avivando aún más los recelos. El resultado de todo ello fue la rebelión de los cipayos de 1857, en la que los soldados nativos se sublevaron contra sus superiores británicos, a quienes superaban en número, matándolos en cantidades asombrosas. En Cawnpore, los rebeldes reunieron a doscientas mujeres y niños en un salón y los cortaron literalmente en pedazos. Otras víctimas inocentes fueron arrojadas a pozos, donde murieron ahogadas.

Cuando la noticia de estas crueldades llegó a oídos británicos, la venganza fue rápida e implacable. Los indios rebeldes fueron localizados y ejecutados de manera calculada para infundir terror y arrepentimiento. Un par de ellos fueron incluso disparados desde el interior de un cañón, o eso se cuenta. Fueron fusilados o ahorcados en cantidades incalculables. El episodio dejó profundamente conmocionada a Gran Bretaña. Justo después del levantamiento, se publicaron más de quinientos libros sobre el suceso. Y todos se mostraban más o menos de acuerdo en que la India era un país demasiado grande y demasiado problemático como para dejarlo en manos de un negocio. El control de la India pasó a la corona británica y la Compañía de las Indias Orientales fue clausurada.

III

Todos estos alimentos, todos estos descubrimientos, todas estas interminables luchas, llegaron a Inglaterra y acabaron en las mesas y en un nuevo tipo de habitación: el comedor. El comedor no adquirió su significado moderno hasta finales del siglo
XVII
y no se generalizó en las casas hasta incluso más tarde. De hecho, el término no apareció en el diccionario de Samuel Johnson hasta 1755. Cuando Thomas Jefferson puso un comedor en Monticello, era aún una cosa extraña. Antes de eso, las comidas se servían en pequeñas mesas y en cualquier estancia.

Lo que dio lugar a la aparición de los comedores no fue un repentino impulso universal de desear comer en un espacio dedicado exclusivamente a ese fin, sino más bien, y en gran medida, un simple deseo por parte de la señora de la casa de preservar sus nuevos y preciosos muebles tapizados de la profanación de la grasa. El mobiliario tapizado, como hemos visto, era caro, y lo último que quería el orgulloso propietario de una casa era que la gente se limpiase los dedos en él.

La llegada del comedor señaló un cambio no solo en el lugar donde se servía la comida, sino también en cómo se comía y cuándo. Para empezar, los tenedores empezaron a generalizarse de repente. El tenedor había aparecido hacía tiempo, pero su aceptación fue muy lenta. El término en inglés que se aplica al tenedor,
fork
, hacía referencia al principio a un utensilio de labranza, y nada más; no se relacionó con la comida hasta mediados del siglo
XV
y lo hizo para describir un utensilio de gran tamaño que se utilizaba para asegurar un ave o una articulación cuando tenía que trincharse. El responsable de la introducción en Inglaterra del tenedor como cubierto fue Thomas Coryate, escritor y viajero de la época de William Shakespeare famoso por realizar larguísimas caminatas (de Inglaterra a la India, ida y vuelta, en una ocasión). En 1611 escribió su obra magna, titulada
Coryate’s Crudities
, en la que elogiaba el tenedor, que había conocido en Italia. El mismo libro destaca por presentar al héroe suizo Guillermo Tell a los lectores ingleses, así como un nuevo artilugio llamado paraguas.

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