Read En casa. Una breve historia de la vida privada Online
Authors: Bill Bryson
Tags: #Ensayo, Historia
Las mismas consideraciones se aplican a las partículas compañeras de las vitaminas: los minerales. La diferencia fundamental entre vitaminas y minerales es que las vitaminas provienen del mundo de los organismos vivos —de las plantas, las bacterias, etc.—, mientras que los minerales no. En un contexto alimenticio, «minerales» no es más que otro término utilizado para denominar a los elementos químicos —calcio, hierro, yodo, potasio y otros— que nos sustentan. En nuestro planeta existen noventa y dos elementos naturales, aunque algunos están presentes únicamente en cantidades minúsculas. El francio, por ejemplo, es tan raro que se cree que todo el planeta podría contener en un momento determinado tan solo veinte átomos del mismo. En cuanto al resto de minerales, la mayoría pasan por nuestro cuerpo en un momento u otro, a veces con cierta regularidad, aunque si son importantes o no es algo que con frecuencia desconocemos. Tenemos mucho bromo repartido por nuestros tejidos. Se comporta como si estuviera allí con algún propósito, pero nadie ha logrado averiguar todavía cuál podría ser. Si elimináramos el zinc de nuestra dieta, sufriríamos una dolencia conocida como hipogeusia, en la que las papilas gustativas dejan de funcionar y la comida acaba resultando insulsa, repulsiva incluso, aunque hasta una fecha tan reciente como 1977 se creía que el zinc no desempeñaba ningún papel en nuestra dieta.
Varios elementos, como el mercurio, el talio y el plomo, por lo que se ve no nos hacen ningún bien y son con toda seguridad nocivos en el caso de consumirse en exceso
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. Otros son asimismo innecesarios pero mucho más benignos, y entre ellos destaca el oro. Por eso el oro puede utilizarse como empaste dental: no nos hace ningún daño. En cuanto al resto, se sabe o se piensa, según
Essentials of Medical Geology
, que aproximadamente unos veintidós elementos son de extrema importancia vital. Estamos seguros con respecto a dieciséis de ellos; de los otros seis pensamos simplemente que son vitales. La nutrición es una ciencia muy inexacta. Tomemos como ejemplo el magnesio, que es necesario para la buena gestión de las proteínas en el interior de las células. El magnesio es un mineral que abunda en las judías, los cereales y las verduras de hoja verde, pero el tratamiento moderno de los alimentos reduce su contenido en magnesio hasta un 90 %, lo aniquila, de hecho. En consecuencia, la mayoría no lo consume ni mucho menos en la cantidad diaria recomendada, aunque nadie sepa muy bien cuál tendría que ser dicha cantidad. Tampoco nadie es capaz de concretar cuáles serían las consecuencias de una deficiencia de magnesio. Tal vez signifique unos años menos de vida, o unos cuantos puntos menos de cociente intelectual, o la pérdida de la memoria, o prácticamente cualquier cosa mala que usted quiera sugerir. No lo sabemos, y ya está. El arsénico resulta igual de incierto. Es evidente que si consumimos un exceso del mismo, desearíamos al instante no haberlo hecho. Pero todos incorporamos
un poco
de arsénico en nuestra dieta, y algunas autoridades están absolutamente seguras de que es vital para nuestro bienestar en esas minúsculas cantidades. Otros no lo están tanto.
Lo que nos devuelve, después de haber dado un gran rodeo, a la sal. De todos los minerales, el más vital en términos alimenticios es el sodio, que consumimos básicamente en forma de cloruro sódico: sal de mesa
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. Aquí el problema no está en consumir demasiado poco, sino en consumirla en exceso. No necesitamos mucha sal —unos 200 miligramos al día, más o menos lo que se obtiene sacudiendo con fuerza el salero entre seis y ocho veces—, pero ingerimos de media unas sesenta veces esa cantidad. En una dieta normal resulta casi imposible no hacerlo debido a la cantidad de sal que incorporan los alimentos preparados que comemos con voraz devoción. Muchas veces, alimentos que aparentemente no tienen sal —cereales para el desayuno, sopas preparadas y helados, por ejemplo—, la llevan a montones. ¿Quién se imaginaría que treinta gramos de copos de maíz contienen más sal que treinta gramos de cacahuetes salados? ¿O que el contenido de una lata de sopa —de prácticamente cualquier lata— excede de forma considerable la cantidad diaria recomendada de sal para un adulto?
Los restos arqueológicos muestran que cuando la gente empezó a asentarse en comunidades agrícolas, empezó a sufrir deficiencias de sal —algo que nunca antes había experimentado— y tuvo que esforzarse por encontrar sal e incorporarla a la dieta. Uno de los misterios de la historia es cómo sabían que la necesitaban, ya que la ausencia de sal en la dieta no despierta ningún tipo de antojo. Te hace sentir mal y acaba matándote —sin el cloruro de la sal, las células se apagan, como un motor sin combustible—, pero en ningún momento un ser humano se pararía a pensar: «Caramba, seguro que con un poco de sal saldría adelante». En consecuencia, nos enfrentamos a la interesante pregunta de cómo sabían lo que andaban buscando, sobre todo cuando en ciertos lugares conseguir la sal requería cierto ingenio. Los antiguos británicos, por ejemplo, calentaban palos en la playa y luego los sumergían en el mar y rascaban la sal que quedaba adherida en ellos. Los aztecas, por su lado, conseguían la sal a partir de la evaporación de su propia orina. No son acciones intuitivas, por decirlo de un modo suave. Pero incorporar sal a la dieta es uno de los impulsos más intensos de la naturaleza y es, además, universal. Cualquier sociedad del mundo en la que la sal está fácilmente disponible consume, como media, cuarenta veces la cantidad necesaria para vivir. No nos cansamos de ella.
La sal es ahora tan omnipresente y barata que olvidamos hasta qué punto llegó a ser deseable y cómo, durante mucho tiempo, empujó al hombre hasta los confines del mundo. La sal era necesaria para conservar las carnes y otros alimentos, y por eso se requería a menudo en grandes cantidades: en 1513, Enrique VIII hizo sacrificar y conservar en sal veinticinco mil bueyes para una campaña militar. La sal era, por lo tanto, un recurso tremendamente estratégico. En la Edad Media, caravanas de hasta cuarenta mil camellos —la cantidad suficiente como para formar una fila de 115 kilómetros— transportaban sal desde Tombuctú, a través del Sáhara, hacia los animados mercados del Mediterráneo.
Se han librado guerras por la posesión de la sal y se ha traficado con esclavos por ella. La sal, por lo tanto, ha provocado mucho sufrimiento. Pero eso no es nada en comparación con las penurias, el derramamiento de sangre y la avaricia asesina que se asocian con diversos manjares insignificantes que no necesitamos para nada y sin los que podríamos vivir perfectamente. Me refiero a los complementos de la sal en el mundo de los condimentos: las especias
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. Nadie moriría sin ellas, pero muchos han muerto por ellas.
Gran parte de la historia del mundo moderno es la historia de las especias, y la historia se inicia con un tipo de viña, de aspecto poco atractivo, que en su día crecía única y exclusivamente en la costa malaya al este de la India. Se trata de la
Piper nigrum
. Si la observáramos en su estado natural, a buen seguro dudaríamos de adivinar su importancia, pero es el origen de las tres «auténticas» pimientas: la blanca, la negra y la verde. Esos granitos duros de pimienta que echamos en los molinillos que solemos tener en casa, son en realidad el diminuto fruto de esa viña secado para que adopte un tacto arenoso. La diferencia entre las variedades está en función simplemente del momento en que se recogen y el procesado que sufren.
La pimienta había sido valorada en su territorio de origen desde tiempos inmemoriales, pero fueron los romanos los que la convirtieron en un producto internacional. Los romanos adoraban la pimienta. La echaban incluso a sus postres. El amor que sentían por ella sirvió para mantener su precio elevado y para otorgarle un valor imperecedero. Los comerciantes de especias del Lejano Oriente no podían creerse la suerte que habían tenido. «Llegan con oro y se marchan con pimienta», comentó maravillado un mercader tamil. Para su banquete de bodas, que tuvo lugar en 1468, el duque Carlos de Borgoña solicitó 172 kilos de pimienta negra —una cantidad que supera con creces la que podría emplearse en el mayor banquete de bodas— y los exhibió de manera llamativa para que todo el mundo comprobase lo fabulosamente rico que era.
Dicho sea de paso, la idea que durante tanto tiempo ha prevalecido de que las especias se utilizaban para camuflar los alimentos en mal estado no ha sido muy analizada. Los únicos que podían permitirse la mayoría de las especias eran justo aquellos con menor probabilidad de consumir carne en mal estado y, de todas maneras, las especias eran demasiado caras como para desperdiciarlas para camuflar otros sabores. En consecuencia, cuando se utilizaban especias, se hacía con cuidado y frugalidad, y nunca a modo de sabroso camuflaje.
En volumen, la pimienta equivalía a un 70 % del comercio de las especias —nuez moscada y macis, canela, jengibre, clavo y cúrcuma, además de diversos productos exóticos que han caído en el olvido como el cálamo, el asafétida, el ajowan, el galangal y la cedoaria—, pero pronto otras mercancías de tierras lejanas empezaron a abrirse paso en Europa y acabaron siendo incluso más valiosas. Durante siglos, las especias no fueron solo el manjar más apreciado del mundo, sino también la mercancía más valiosa que existía. Las islas de las Especias, escondidas en el Lejano Oriente, eran tan deseables, prestigiosas y exóticas que cuando Jacobo I se hizo con los dos pequeños islotes, fue un golpe tan importante que se puso como título «rey de Inglaterra, Escocia, Irlanda, Francia, Puloway y Puloroon».
La nuez moscada y la macis eran las más valiosas debido a su extrema rareza
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. Ambas se obtenían a partir del mismo árbol, el
Myristica fragrans
, que se encontraba en las laderas más bajas de solo nueve pequeñas y escarpadas islas volcánicas del mar de las Molucas, entre un montón de islas más —ninguna de ellas con el suelo y el microclima adecuado para que creciera allí el árbol de la nuez moscada— situadas entre Borneo y Nueva Guinea, en lo que hoy es Indonesia. El clavo, el capullo seco de un tipo concreto de arrayán, crecía en seis islas igualmente selectivas unos 330 kilómetros al norte, en el mismo archipiélago, lo que se conoce geográficamente como las Molucas y en la historia como las islas de las Especias. Para poner la situación en perspectiva, el archipiélago indonesio consta de dieciséis mil islas repartidas en casi dos mil kilómetros cuadrados de mar, por lo que no es de extrañar que la localización de quince de ellas fuera un misterio para los europeos durante tanto tiempo.
Todas estas especias llegaban a Europa a través de una complicada red de mercaderes, cada uno de los cuales se llevaba, claro está, su tajada. Cuando llegaban a los mercados europeos, la nuez moscada y la macis se vendían a sesenta mil veces más de lo que habían costado en el Lejano Oriente. De un modo inevitable, fue solo cuestión de tiempo que los que se encontraban al final de la cadena de suministro llegaran a la conclusión de que sería mucho más lucrativo recortar los pasos intermedios y cosechar ellos mismos todos los beneficios.
Y así fue como empezó la gran época de las exploraciones. Cristóbal Colón es el más recordado de esos exploradores, pero no fue el primero. En 1487, cinco años antes que él, Fernao Dulmo y Joao Estreito partieron de Portugal hacia el Atlántico inexplorado, jurando regresar después de cuarenta días si no descubrían nada. Fue la última vez que se les vio. Encontrar los vientos adecuados para regresar a Europa no era en absoluto sencillo. El verdadero logro de Colón fue conseguir cruzar el Atlántico en ambas direcciones. Pese a ser un marinero consumado, no era muy bueno en nada más, sobre todo en geografía, un talento que podría parecer más vital para un explorador. Sería complicado nombrar a otra figura en la historia que haya conseguido una fama más duradera con menos aptitudes. Se pasó ocho años dando vueltas por las islas del Caribe y las costas de América del Sur convencido de que estaba en el corazón del Oriente y que Japón y China estaban detrás de cada puesta de sol. Nunca se enteró de que Cuba era una isla y ni una sola vez pisó, ni sospechó siquiera su existencia, la masa continental situada hacia el norte que todo el mundo piensa que descubrió: Estados Unidos. Llenó sus bodegas con pirita de hierro creyendo que era oro y con lo que confiaba a pies juntillas que eran canela y pimienta. Lo primero no era más que corteza de árbol sin valor alguno, y lo segundo no eran pimientos, sino chiles, excelentes cuando ya te has hecho una idea de lo que son, pero sorprendentemente lacrimosos cuando les arreas con fuerza un bocado.
Todo el mundo, excepto Colón, comprendió que aquella no era la solución al problema de las especias y en 1497 Vasco de Gama, partiendo de Portugal, decidió ir a Oriente por el otro sentido, rodeando África. Era una propuesta mucho más truculenta de lo que pueda parecer. Los vientos predominantes y las corrientes en contra no permitían que una embarcación que navegara hacia el sur pudiera limitarse a seguir la línea de la costa, tal y como indicaría la lógica. Por ello Gama tuvo que adentrarse en el océano Atlántico —llegando casi hasta Brasil, de hecho, aunque él no lo supiera— para encontrar brisas del oeste que empujaran su flota hacia el cabo sur. Fue un viaje épico. Los europeos nunca habían llegado tan lejos navegando. Los barcos de Gama estuvieron sin avistar tierra más de tres meses seguidos. Fue el viaje en el que se descubrió el escorbuto. Los anteriores viajes por mar nunca habían sido tan prolongados como para que los síntomas del escorbuto hicieran su aparición.
Y trajo consigo también dos infelices tradiciones más del universo marítimo. Una fue la introducción de la sífilis en Asia —justo cinco años antes, los hombres de Colón la habían llevado de Europa a las Américas—, lo que la convirtió en una enfermedad realmente internacional. La otra fue la de imponer extrema violencia gratuita a los inocentes. Vasco de Gama era un hombre sumamente cruel. En una ocasión, capturó un navío musulmán cargado con centenares de hombres, mujeres y niños, encerró a pasajeros y tripulación en la bodega, rapiñó todo lo que había de valor y después —sin necesidad de ello, de un modo horripilante— prendió fuego a la embarcación. Adondequiera que fuera, Gama abusaba o masacraba a la gente que allí encontraba, y con ello estableció ese tono de desconfianza y brutal violencia que caracterizaría y denigraría la época de los descubrimientos.