En casa. Una breve historia de la vida privada (27 page)

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Authors: Bill Bryson

Tags: #Ensayo, Historia

BOOK: En casa. Una breve historia de la vida privada
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Entre las estructuras adicionales planificadas destacaba una imponente tumba, de treinta y ocho metros de longitud, en la que se colocaría su ataúd sobre un estrado situado siete metros y medio por encima del suelo, para que, según creía, los gusanos nunca pudieran consumirle.

Fonthill era deliberada y salvajemente asimétrico —«anarquía arquitectónica» en palabras del historiador Simon Thurley— y presentaba un ornado estilo gótico que le proporcionaba el aspecto de un cruce entre una catedral medieval y el castillo de Drácula. Wyatt no fue el inventor del neogótico. Esa distinción recae en Horace Walpole por su casa Strawberry Hill en las afueras de Londres. El
gothick
, como se escribía a veces en inglés para diferenciarlo del gótico medieval, hacía alusión en un principio no a un estilo arquitectónico, sino a un tipo de novela lóbrega y exagerada que también inventó Walpole en 1794 con
El castillo de Otranto
. Strawberry Hill, sin embargo, fue una cosa bastante comedida y pintoresca, una casa más o menos convencional con alguna tracería gótica y otras ornamentaciones. Las creaciones góticas de Wyatt eran mucho más oscuras y potentes. Tenían amenazantes torres y románticas agujas, así como confusos remates en tejados estudiadamente asimétricos, para que diera la impresión de que la estructura había tenido un crecimiento orgánico a lo largo de los siglos. Era una especie de fantasía de Hollywood del pasado, mucho antes de que existiese un Hollywood. Walpole inventó un término,
gloomth
, para transmitir el ambiente del
gothick
; las casas de Wyatt eran la quintaesencia de la tenebrosidad
[33]
. De hecho, la rezumaban.

En su obsesión por finalizar el proyecto, Beckford puso quinientos hombres a trabajar las veinticuatro horas del día, pero las cosas salían continuamente mal. La torre de Fonthill, que se elevaba hasta alcanzar los ochenta y cinco metros de altura, era la más alta que jamás se había construido en una casa de carácter privado, y resultó ser una auténtica pesadilla. Sin darle muchas vueltas, Wyatt utilizó para su construcción un nuevo tipo de enlucido conocido como cemento Parker Roman, inventado por un tal reverendo James Parker, de Gravesend, uno más de esa casta de clérigos inquisitivos que conocimos a principios del libro. Se desconoce qué impulso llevó al reverendo Parker al mundo de los materiales de construcción, pero su intención era producir un cemento de secado rápido similar al que en su día utilizaron los romanos a partir de una receta perdida desde entonces. Por desgracia, su cemento tenía poca fuerza y, de no mezclarse correctamente en las proporciones exactas, tendía a caerse a trozos… como sucedió en Fonthill. Horrorizado, Beckford vio cómo su imponente abadía se caía a pedazos incluso a medida que iba levantándose. Se derrumbó dos veces durante la construcción. E incluso cuando estuvo erigida por completo, se resquebrajaba y se quejaba de forma premonitoria.

Para la ilimitada exasperación de Beckford, Wyatt se ausentaba a menudo para emborracharse o dedicarse a otros proyectos. De manera que mientras las cosas se derrumbaban literalmente en Fonthill y los quinientos obreros huían de allí como alma que lleva el diablo o estaban mano sobre mano a la espera de recibir instrucciones, Wyatt estaba enfrascado en el descomunal y fallido proyecto de construcción de un nuevo palacio en Kew para Jorge III. Por qué Jorge III quería un nuevo palacio en Kew es una pregunta de lo más razonable, pues tenía ya allí mismo un palacio estupendo, pero Wyatt siguió adelante y diseñó una construcción formidable (apodada la Bastilla por su peligroso aspecto), uno de los primeros edificios del mundo que utilizaba hierro forjado como material estructural. Desconocemos el aspecto que podía tener ese nuevo palacio porque no existen reproducciones del mismo, pero debió de ser espectacular al estar construido totalmente en hierro forjado a excepción de puertas y suelos. Presumiblemente, de haber sobrevivido habría sido más o menos como vivir en el interior de un caldero. Por desgracia, a medida que el edificio empezó a tomar forma a orillas del Támesis, el rey empezó a perder la vista y el interés por las cosas que no podía acabar de ver claras; por otro lado, Wyatt nunca había sido un personaje muy de su agrado. De modo que, con la estructura a medio construir y con más de 100.000 libras gastadas, las obras se interrumpieron de manera repentina. La casa se mantuvo en pie como un cascarón inacabado durante unos veinte años hasta que un nuevo rey, Jorge IV, ordenó finalmente derribarla.

Beckford bombardeó a Wyatt con cartas llenas de indignación. «¿Qué pútrida posada, qué taberna apestosa o qué burdel infestado de viruela esconde ahora sus canos y pegajosos miembros?», le preguntaba a menudo. El apodo que utilizaba para Wyatt era «bagazo» o proxeneta. Cualquier carta era una monótona arenga de rabia e inventivos insultos. Wyatt era, sin lugar a dudas, para volver loco a cualquiera. En una ocasión abandonó Fonthill con destino a Londres para, supuestamente, atender un asunto urgente, pero se detuvo solo a cinco kilómetros de allí, en una más de las diversas propiedades de Beckford, donde tropezó con otro invitado borracho. Beckford los encontró una semana después, rodeados de botellas vacías e inconscientes.

El coste final de Fonthill se desconoce, pero en 1801 un observador informado sugería que Beckford había gastado ya 242.000 libras —cantidad suficiente como para construir dos Palacios de Cristal—, y eso que la obra no estaba ni siquiera a la mitad. Beckford se instaló en la abadía en el verano de 1807, sin que el edificio estuviese finalizado. No había ninguna comodidad. «Había que mantener encendidas continuamente sesenta chimeneas, invierno y verano, para que la casa estuviera seca, y ni que decir caliente», apunta Simon Thurley. La mayoría de los dormitorios parecían celdas monásticas; trece de ellos carecían de ventanas. La alcoba de Beckford era sorprendentemente austera y no había en ella más que una estrecha cama.

Wyatt seguía apareciendo de forma intermitente y enfurecía a Beckford con sus prolongadas ausencias. A primeros de septiembre de 1813, justo después de su treinta y siete cumpleaños, Wyatt volvía de Gloucestershire a Londres con un cliente cuando el carruaje en el que viajaban volcó y fue proyectado contra la pared, dándose un golpe mortal en la cabeza. Murió más o menos en el acto, dejando a su viuda sin un céntimo.

Justo en ese momento, los precios del azúcar empezaron a caer en picado y Beckford acabó expuesto incómodamente al lado malo del capitalismo. En 1823, estaba tan necesitado de fondos que se vio obligado a vender Fonthill. Fue adquirida por 300.000 libras por un personaje excéntrico, John Farquhar, que había nacido en la Escocia rural pero había viajado a la India de joven, donde había hecho fortuna fabricando pólvora. A su regreso a Inglaterra, en 1814, se había instalado en una elegante casa en Londres, en Portman Square, que desatendió de forma llamativa. También desatendió de forma llamativa su propia persona, hasta tal punto que en sus paseos por el barrio lo detenían e interrogaban a veces por considerarlo un vagabundo sospechoso. Después de adquirir Fonthill, apenas la visitó. Estaba, sin embargo, allí el día más espectacular de la breve existencia de Fonthill, justo antes de la Navidad de 1825, cuando la torre empezó a quejarse de manera continuada antes de derrumbarse por tercera y última vez. La ráfaga de aire que provocó la caída empujó a un criado casi diez metros por un pasillo, pero milagrosamente ni él ni nadie resultó herido. Una tercera parte de la casa quedó sepultada bajo los escombros de la torre, y nunca más volvería a ser habitable. Farquhar se mostró muy sereno ante su desgracia y se limitó a comentar que aquello simplificaba en gran manera las atenciones que precisaba el lugar. Murió al año siguiente, inmensamente rico pero intestado, y ninguno de los parientes en refriega se hizo cargo de la casa. Lo que quedaba de ella fue derribado y retirado poco después.

Beckford, mientras, cogió sus 300.000 libras y se retiró a Bath, donde construyó una torre de cuarenta y siete metros de altura con un contenido estilo clásico. Conocida como Lansdown Tower, fue erigida con buenos materiales y con gran prudencia, y sigue todavía en pie.

El Gran Salón Occidental, dando paso al Gran Salón u Octógono, en FontHill Abbey.

II

Fonthill marcó el punto álgido no solo de la ambición y el desatino en el terreno doméstico, sino también de la incomodidad. Había surgido una curiosa relación inversa, por lo que parece, entre la cantidad de esfuerzo y gasto consagrados a una casa y el grado en que esta era realmente habitable. La gran época de la construcción de casas aportó nuevos niveles de elegancia y grandeza a la vida privada británica, pero casi nada en términos de delicadeza, calidez y comodidades.

Estos atributos hogareños serían la creación de un nuevo tipo de persona que apenas existía una generación atrás: el profesional de clase media. Siempre había habido gente de categoría intermedia, claro está, pero como entidad diferenciada y fuerza identificable con la clase media fue un fenómeno del siglo
XVIII
. El término «clase media» no se acuñó hasta 1745 (en un libro sobre el comercio de lana irlandés, nada más y nada menos), pero a partir de ese momento las calles y las cafeterías de Gran Bretaña se llenaron de personas confiadas, locuaces y adineradas que respondían a esa descripción: banqueros, abogados, artistas, editores, diseñadores, comerciantes, promotores inmobiliarios y otros que en general hacían gala de un espíritu creativo y de ambición. Esta nueva y cada vez mayor clase media estaba al servicio no solo de los muy ricos, sino también, de un modo incluso más lucrativo, de sí misma. Fue el cambio que dio origen al mundo moderno.

La invención de la clase media inyectó en la sociedad nuevos niveles de demanda. De pronto había en las ciudades enjambres de gente con espléndidas casas necesitadas de mobiliario y, de un modo igual de repentino, el mundo se llenaba de objetos deseables con los que abastecerlas. Alfombras, espejos, cortinas, mobiliario tapizado y bordado y un centenar de cosas más que rara vez se veían en los hogares antes de 1750 empezaron a ser ahora habituales.

El crecimiento del Imperio y de los intereses comerciales en ultramar tuvo un gran impacto, a menudo de la forma más inesperada. Tomemos como ejemplo la madera. Cuando Gran Bretaña era un país isleño aislado, disponía básicamente de un solo tipo de madera para fabricar sus muebles: el roble. La madera de roble es un material noble, duradero, literalmente tan duro como el hierro, pero en realidad es adecuado tan solo para mobiliario denso y macizo: cajoneras, camas, mesas y similares. Pero el desarrollo de la Marina británica y la difusión de los intereses comerciales de Gran Bretaña se tradujeron en la disponibilidad de maderas de muchos tipos —nogal de Virginia, álamo blanco de las Carolinas, teca de Asia— que supusieron un cambio total en los hogares, incluyendo la forma de sentarse, conversar y entretenerse.

La madera más apreciada de todas era la caoba del Caribe. La caoba era una madera brillante, indeformable y sumamente dúctil. Podía tallarse y calarse con delicadas formas que encajaban a la perfección con la exuberancia del rococó, pero por otro lado era lo bastante fuerte como para poder convertirse en mueble. No se conocía otra madera que ofreciera las características de la caoba: de pronto los muebles alcanzaron una categoría escultórica. Los respaldos de las sillas —los espaldares— podían trabajarse de tal manera que dejaban anonadada a gente que en su vida había visto nada menos tosco que una silla Windsor. Las patas adquirían curvas ondulantes y tenían exquisitos pies; los brazos se extendían para rematarse con espirales y volutas a las que era un placer agarrarse y una delicia contemplar. De pronto, cualquier silla —y, de hecho, cualquier cosa del interior de la casa— se llenó de elegancia, estilo y fluidez.

La caoba nunca habría llegado a ser una madera tan apreciada de no haber existido otro nuevo material mágico, procedente del otro lado de la Tierra, que le otorgaba su acabado más espléndido: la laca. La laca es una secreción dura y resinosa del escarabajo de la laca de la India. Los escarabajos de la laca aparecen en enjambres en determinadas regiones de la India en ciertas épocas del año y sus secreciones producen un barniz inodoro, no tóxico, asombrosamente brillante y muy resistente a los arañazos y la decoloración. No atrae el polvo mientras está húmedo y se seca en cuestión de minutos. Incluso ahora, cuando la química reina por encima de todo, la laca posee montones de aplicaciones contra las que no pueden competir los productos sintéticos. Cuando vaya a la bolera, recuerde que es la laca lo que otorga a las pistas su incomparable brillo, por ejemplo.

Las nuevas maderas y barnices transformaron las formas que podían adoptar los muebles, pero era imprescindible algo más —un nuevo sistema de fabricación— para producir las grandes cantidades de muebles de calidad necesarias para satisfacer la interminable demanda. Mientras que los diseñadores tradicionales, como Robert Adam, realizaban un nuevo diseño para cada encargo, los ebanistas se dieron cuenta de que era mucho más efectivo a nivel de costes fabricar muchos muebles a partir de un único diseño. Y así empezaron a explotar un sistema de fabricación a gran escala, produciendo piezas cortadas a partir de moldes, ensamblándolas y acabándolas con la ayuda de un equipo de especialistas. Acababa de ver la luz la época de la fabricación en masa.

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