Read En casa. Una breve historia de la vida privada Online
Authors: Bill Bryson
Tags: #Ensayo, Historia
Mientras el queroseno se establecía como sistema de iluminación preferido por millones de hogares, sobre todo en ciudades pequeñas y zonas rurales, en las comunidades más grandes se enfrentó con la aparición de otra maravilla de la época: el gas. Para los acomodados de las ciudades importantes, el gas se convirtió en una alternativa adicional a partir de 1820. En su mayoría, sin embargo, se utilizaba en fábricas y tiendas y para la iluminación de las calles, y no empezó a ser habitual en los hogares hasta mediados de siglo.
El gas presentaba muchas desventajas. Los que trabajaban en oficinas con suministro de gas o visitaban teatros iluminados con gas se quejaban a menudo de dolor de cabeza y náuseas. Para minimizar este problema, las luces de gas se instalaban a veces en la parte exterior de las ventanas de las fábricas. En el interior, ennegrecían los techos, descolorían los tejidos, corroían el metal y dejaban una capa grasienta de hollín sobre cualquier superficie horizontal. Las flores se marchitaban rápidamente en su presencia y las plantas se ponían amarillas a menos que se aislaran en invernaderos. Solo la aspidistra parecía inmune a sus efectos nocivos, lo que explica su presencia en casi todas las fotografías de salones de la época victoriana. La utilización del gas, además, exigía ciertas precauciones. La mayoría de las compañías suministradoras de gas reducían el flujo que circulaba a través de sus conductos durante el día, cuando la demanda era baja. En consecuencia, quien deseara utilizar una lámpara de gas por la mañana tenía que abrir bien la espita para obtener un nivel de iluminación decente. Pero a medida que avanzaba el día, cuando la presión aumentaba, la luz podía llegar a llamear peligrosamente, chamuscando techos y provocando incluso incendios en el caso de que la espita hubiera quedado abierta al máximo. Por lo tanto, el gas era peligroso además de sucio.
Pero el gas presentaba una ventaja irresistible. Era luminoso, como mínimo veinte veces más que cualquier otra cosa conocida por el mundo anterior a la aparición de la electricidad. Una habitación iluminada con gas era de media veinte veces más luminosa de lo que pudiera serlo antes. No era una luz íntima —no se podía acercar ni a un libro ni a la costura, como podía hacerse con una lámpara de mesa—, pero proporcionaba una iluminación general maravillosa. Hacía mucho más agradables actividades como la lectura, jugar a las cartas e incluso la conversación. Los comensales podían apreciar el estado de la comida, sortear sin problemas las espinas de un delicado pescado y saber cuánta sal salía del salero. Si se caía una aguja al suelo, se localizaba sin necesidad de esperar a que hubiese luz de día. Era posible ver los títulos de los libros almacenados en las estanterías. La gente empezó a leer más y a permanecer despierta hasta más tarde. No es casualidad que la segunda mitad del siglo
XIX
fuera testigo de un repentino y duradero auge de periódicos, revistas, libros y partituras. El número de periódicos y revistas en Gran Bretaña pasó de 150 a principios de siglo a los casi 5.000 de finales del
XIX
.
El gas fue especialmente popular en Estados Unidos y Gran Bretaña. En 1850 estaba disponible en la mayoría de grandes ciudades de ambos países. Pero el gas siguió siendo una indulgencia de la clase media. Los pobres no podían permitírselo y los ricos solían desdeñarlo, en parte debido al coste y el trastorno que suponía instalarlo, en parte por el daño que causaba a cuadros y tejidos valiosos, y en parte también porque cuando tienes criados que te lo hacen todo no existe tanta urgencia para invertir en más comodidades. El irónico resultado de ello, tal y como Mark Girouard ha apuntado, es que no solo los hogares de clase media, sino también instituciones como manicomios y prisiones, estuvieron mejor iluminados —y, de hecho, mejor calentados— mucho antes de que lo estuvieran las grandes mansiones inglesas.
Estar caliente en casa siguió suponiendo un verdadero reto para la mayoría de la gente durante el siglo
XIX
. El señor Marsham tenía una chimenea en casi todas las estancias de su rectoría, incluso en el vestidor, además de una robusta cocina económica. Limpiar, preparar y abastecer una cantidad de fuegos tan grande debía de suponer mucho trabajo pero, aun así, la casa resultaba incómoda y fría durante varios meses del año. (Sigue siéndolo.) Las chimeneas solo son eficientes para mantener el calor en espacios pequeños, algo que podría pasarse por alto en un lugar de temperaturas templadas como es Inglaterra, pero en los gélidos inviernos de gran parte de Norteamérica, la incapacidad de las chimeneas de proyectar calor en una estancia se hizo evidente. Thomas Jefferson se quejaba de que una noche tuvo que dejar de escribir porque se le había congelado la tinta en el tintero. Un cronista llamado George Templeton Strong anotó en su diario que en invierno de 1866 ni siquiera con dos hornos y todas las chimeneas encendidas conseguía que la temperatura de su casa en Boston superara los tres grados.
Fue Benjamin Franklin, como era de esperar, quien volcó su atención en el asunto e inventó lo que acabó conociéndose como estufa Franklin (o Pennsylvania). La estufa Franklin fue sin duda alguna un avance, aunque más sobre el papel que en la práctica. Consistía básicamente en un horno de metal insertado en una chimenea, pero con tiros y respiraderos adicionales que desviaban de forma ingeniosa el flujo del aire y proyectaban más calor hacia la habitación. Pero era también cara y compleja y ocasionaba muchas molestias —a veces intolerables— en las habitaciones donde tenía que instalarse. El secreto del sistema estaba en un segundo tiro posterior que no podía deshollinarse a menos que se desmontara por completo. La estufa necesitaba además un respiradero de aire frío procedente del subsuelo, lo que en términos prácticos significaba que la estufa no podía instalarse en habitaciones ubicadas en la planta superior ni donde hubiera un sótano debajo, lo que la inhabilitaba para ser utilizada en muchas casas. El diseño de Franklin fue mejorado en Norteamérica por David Rittenhouse y en Europa por Benjamin Thompson, conde de Rumford, pero el confort de verdad no se consiguió hasta que se cerraron los hogares y se puso una estufa en la habitación. Este tipo de estufa, conocida como estufa holandesa, olía a hierro quemado y secaba el ambiente, pero como mínimo los que la tenían disfrutaban de un buen calor.
Cuando los norteamericanos se trasladaron hacia las praderas del Oeste, la ausencia de madera para combustible provocó problemas. Se utilizaron las mazorcas de maíz a modo de combustible, así como las boñigas de vaca, que pasaron a conocerse eufemísticamente y con cierto encanto como «carbón de superficie». En zonas más salvajes, se quemaban además todo tipo de grasas —grasa de cerdo, grasa de venado, grasa de oso e incluso la grasa de alguna que otra paloma— y aceites de pescado, a pesar de lo mucho que humeaban y apestaban.
Las estufas se convirtieron en la obsesión americana. A principios del siglo
XX
, en la US Patent Office se habían registrado más de siete mil tipos distintos. La única característica que tenían todas ellas en común era lo complicado de su funcionamiento. Una estufa típica de 1899, según un estudio llevado a cabo en Boston, quemaba unos 135 kilos de carbón por semana, generaba doce kilos de cenizas y exigía tres horas y once minutos de atención. Si se tenían estufas tanto en la cocina como en la sala de estar, además de chimeneas abiertas en otras estancias, suponía un gran trabajo adicional. Otra importante desventaja de los hogares cerrados era que robaban mucha luz a la estancia donde estuvieran instalados.
La combinación del fuego con los materiales combustibles aportó un elemento de alarma y emoción a todos los aspectos de la vida diaria del mundo anterior a la aparición de la electricidad. Samuel Pepys anotó en su diario cómo un día, trabajando en su escritorio a la luz de una vela, empezó a percibir un olor horrible y acre, como a lana quemándose; solo entonces se percató de que lo que ardía era su nueva y carísima peluca. Estos pequeños incendios eran sucesos de lo más habitual. Prácticamente todas las habitaciones de todas las casas vivieron un incendio en algún momento de su existencia, y prácticamente todas las casas podían arder con facilidad, pues casi todo lo que había en ellas, desde los camastros de paja hasta los tejados de paja o junco, era combustible en potencia. Para disminuir el riesgo de peligros nocturnos, las chimeneas se cubrían con una especie de tapa en forma de cúpula que se conocía como
couvrefeu
(origen del término
curfew
, «toque de queda» en inglés), pero ni aun así se evitaba por completo el peligro.
Los refinamientos tecnológicos mejoraban a veces la calidad de la luz, pero con la misma frecuencia aumentaban el riesgo de incendio. Las lámparas de Argand tenían el peso desplazado hacia la parte superior, pues el depósito de combustible necesitaba estar elevado para permitir el flujo de combustible hacia la mecha, lo que las hacía inestables y fáciles de volcar. Si el queroseno se vertía o se derramaba resultaba casi imposible de apagar en caso de prender. En la década de 1870, y solo en Estados Unidos, los incendios como consecuencia del queroseno causaban un promedio de seis mil víctimas mortales al año.
Los incendios en lugares públicos eran también preocupantes, sobre todo después del desarrollo de una forma de intensa iluminación, caída ahora en el olvido, conocida como luz Drummond, en honor a Thomas Drummond, de los Royal Engineers de Gran Bretaña, a quien se atribuye, erróneamente, su invención a principios de la década de 1820. En realidad fue un invento de sir Goldsworthy Gurney, un compañero ingeniero e inventor de considerable talento. Drummond simplemente popularizó esa luz y nunca declaró haberla inventado, pero se le atribuyó el mérito en su día y así ha continuado desde entonces. La luz Drummond, o luz de calcio, como se denominó también, se basaba en un fenómeno conocido desde hacía ya tiempo: que si se prendía un potente fuego a un pedazo de cal o de magnesio, resplandecía con una luz blanca muy intensa. Con la ayuda de una llama hecha a partir de una mezcla rica en oxígeno y alcohol, Gurney consiguió calentar una pelota de cal de un tamaño no superior a una canica de un modo tan eficiente que su luz podía verse a cien kilómetros de distancia. El artilugio funcionó con éxito en los faros, pero también lo adoptaron los teatros. La luz no solo era perfecta y regular, sino que podía concentrarse en un haz y proyectarse sobre los actores seleccionados; ahí está el origen de la expresión inglesa
in the limelight
, que literalmente se traduciría como «bajo la luz de cal»
[25]
. La desventaja era que el tremendo calor de la luz de cal provocó muchos incendios. En solo una década, ardieron en Estados Unidos más de cuatrocientos teatros. Según un informe publicado en 1899 por William Paul Gerhard, la autoridad en incendios de la época, en la totalidad del siglo
XIX
casi diez mil personas perdieron la vida en Gran Bretaña víctimas de incendios en teatros.
El fuego era incluso un peligro en los viajes, sobre todo teniendo en cuenta que las posibilidades de escapar de él eran en estos casos limitadas o imposibles. En 1858, un barco cargado de inmigrantes llamado
Austria
se incendió cuando navegaba rumbo a Estados Unidos y casi quinientas personas fallecieron de una muerte horrible al consumirse la embarcación. También los trenes eran peligrosos. Desde 1840, los vagones de pasajeros iban equipados con estufas de madera o carbón en invierno y con lámparas de aceite para poder leer, por lo que el alcance de las catástrofes en un tren en marcha es fácilmente imaginable. Incluso en un momento tan tardío como 1921, un incendio provocado por una estufa en un tren cerca de Filadelfia acabó con la vida de veintisiete personas.
En tierra firme, el mayor temor era que los incendios se descontrolaran y se propagaran, destruyendo barrios enteros. El fuego urbano más famoso de la historia es casi con toda seguridad el Gran Incendio de Londres de 1666, que se inició como un pequeño incendio en una panadería próxima al Puente de Londres y se propagó rápidamente hasta alcanzar casi un kilómetro de extensión. El humo era visible incluso desde Oxford y el crepitar del fuego podía oírse desde allí en forma de un leve y horripilante susurro. El incendio consumió 13.200 casas y 140 iglesias. Pero, de hecho, el incendio de 1666 fue en realidad el segundo Gran Incendio de Londres. En 1212 se había producido un incendio más devastador si cabe. Aunque menor en extensión que el de 1666, fue más rápido y más frenético, y saltó de calle en calle con una rapidez tan temeraria que los ciudadanos fueron superados en su huida o quedaron atrapados sin posibilidad de vías de escape. El incendio se llevó 12.000 vidas. En cambio, en el incendio de 1666 murieron solo cinco personas, que se sepa. Durante 454 años, el incendio de 1212 fue conocido como el Gran Incendio de Londres. Y debería seguir siéndolo.
La mayoría de ciudades sufrió incendios devastadores de vez en cuando, algunas repetidamente. Boston los tuvo en 1653, 1676, 1679, 1711 y 1761. Después vivió un respiro hasta el invierno de 1834, cuando un incendio por la noche destruyó setecientos edificios —la mayoría del centro— y fue tan feroz que llegó incluso a los barcos amarrados en el puerto. Pero todos los incendios urbanos parecen nimios en comparación con el que asoló Chicago una ventosa noche de octubre de 1871 cuando, según se dice, la vaca de una tal señorita Patrick O’Leary arreó una coz a una lámpara de queroseno que había en un establo de DeKoven Street y el caos se extendió rápidamente. El fuego destruyó dieciocho mil edificios y dejó sin hogar a ciento cincuenta mil personas. Los daños ascendieron a más de 200 millones de dólares y supuso la quiebra de cincuenta y una compañías de seguros.
En los lugares donde las casas estaban adosadas las unas a las otras, como sucedía en las ciudades europeas, poco se podía hacer, aunque los constructores idearon un útil remedio. Originalmente, las viguetas que sustentaban los pisos de las casas inglesas corrían de lado a lado y se asentaban sobre las paredes medianeras que separaban las casas. Esto creaba, básicamente, un lineal de vigas que recorría la calle, elevando con ello el riesgo de que los incendios se propagaran de una casa a su contigua. Pero a partir del periodo georgiano, las viguetas empezaron a colocarse en sentido contrario, extendiéndose de la parte delantera a la parte trasera de las casas, transformando así en cortafuegos las paredes medianeras. Sin embargo, el hecho de tener las vigas dispuestas en este nuevo sentido implicaba la necesidad de paredes maestras, lo que dictaba el tamaño de las habitaciones, lo que a su vez determinaba cómo se utilizaban esas habitaciones y cómo se vivía en las casas.