Read En casa. Una breve historia de la vida privada Online
Authors: Bill Bryson
Tags: #Ensayo, Historia
Hannah Cullwick fotografiada por su marido realizando diversas tareas como criada, y vestida como deshollinadora (abajo a la derecha). A destacar la cadena de eslabones que lleva colgada del cuello.
En el otoño de 1939, durante la situación de confusión levemente histérica que acompaña al estallido de una guerra, Gran Bretaña introdujo estrictas regulaciones referentes a la oscuridad con el fin de desbaratar las asesinas ambiciones de la Luftwaffe. Durante tres meses, encender cualquier tipo de luz por la noche, por débil que fuese, fue declarado ilegal. Los que quebrantaban la ley podían ser arrestados por encender un cigarrillo en un portal o alumbrar una cerilla para leer el nombre de una calle. Un hombre fue multado por no tapar el resplandor de la luz que atemperaba su pecera. Hoteles y despachos pasaban cada día horas instalando y desinstalando cortinas especiales para oscurecer sus interiores. Los coches tenían que circular volviéndose casi invisibles —no estaban permitidas siquiera las luces del salpicadero—, por lo que los conductores tenían no solo que adivinar dónde estaba la calzada, sino también a qué velocidad circulaban.
Desde la Edad Media, Gran Bretaña no había vivido sumida en tal oscuridad, y las consecuencias fueron estrepitosas y graves. Para no chocar contra el bordillo o contra cualquier vehículo aparcado, los coches adquirieron la costumbre de circular por encima de las líneas divisorias blancas de la calzada, una solución que funcionaba hasta que se tropezaban con otro vehículo que hacía lo mismo pero en sentido contrario. Los peatones estaban en peligro constante, pues las aceras se convirtieron de repente en una carrera de obstáculos de farolas, árboles y mobiliario urbano invisible. Los tranvías, apodados con respeto como «el peligro silencioso», resultaban especialmente inquietantes. «Durante los cuatro primeros meses de la guerra —relata Juliet Gardiner en
Wartime
—, un total de 4.133 personas perdieron la vida en las calles británicas», un incremento del cien por cien con respecto al año anterior. Casi tres cuartas partes de las víctimas fueron peatones. Sin lanzar ni una sola bomba, la Luftwaffe estaba ocasionando ya seiscientas bajas al mes, según observó con aspereza el
British Medical Journal
.
Por suerte, las cosas volvieron pronto a la calma y la vida de la gente se iluminó de nuevo un poco —lo mínimo para evitar aquella carnicería—, pero el suceso fue un saludable recordatorio de lo mucho que se había acostumbrado el mundo a la abundancia de luz.
Nos olvidamos de lo dolorosamente oscuro que era el mundo antes de la electricidad. Una vela —una buena vela— proporciona apenas una centésima parte de la luz que genera una única bombilla de cien vatios. Abra la puerta de la nevera y tendrá más luz que la cantidad total de iluminación de la que disfrutaban la mayoría de hogares en el siglo
XVIII
. Durante la mayor parte de la historia, el mundo por la noche era un lugar tremendamente oscuro.
De vez en cuando conseguimos ver entre la penumbra, por decirlo de algún modo, cuando encontramos descripciones de lo que estaba considerado suntuoso, como en el caso de un invitado a una plantación de Virginia, Nomini Hall, que escribió maravillado en su diario lo «luminoso y espléndido» que estaba el comedor durante un banquete porque había siete velas encendidas, cuatro sobre la mesa y otras tres repartidas por la estancia. Para él, aquello era un resplandor de luz. Hacia la misma época, al otro lado del océano, en Inglaterra, un artista amateur de talento llamado John Harden nos dejó un encantador conjunto de dibujos que mostraba la vida familiar en su casa, Brathay Hall, en Westmorland. Lo que resulta chocante es la escasa iluminación que la familia esperaba o exigía. Un dibujo típico de esta serie muestra a cuatro miembros de la familia sentados afablemente alrededor de la mesa de la costura, leyendo y charlando bajo la luz de una única vela, sin desprender la más mínima sensación de penuria o privación, y a buen seguro ningún indicio de estar adoptando posturas desesperadas para obtener un poquitín más de luz que pudiera caer de forma más productiva sobre una página o un bordado. Un dibujo de Rembrandt,
Estudiante junto a una mesa con vela
, se acerca mucho a la realidad. Muestra a un joven sentado a una mesa, perdido en las profundidades de la penumbra y la oscuridad que una solitaria vela, colgada en la pared a su lado, no consigue ni siquiera empezar a penetrar. Pero tiene un periódico. El hecho es que la gente se las apañaba con las noches oscuras porque no conocía otra cosa
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.
La creencia generalizada de que la gente en el mundo anterior a la electricidad se acostaba en cuanto caía la noche está basada por completo en el supuesto de que la frustración empujaría a retirarse a cualquiera que estuviera privado de una buena iluminación. Pero por lo que parece, la gente no se acostaba a una hora tan temprana: las nueve o las diez de la noche era la hora habitual para la mayoría en la época anterior a la electricidad y, en muchos casos, sobre todo en las ciudades, era incluso más tarde. Para los que podían controlar su horario laboral, la hora de acostarse y de levantarse era entonces tan variable como pueda serlo ahora, y por lo que parece tenía poco que ver con la cantidad de luz disponible. Samuel Pepys, en su diario, anota que un día se ha levantado a las cuatro de la mañana y otro se ha acostado asimismo a las cuatro. Se sabe que Samuel Johnson se quedaba en la cama hasta el mediodía si podía; y generalmente podía. El escritor Joseph Addison se levantaba en verano a las tres de la mañana (y a veces incluso más temprano), pero en invierno no salía de la cama hasta las once. Por lo que se ve, no había prisa por terminar el día. Los visitantes del Londres del siglo
XVIII
destacaban con frecuencia el hecho de que las tiendas estuvieran abiertas hasta las diez de la noche, y es evidente que no había tiendas sin tenderos. Cuando se recibía invitados, era normal servir la cena a las diez y permanecer reunidos hasta medianoche. Incluyendo el rato previo de conversación y la música posterior, una cena de gala podía prolongarse durante siete horas o más. Los bailes solían durar hasta las dos o las tres de la madrugada, hora en la cual se servía una cena. La gente tenía tantas ganas de salir y permanecer despierta que no permitía que nada se interpusiera en su camino. En 1785, una tal Louisa Stewart escribió a su hermana contándole que el embajador francés sufrió «ayer un ataque de parálisis», pero los invitados se presentaron igualmente en su casa aquella noche «y jugamos al faro, etc., como si él no estuviera muriéndose en la habitación contigua. Somos gente extraña».
Moverse era un poco más complicado porque en el exterior estaba muy oscuro. En las noches más negras no era excepcional que el peatón tropezara y se «diera con la cabeza contra un poste» o sufriera cualquier otra dolorosa sorpresa. La gente tenía que abrirse paso a tientas en la oscuridad, aunque en algunos casos se limitaba simplemente a palpar a oscuras. La luz en Londres seguía siendo tan escasa en 1763 que James Boswell fue capaz de mantener relaciones sexuales con una prostituta en el puente de Westminster, un lugar para citas no precisamente muy íntimo. La oscuridad se traducía también en peligro. Abundaban los ladrones por todas partes y, tal y como una autoridad londinense apuntó en 1718, la gente se mostraba reacia a salir por la noche por miedo a poder «ser cegada, pegada, herida o apuñalada». Para evitar tropezar en la insondable oscuridad, o ser víctima de una emboscada de criminales, la gente contrataba los servicios de los
linkboys
—llamados así porque llevaban unas antorchas conocidas como
links
hechas con cuerdas gruesas empapadas en resina u otros materiales combustibles—, o niños portadores de antorchas, para que los acompañasen hasta casa. Por desgracia, tampoco estos chiquillos eran de confianza y a veces guiaban a sus clientes hacia callejones donde ellos mismos o sus cómplices dejaban al desdichado cliente limpio de dinero y objetos valiosos.
Incluso después de que, hacia mitad del siglo
XIX
, el alumbrado público a gas se generalizara, cuando caía la noche el mundo seguía siendo bastante tenebroso. Las farolas de gas más luminosas daban menos luz que una bombilla moderna de 25 vatios. Además, estaban muy espaciadas. En general, entre una farola y otra había un mínimo de treinta metros de oscuridad, y en algunas calles —King’s Road en el barrio londinense de Chelsea, por ejemplo— estaban separadas entre ellas por setenta metros, de modo que no iluminaban tanto la calle como proporcionaban puntos distanciados de luz a modo de guía. Y aun así, las farolas de gas se conservaron durante un tiempo sorprendentemente prolongado en ciertos barrios. En un momento tan tardío como la década de 1930, casi la mitad de Londres seguía iluminada con gas.
Si algo en el mundo anterior a la electricidad empujaba a la gente a acostarse temprano no era el aburrimiento, sino la extenuación. La gente trabajaba muchísimas horas. El Statute of Artificers de 1563 establecía que todos los artificieros (es decir, artesanos y menestrales) y jornaleros «deben estar y continuar en su trabajo, a las cinco de la mañana o antes, y seguir en el trabajo, y no marcharse, hasta entre las siete y las ocho de la noche» (lo que daba como resultado una semana laboral de ochenta y cuatro horas). Al mismo tiempo, merece la pena tener presente que un teatro típico de Londres, como el Globe de Shakespeare, tenía un aforo de dos mil personas —cerca del 1 % de la población de la ciudad—, de las cuales una gran parte era gente trabajadora, y que además, en cualquier momento, había varios teatros funcionando de manera simultánea, junto con otros entretenimientos como peleas entre perros y osos y peleas de gallos. Por lo tanto, independientemente de lo que los estatutos decretaran, es evidente que un día cualquiera varios miles de londinenses trabajadores no estaban en sus bancos de trabajo, sino pasándoselo bien.
Lo que consolidó de manera incuestionable las jornadas laborales interminables fue la Revolución industrial y la aparición del sistema de fabricación. En las fábricas, los obreros tenían que estar en su puesto de trabajo de siete de la mañana a siete de la tarde entre semana y de siete a dos los sábados, pero en los periodos de mayor actividad del año —lo que se conocía como «épocas dinámicas»— podían estar pegados a las máquinas de tres de la madrugada a diez de la noche, es decir, una jornada laboral de diecinueve horas. Hasta la introducción de la Ley Fabril de 1833, niños de incluso siete años de edad estaban obligados a cumplir esos horarios. No es de sorprender que con esas circunstancias la gente comiera y durmiera cuando podía.
Los ricos seguían horarios más relajados. Escribiendo en 1768 sobre la vida en el campo, Fanny Burney apuntaba: «Desayunamos siempre a las diez, y nos levantamos antes a la hora que nos place; comemos exactamente a las dos, tomamos el té a las seis y cenamos a las nueve en punto». Su rutina se replica en incontables diarios y cartas de otros de su clase. «Ofreceré el relato de un día y con ello verán cada día», escribió una joven a Edward Gibbon hacia 1780. Su jornada, escribía, empezaba a las nueve, y el desayuno era a las diez. «Y después, hacia las once, toco el clavicémbalo o dibujo; a la una traduzco y a las dos salgo de nuevo a pasear, a las tres suelo leer y a las cuatro vamos a comer; después de comer jugamos al
backgammon
, tomamos el té a las siete, y trabajo o toco el piano hasta las diez, cuando cenamos un poco, y a las once nos acostamos.»
La iluminación era de varios tipos, todos ellos bastante insatisfactorios según los criterios modernos. La forma más básica eran las «velas de junco», que se fabricaban cortando juncos en tiras de aproximadamente medio metro de largo que se untaban luego con grasa animal, normalmente de cordero. A continuación se colocaban en un soporte metálico y se prendían como una candela. Una vela de junco duraba entre quince y veinte minutos, por lo que una velada larga exigía tanto una buena reserva de juncos como mucha paciencia. Los juncos se recogían una vez al año, en primavera, por lo que se hacía imprescindible racionar con cuidado la iluminación durante los doce meses siguientes.
Para los más acomodados, el método habitual de iluminación eran las velas. Las había de dos tipos: de sebo y de cera. Las de sebo, hechas a partir de grasa animal derretida, presentaban la gran ventaja de que podían fabricarse en casa a partir de la grasa de cualquier animal sacrificado y, por lo tanto, eran baratas… o lo eran hasta 1709, cuando el Parlamento, bajo la presión del gremio de los cereros, promulgó una ley por la que se declaraba ilegal fabricar velas en casa. La ley fue motivo de gran indignación en las zonas rurales, y a buen seguro fue mayoritariamente burlada, aunque con ciertos riesgos. Se podían seguir fabricando velas de junco caseras, aunque esa libertad fuera más bien teórica. En tiempos de penuria, los campesinos no tenían animales que sacrificar y las velas de junco exigían disponer de grasa animal, lo que les obligaba a pasar sus veladas no solo hambrientos, sino también a oscuras.
El sebo era un material exasperante. Se derretía a tanta velocidad que la vela se consumía constantemente y era necesario recortarla hasta cuarenta veces en una hora. Además, el sebo proporcionaba una luz irregular y apestaba. Y como que en realidad el sebo no era más que un pedazo de materia orgánica en descomposición, cuanto más vieja se hacía la vela de sebo, más maloliente se tornaba. Las velas de cera de abeja eran mucho mejores. Proporcionaban una luz regular y necesitaban menos recortes, aunque costaban cuatro veces más y, en consecuencia, se utilizaban solo para las mejores ocasiones. La cantidad de iluminación que uno se regalaba a sí mismo era un indicador de su estatus. Elizabeth Gaskell tenía un personaje en una de sus novelas, una tal señorita Jenkyns, que siempre tenía dos velas en casa pero solo encendía una. Se pasaba el rato encendiendo ora la una, ora la otra, con el fin de que tuvieran siempre exactamente la misma longitud. De esta manera, si recibía invitados no verían velas de distinto tamaño ni adivinarían su incómoda frugalidad.
Cuando escaseaban los combustibles convencionales, la gente utilizaba lo que podía: tojo, helechos, algas, excrementos secos, cualquier cosa que ardiera. En las islas Shetland, según James Boswell, las aves conocidas como petreles de la tempestad eran tan grasas que a veces la gente se limitaba a atravesarlas por la garganta con un palo y a quemarlas, aunque sospecho que Boswell era un pelín crédulo. En otras partes de Escocia se recogían excrementos y se secaban para ser posteriormente utilizados para iluminar y a modo de combustible. La falta de estiércol para abono debilitó mucho la tierra y se dice que aceleró el declive agrícola de la zona. Pero los había más afortunados. En Dorset, cerca de la bahía de Kimmeridge, los esquistos de la playa eran ricos en alquitrán y ardían como el carbón, salían gratis y, de hecho, proporcionaban una luz mucho mejor. Para los que podían permitírselas, las lámparas de aceite eran la alternativa más eficiente, pero el aceite era caro y las lámparas de aceite eran sucias y necesitaban limpiarse a diario. En el transcurso de una noche, y a medida que el hollín se acumulaba en su tiro, una lámpara podía llegar a perder hasta el 40 % de su potencia lumínica. De no atenderse debidamente, podían ser terriblemente mugrientas. Elisabeth Garrett explica cómo una chica que asistió a una fiesta en Nueva Inglaterra donde las lámparas humeaban, comentó después: «Teníamos todos la nariz negra y la ropa completamente gris y […] destrozada». Por este motivo, mucha gente siguió con las velas incluso después de que aparecieran otras alternativas. Catherine Beecher y su hermana, Harriet Beecher Stowe, en
The American Woman’s Home
, una especie de réplica americana al libro de la señorita Beeton,
Book of Household Management
, seguían dando instrucciones para fabricar velas en casa aún en 1869.