Read En casa. Una breve historia de la vida privada Online
Authors: Bill Bryson
Tags: #Ensayo, Historia
Gran parte de esto siempre había sido así. Al igual que los Carlyle, pero casi dos siglos antes, Samuel Pepys y su esposa, Elizabeth, tuvieron también una interminable serie de sirvientes que aparecen citados durante los nueve años y medio que se prolongó su diario. Y no es de extrañar que les durasen poco, pues Samuel pasaba buena parte de su tiempo sobando a las mujeres y pegando a los chicos… aunque, a decir verdad, también arreaba alguna que otra zurra a las chicas. En una ocasión, le cogió la escoba a una criada llamada Jane «y le di una paliza hasta que lloró en extremo». Su crimen era ser desaliñada. Pepys tenía a su servicio a un chico cuya principal función era, por lo que parece, poder tener siempre a mano alguien a quien zurrar, «con un bastón o una vara o un látigo o una cuerda, o incluso con una anguila en salazón», según explica Liza Picard.
Pepys era especialista en despedir al servicio. Una de sus criadas fue despedida por pronunciar «algunas palabras picantes», otra por chismosa. A una le dieron ropa nueva nada más llegar, pero se escapó aquella misma noche; cuando la encontraron, Pepys le quitó la ropa e insistió en castigarla a latigazos. Otras fueron despedidas por beber o hurtar comida. A buen seguro habría algunas que se marcharon después de rechazar sus escarceos amorosos. Aunque una cantidad pasmosa sucumbió a sus encantos. Durante los ocho años y medio de su diario, Pepys mantuvo relaciones sexuales con al menos diez mujeres distintas a su esposa y encuentros sexuales con cuarenta más. Muchas eran criadas. De una sirvienta, Mary Mercer, el
Dictionary of National Biography
apunta, sin alterarse: «Por lo que parece, Samuel cogió la costumbre de acariciarle los pechos a Mercer mientras ella lo vestía por las mañanas». (Resulta interesante que se utilice «Samuel» para referirse a nuestro libertino héroe y «Mercer» para referirse a la esclava.) Cuando no estaban vistiéndolo, aguantando sus palizas o soportando sus manoseos, Pepys esperaba de sus criadas que le peinasen y le limpiasen las orejas. Eso además de cocinar, limpiar, traer, llevar y todo lo demás. No sorprende en absoluto que a los Pepys les costara tanto encontrar y conservar a sus criadas.
La experiencia de Pepys demostraba asimismo que los criados podían ser traicioneros. En 1679, Pepys despidió a su mayordomo por acostarse con el ama de llaves (quien, como dato interesante, siguió a su servicio). El mayordomo intentó vengarse acusando a Pepys de papista ante sus enemigos políticos. Era un periodo de histeria religiosa y Pepys fue encarcelado en la Torre de Londres. Gracias a que al mayordomo empezó a remorderle la conciencia y confesó que todo habían sido invenciones suyas, Pepys fue liberado, pero el suceso sirvió de doloroso recordatorio de que los señores podían estar tanto a merced de los criados como los criados lo estaban de sus señores.
Por lo que a los criados se refiere, sabemos poco de ellos porque apenas queda constancia de su existencia. Una interesante excepción es la de Hannah Cullwick, que de forma excepcional llevó un detallado diario durante casi cuarenta años. Cullwick nació en 1833 en Shropshire y empezó a trabajar a tiempo completo en una casa como chica de los cacharros —fregona de cocina— con ocho años de edad. A lo largo de su prolongada carrera fue sirvienta de segunda, ayudante de cocina, cocinera, pinche y ama de llaves. En todos esos puestos trabajó duro y muchas horas. Inició su diario en 1859, con veinticinco años de edad, y siguió escribiéndolo hasta justo antes de su sesenta y cinco cumpleaños. Gracias al espacio de tiempo tan grande que abarca, el diario constituye el registro más completo de la vida diaria de una criada durante la época dorada de la servidumbre. Como sucedía con la mayoría de criados, Hannah trabajaba desde antes de las siete de la mañana hasta las nueve o las diez de la noche, a veces hasta más tarde. Los diarios, desprovistos a menudo de toda emoción, son un catálogo interminable de las tareas que realizaba. Esta es una entrada típica, fechada el 14 de julio de 1860:
Abrí las contraventanas y encendí el fuego de la cocina. Sacudí el hollín en el agujero del polvo y luego lo vacié de hollín. Barrí y saqué el polvo de las habitaciones y el recibidor. Puse en marcha los fogones y preparé el desayuno. Limpié dos pares de botas. Hice las camas y vacié los orinales. Limpié y lavé las cosas del desayuno. Limpié la bandeja; limpié los cuchillos y preparé la comida. Lo limpié todo. Limpié la cocina; vacié una cesta. Llevé dos pollos a la señora Brewer y volví con el recado. Preparé una tarta y desplumé y destripé dos patos y los asé. Fregué de rodillas las escaleras y los suelos. Lustré el rascador de zapatos de delante de la casa; fregué también de rodillas la acera de la calle. Lavé el fregadero. Fregué de rodillas la despensa y fregué las mesas. Fregué los suelos de alrededor de la casa y limpié las repisas de las ventanas. Serví el té al señor y la señora Warwick […] Fregué de rodillas los suelos del retrete, el pasillo y la despensa. Lavé al perro y limpié los lavamanos. Preparé la cena para que la sirviera Ann, pues yo estaba demasiado sucia y cansada como para subir. Me lavé en una bañera y me fui a la cama.
Un día típico y soporífero. Lo más excepcional de la jornada es que consiguiera darse un baño. La mayoría de los días acaba sus entradas con un exhausto y fatalista «Me acosté con la suciedad encima».
Además de su sobria relación de tareas, la vida de Hannah Cullwick esconde algo incluso más extraordinario, pues pasó treinta y seis años, desde 1873 hasta su muerte en 1909, casada en secreto con su patrón, un funcionario y poeta menor llamado Arthur Munby, que nunca dio a conocer su relación a su familia y amistades. Cuando estaban solos, vivían como marido y mujer, pero cuando recibía visitas, Cullwick se recluía en su papel de criada. Si había invitados que se quedaban a dormir, Cullwick se ausentaba del lecho matrimonial y dormía en la cocina. Munby era un hombre de cierta posición. Contaba entre sus amigos a Ruskin, Rossetti y Browning, que visitaban con frecuencia su casa, pero ninguno tenía ni idea de que la mujer que le llamaba «señor» era en realidad su esposa. Incluso en privado, su relación tenía un matiz poco ortodoxo, por no decir otra cosa peor. Cuando ella estaba a sus órdenes, le llamaba
massa
y se oscurecía la piel para tener el aspecto de una esclava. Hannah escribía su diario, por lo que parece, para que él pudiera leer cómo se ensuciaba.
Fue solo en 1910, después de que él falleciera y se hiciese público su testamento, que salió a la luz la noticia, causando poca sensación. Fue su curioso matrimonio, más que sus conmovedores diarios, lo que hizo famosa a Hannah Cullwick.
En el punto inferior de la montaña de criados estaban las lavanderas, que se encontraban en un nivel tan bajo que a menudo quedaban por completo fuera de la vista de todo el mundo. La colada iba a ellas más que iban ellas a recoger la colada. Las labores de lavandería se menospreciaban hasta tal punto que en las casas más grandes el castigo para los criados solía ser hacer la colada. Era un trabajo agotador. En una casa de campo de tamaño considerable, el personal podía fácilmente ocuparse de lavar a la semana seiscientas o setecientas prendas, toallas y sábanas. Antes de 1850 no había detergentes y la colada tenía que dejarse en remojo en agua jabonosa o lejía durante horas, después aporrearse y fregarse con energía, hervirse durante una hora o más, aclararse repetidamente, escurrirse a mano o (después de 1850) con la ayuda de un rodillo y sacarse a tender sobre un seto o extenderse sobre el césped para secarla. (Uno de los delitos más comunes en el campo era el robo de la ropa puesta a secar, por lo que siempre tenía que haber alguien vigilando la colada hasta que se secaba.) En conjunto, según escribió Judith Flanders en
The Victorian House
, una colada sencilla —compuesta por sábanas y otra ropa de casa, por ejemplo— incorporaba ocho procesos distintos como mínimo. Pero muchas coladas estaban lejos de ser sencillas. Los tejidos difíciles o delicados tenía que tratarse con el mayor de los cuidados y las prendas que incluían distintos tipos de tejido —terciopelo y encaje, por ejemplo— tenían que desarmarse con cuidado, lavarse por separado y volver a coserse.
Al ser muchos tintes efímeros y engorrosos de tratar, se hacía necesario añadir al agua de la colada dosis muy precisas de determinados elementos químicos, bien para conservar el color, bien para recuperarlo: alumbre y vinagre para los verdes, bicarbonato sódico para los morados, aceite de vitriolo para los rojos. Cualquier lavandera que se preciara disponía de un amplio catálogo de recetas para eliminar distintos tipos de manchas. Las sábanas solían ponerse en remojo en orina rancia, o en una solución diluida de excrementos de aves de corral, pues ambos productos tenían un efecto blanqueador, aunque como apestaban (y no es de extrañar), había que realizar luego un aclarado vigoroso, normalmente con algún tipo de extracto de plantas, para dulcificar el olor.
El almidonado era una tarea tan laboriosa que a menudo se dejaba para el día siguiente. Planchar era otro trabajo descomunal y se hacía siempre aparte. Las planchas se enfriaban con rapidez, lo que obligaba a utilizarlas a gran velocidad y a irlas intercambiando con otras recién calentadas. En general, había una en funcionamiento y dos calentándose. Las planchas eran pesadas de por sí y era necesario presionar con mucha fuerza para conseguir los resultados deseados. Pero, por otro lado, había que planchar con delicadeza y cuidado, pues los controles de temperatura no existían y era muy fácil chamuscar los tejidos. Las planchas se calentaban sobre el fuego, por lo que era normal que se tiznaran con hollín y había que limpiarlas constantemente. Cuando además se almidonaba, el producto se pegaba a la plancha, que tenía después que frotarse con papel de lija o con una lima esmeril.
El día de colada tocaba levantarse a las tres de la mañana. En las numerosas casas que tenían una única criada, se hacía necesario contratar a una lavandera externa para ese día. Había, por otro lado, casas que mandaban la colada a lavar fuera, pero hasta el invento del ácido carbólico y otros desinfectantes potentes, siempre se hacía con miedo a que la colada volviese a casa infectada con alguna terrible enfermedad, como la escarlatina. Había además la incertidumbre, motivo de cierta aprensión, de no saber con la ropa de quién lavaban tu ropa. Whiteley’s, unos grandes almacenes de Londres, empezó a ofrecer servicio de lavandería en 1892, pero la iniciativa no despegó con éxito hasta que el director del establecimiento decidió publicar un gran anuncio explicando que la ropa de la servidumbre y la ropa de los clientes se lavaban siempre por separado. Hasta bien entrado el siglo
XX
, muchos de los ciudadanos más adinerados de Londres enviaban la colada semanal a sus casas de campo en tren para que se encargaran de ella empleados de su confianza.
En Norteamérica, la situación de la servidumbre era muy distinta en casi todos los niveles. Los norteamericanos, como se ha escrito a menudo, no tenían tantos criados como los europeos, aunque esto solo es verdad hasta cierto punto. En una zona en particular, algunos norteamericanos tenían muchos criados: los esclavos. Thomas Jefferson tenía más de doscientos esclavos, incluyendo veinticinco solo para su casa. Según apunta uno de sus biógrafos: «Cuando Jefferson escribió que había plantado olivos y granados, hay que recordar que él no cogió ni siquiera una pala, sino que se limitó a dirigir a sus esclavos».
La esclavitud y el tipo de raza al que se pertenecía no estaban fuertemente correlacionados en los primeros tiempos. Algunos negros eran tratados como criados contratados y eran liberados como cualquiera de ellos cuando finalizaba el plazo. Un hombre negro del siglo
XVII
que vivía en Virginia y se llamaba Anthony Johnson, adquirió una plantación de tabaco de cien hectáreas y prosperó lo bastante como para llegar a tener sus propios esclavos. Ni tampoco fue al principio una institución exclusivamente sureña. La esclavitud fue legal en Nueva York hasta 1827. En Pennsylvania, William Penn tenía esclavos. Cuando Benjamin Franklin se trasladó a vivir a Londres en 1757, lo hizo acompañado por dos esclavos, llamados King y Peter.
En Estados Unidos, sin embargo, no había muchos criados libres. Incluso en su momento más álgido, menos de la mitad de los hogares norteamericanos tenían un criado y, por otro lado, muchos criados no se veían a sí mismos como tales. La mayoría se negaba a vestir uniforme y muchos contaban con compartir la mesa con la familia durante las comidas, ser tratados, en resumen, casi como iguales.
Tal y como lo expresó un historiador, en lugar de intentar reformar a los criados era más fácil intentar reformar la casa, y por ello desde un momento muy temprano América se enamoró locamente de los aparatos prácticos y que ahorraban trabajo, aunque los artilugios del siglo
XIX
añadían a menudo casi tanto trabajo como el que ahorraban. En 1899, la Boston School of Housekeeping calculó que una cocina de carbón exigía cincuenta y cuatro minutos de mantenimiento al día —retirar las cenizas, abastecer con carbón, lustrar con negro y pulir, etc.— antes de que la hostigada ama de casa pudiera poner un cazo de agua a hervir. La aparición del gas empeoró aún más las cosas. Un libro titulado
The Cost of Cleanness
calculaba que una casa típica de ocho habitaciones provista con conductos de gas exigía mil cuatrocientas horas al año de limpieza intensiva, incluyendo diez horas mensuales de limpieza de cristales de las ventanas.
En cualquier caso, muchos de los nuevos aparatos eliminaron mayoritariamente trabajos que antes realizaban los hombres —cortar madera, por ejemplo— y fueron de escaso beneficio para las mujeres. De hecho, los cambios de estilo de vida y la tecnología se tradujeron en más trabajo para las mujeres en forma de casas más grandes, comidas más complicadas, coladas más copiosas y frecuentes, y expectativas de limpieza aún mayores.
Pero una potente e invisible presencia estaba a punto de cambiarlo todo para todo el mundo, y para contar esa historia necesitamos pasar no a otra habitación, sino a una pequeña caja colgada en la pared.