Read En casa. Una breve historia de la vida privada Online
Authors: Bill Bryson
Tags: #Ensayo, Historia
Hasta finales del siglo
XVIII
, la calidad de la iluminación había seguido siendo igual que la que había trescientos años atrás. Pero en 1783, un médico suizo llamado Ami Argand inventó una lámpara que aumentaba de forma espectacular los niveles de luz con el simple recurso de hacer llegar más oxígeno a la llama. Las lámparas de Argand tenían además una manigueta que permitía a su usuario ajustar el nivel de viveza de la llama, una novedad que dejó agradecidos y sin habla a muchos usuarios. Thomas Jefferson fue uno de sus primeros entusiastas y destacó con franca admiración cómo una única lámpara de Argand podía proporcionar el mismo nivel de iluminación que media docena de velas. Estaba tan impresionado que en 1790 compró varias lámparas de Argand en París y se las llevó con él a Estados Unidos.
Argand nunca llegó a enriquecerse como se merecía. Sus patentes no se respetaron en Francia, razón por la cual se mudó a Inglaterra, donde tampoco lo respetaron. La abnegada ingenuidad de Argand no le aportó nada en absoluto.
La mejor luz era la que producía el aceite de ballena, y el mejor tipo de aceite de ballena se obtenía del espermaceti de la cabeza del cachalote, conocido también como ballena del esperma. Los cachalotes son animales misteriosos y esquivos que incluso ahora siguen sin comprenderse del todo. Producen y almacenan grandes reservas de espermaceti —hasta tres toneladas— en una voluminosa cavidad de su cráneo. A pesar de su nombre, el espermaceti no es esperma y carece de función reproductiva. En contacto con el aire, su consistencia líquida, transparente y acuosa se transforma en una crema lechosa y blanquecina que ayuda a comprender por qué los marineros le dieron el nombre de esperma de ballena. Nadie ha averiguado todavía la función del espermaceti. Podría estar relacionado con la flotabilidad, o podría tener que ver con el proceso del nitrógeno en la sangre de la ballena. Los cachalotes se sumergen a enormes profundidades —más de mil quinientos metros— a gran velocidad y sin que sufran por ello efectos nocivos, por lo que se cree que el espermaceti podría explicar de alguna manera por qué no sufren el síndrome de descompresión. Otra teoría apunta que el espermaceti sirve a los machos para amortiguar los golpes cuando luchan entre ellos por sus derechos de apareamiento. Esto ayudaría a entender la famosa predilección de los cachalotes por embestir con la cabeza los barcos balleneros cuando se enfurecen, a menudo con mortales consecuencias. No se conoce tampoco por qué los cachalotes se embisten entre ellos con la cabeza. No menos misterioso fue, durante siglos, el producto sumamente valioso que producen y que se conoce como ámbar gris (aunque de hecho el ámbar gris es más bien negruzco). El ámbar gris se forma en el sistema digestivo del cachalote —solo muy recientemente se ha determinado que es una sustancia generada a partir de los picos de los calamares gigantes, la única parte de ese animal que no consiguen digerir— y lo excreta a intervalos regulares. Durante siglos se encontró flotando en el mar o en las playas, donde llegaba arrastrado por las mareas, y nadie sabía de dónde salía. Resultó ser un fijador sin igual para perfumes, lo que le daba un valor inmenso, aunque quien podía permitírselo lo consumía también. Carlos II consideraba el ámbar gris y los huevos como los platos más delicados que existían. (Se dice que el sabor del ámbar gris recuerda al de la vainilla.) En cualquier caso, la presencia del ámbar gris junto con el preciado espermaceti convirtió al cachalote en una presa enormemente atractiva.
Al igual que sucedía con el de otros tipos de ballenas, el aceite de los cachalotes también era deseado por la industria como emoliente para la fabricación de jabones y pinturas, además de utilizarse como lubricante para maquinaria. Las ballenas proporcionaban asimismo agradables cantidades de barba de ballena, un material similar al hueso que se obtenía de su mandíbula superior y que suministraba una materia prima robusta pero flexible para las ballenas de los corsés, los látigos de las calesas y otros objetos que precisaban cierta elasticidad natural.
El aceite de ballena era una especialidad norteamericana, tanto en su producción como en lo referente a su consumo. Fue la industria ballenera lo que en un momento tan temprano llevó la prosperidad a los puertos de Nueva Inglaterra, como Nantucket y Salem. En 1846, Estados Unidos tenía más de 650 balleneros, tres veces más de los que había repartidos por el resto del mundo. El aceite de ballena estaba sometido a una enorme carga fiscal en toda Europa, por lo que solía utilizarse el aceite de colza (una planta de la familia del repollo), o el canfeno, un derivado del aguarrás, que proporcionaba una luz estupenda pero era altamente inestable y presentaba una tendencia alarmante a explotar.
Nadie sabe cuántas ballenas fueron aniquiladas durante la gran época de su pesca, pero una estimación sugiere que en las cuatro décadas anteriores a 1870 fueron sacrificadas unas trescientas mil. Tal vez no parezca una cifra descomunal, pero hay que tener en cuenta que las cifras de ballenas nunca fueron descomunales. En cualquier caso, la cacería fue suficiente como para llevar a muchas especies al borde de la extinción. A medida que la cantidad de ballenas fue menguando, las expediciones fueron tornándose cada vez más prolongadas —hasta cuatro años era normal, y se conocen casos de hasta cinco— y los balleneros se vieron obligados a buscar en los rincones más solitarios de los más remotos mares. Todo esto se tradujo en costes cada vez mayores. Hacia 1850, el galón de aceite de ballena se vendía a 2,5 dólares —la mitad del sueldo semanal de un trabajador medio—, pero aun así la implacable caza continuó. Muchas especies de ballena —seguramente todas— habrían desaparecido para siempre de no ser por una secuencia de sucesos improbables que se inició en Nueva Escocia en 1846, cuando un hombre llamado Abraham Gesner inventó el que durante algún tiempo sería el producto más valioso de la Tierra.
Gesner era médico de profesión pero tenía una extraña pasión por la geología del carbón, y experimentando con alquitrán —un residuo no aprovechable y pegajoso resultado del proceso de la transformación del carbón en gas— ingenió una manera de destilarlo y convertirlo en un líquido combustible que denominó (no se sabe muy bien por qué) queroseno. El queroseno ardía estupendamente y daba una luz tan potente y regular como la que proporcionaba el aceite de ballena, pero con el potencial de poder ser producido de forma mucho más económica. El problema estaba en que la producción en masa parecía imposible. Gesner fabricó el suficiente queroseno como para iluminar las calles de Halifax y acabó instalando una planta en Nueva York que lo convirtió en un hombre próspero, aunque el queroseno obtenido a partir del carbón nunca llegaría a ser más que un producto marginal para el mundo en general. A finales de la década de 1850, la producción norteamericana total era tan solo de seiscientos barriles diarios. (El alquitrán, por otro lado, encontró pronto aplicaciones en una amplia variedad de productos: pinturas, tintes, pesticidas, medicamentos y muchos más, convirtiéndose en la base de la industria química moderna.)
En ese momento apareció otro héroe inesperado: un joven brillante llamado George Bissell, que acababa de dimitir de su puesto como inspector escolar en Nueva Orleans después de una breve pero distinguida carrera en la enseñanza pública. En 1853, durante una visita a Hanover (New Hampshire), su ciudad natal, Bissell fue a visitar a un profesor de la universidad donde cursó sus estudios, el Dartmouth College, y allí se fijó en una botella de nafta mineral que dicho profesor guardaba en una estantería de su despacho. El profesor le explicó que la nafta mineral —lo que hoy llamaríamos petróleo— rezumaba a la superficie en el oeste de Pennsylvania. Y que si empapabas un trapo con ella, el trapo se encendía, pero que nadie le había encontrado al producto ningún uso excepto como ingrediente en patentes de fármacos. Bissell llevó a cabo algunos experimentos con la nafta mineral y vio que, de poder extraerse a escala industrial, podía convertirse en un excelente producto para iluminar.
Fundó una empresa a la que puso por nombre Pennsylvania Rock Oil Company y arrendó tierras a orillas de un perezoso acuífero llamado Oil Creek, cerca de Titusville, en el oeste de Pennsylvania. La novedosa idea de Bissell consistía en perforar en busca de petróleo, igual que se perforaría para buscar agua. Hasta el momento, lo único que se había hecho era excavar. Para ponerlo todo en marcha, envió a Titusville a un hombre llamado Edwin Drake —que en los libros de historia aparece mencionado siempre como «coronel» Edwin Drake— con instrucciones para iniciar las perforaciones. Drake ni tenía experiencia en perforaciones, ni era coronel. Había trabajado como revisor en los ferrocarriles, puesto que se había visto obligado a abandonar por cuestiones de salud. La única ventaja que presentaba para la empresa era que seguía disfrutando de un pase de ferrocarril que le permitía viajar gratis hasta Pennsylvania. Para realzar su categoría, Bissell y sus socios le enviaban la correspondencia a Drake dirigiéndola al «Coronel E. L. Drake».
Con un colchón de dinero prestado, Drake reunió a un equipo de perforadores para que empezara a buscar petróleo. Y aunque los perforadores pensaban que Drake era un loco simpático, aceptaron gustosos el trabajo y empezaron a perforar siguiendo sus instrucciones. El proyecto se tropezó casi de entrada con dificultades técnicas. Pero, para el asombro de todos, Drake demostró un inesperado talento natural para solventar los problemas mecánicos y consiguió sacar el proyecto adelante. Estuvieron perforando durante más de año y medio sin que apareciera petróleo. En verano de 1859, Bissell y sus socios se habían quedado sin fondos. A regañadientes, enviaron una carta a Drake ordenándole que diera por terminada la operación. Pero antes de que la carta llegara a su destino, el 27 de agosto de 1859, a solo veintiún metros de profundidad, Drake y sus hombres dieron con el petróleo. No fue el elevado surtidor que tradicionalmente asociamos con los yacimientos de petróleo —aquel petróleo tuvo que ser laboriosamente bombeado hasta la superficie—, pero producía un volumen continuo de un líquido espeso, viscoso y azul verdoso.
Aunque en su momento nadie lo valoró, ni mucho menos, acababan de cambiar el mundo por completo y para siempre.
El primer problema para la compañía fue dónde almacenar el petróleo que estaban produciendo. En el lugar del yacimiento no había barriles suficientes, por lo que durante las primeras semanas almacenaron el petróleo en bañeras, aljofainas, cubos y cualquier recipiente que encontraron. Al final, empezaron a construir barriles concebidos expresamente para este fin con una capacidad de 42 galones, el equivalente a 159 litros, el barril que sigue siendo hoy en día la medida estándar del petróleo. Luego estaba la cuestión incluso más apremiante de explotarlo a nivel comercial. En su estado natural, el petróleo no era más que una sustancia viscosa y repugnante. Bissell comenzó a trabajar en su destilación para convertirlo en algo de mayor pureza. Y con ello descubrió que, una vez purificado, no solo era un lubricante excelente, sino que como efecto colateral generaba cantidades muy importantes de gasolina y queroseno
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. La gasolina no servía para nada —era excesivamente volátil— y por ello se desechaba, pero el queroseno proporcionaba una luz muy brillante, tal y como Bissell esperaba, y a un coste muy inferior al producto derivado del carbón de Gesner. Por fin el mundo tenía un producto para iluminar barato capaz de rivalizar con el aceite de ballena.
En cuanto otra gente vio lo fácil que era extraer petróleo y convertirlo en queroseno, se inició un importante movimiento de colonos. Cientos de torres de perforación abarrotaron muy pronto el paisaje en torno a Oil Creek. «En tres meses —apunta John McPhee en
In Suspect Terrain
—, la que en su día fuera bautizada cariñosamente como Pithole City pasó de tener una población cero a disfrutar de quince mil habitantes, y nacieron muchas otras ciudades en la región: Oil City, Petroleum Center, Red Hot. John Wilkes Booth llegó y perdió todos sus ahorros, y decidió a continuación asesinar a un presidente.»
El año del descubrimiento de Drake, Estados Unidos produjo dos mil barriles de petróleo; en cuestión de diez años eran más de cuatro millones, y sesenta millones cuarenta años después. Por desgracia, Bissell, Drake y los demás inversores de la compañía (rebautizada posteriormente como Seneca Oil Company) no prosperaron hasta el nivel que pretendían. Otros pozos producían volúmenes muy superiores —uno de ellos, llamado Pool Well, bombeaba hasta tres mil barriles diarios— y la cifra de pozos llegó a generar tal abundancia de producto en el mercado que el precio del petróleo se derrumbó de manera catastrófica, pasando de los 10 dólares el barril que costaba en enero de 1861 hasta solo 10 céntimos el barril al final de aquel mismo año. Era una buena noticia para consumidores y ballenas, pero no tan buena para los petroleros. Cuando el
boom
amainó, los precios de la tierra cayeron también en picado. En 1878, una parcela se vendía en Pithole City por 4,37 dólares. Trece años antes se habrían pagado por ella 2 millones de dólares.
Mientras otros fracasaban e intentaban desesperadamente salir del negocio del petróleo, una pequeña empresa de Cleveland llamada Clarck and Rockefeller, que trataba con cerdos y otros productos ganaderos, decidió entrar en él. Empezó comprando concesiones que se habían ido a pique. En 1877, menos de veinte años después del descubrimiento del petróleo en Pennsylvania, Clarck había desaparecido de escena y John D. Rockefeller controlaba cerca del 90 % del negocio del petróleo de Estados Unidos. El petróleo no solo proporcionaba la materia prima para un tipo de iluminación muy lucrativo, sino que además respondía a la desesperada necesidad de lubricante de todos los motores y máquinas de la nueva era industrial. El monopolio virtual de Rockefeller le permitió mantener precios estables y hacerse increíblemente rico con ello. A finales de siglo, su fortuna personal aumentaba al ritmo de 1.000 millones de dólares anuales, calculado en dinero actual… y en una época donde el impuesto sobre la renta no existía. Ningún ser humano ha sido tan rico en tiempos modernos.
Bissell y sus socios corrieron distintas suertes, y a un nivel mucho más modesto. La Seneca Oil Company ganó dinero durante una temporada, pero en 1864, solo cinco años después de la exitosa perforación de Drake, no pudo seguir compitiendo y abandonó el negocio. Drake dilapidó el dinero que había ganado y murió poco después, sin un céntimo e impedido por las neuralgias. Bissell salió mucho mejor parado. Invirtió sus ganancias en un banco y otros negocios, y reunió una pequeña fortuna, la suficiente como para construir en Dartmouth un precioso gimnasio, que sigue todavía en pie.