En casa. Una breve historia de la vida privada (16 page)

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Authors: Bill Bryson

Tags: #Ensayo, Historia

BOOK: En casa. Una breve historia de la vida privada
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Igual que sucede con la cocina, estas serían las habitaciones de la casa donde el señor Marsham entraría con reservas, si es que entraba alguna vez, pues era el reino de los criados… aunque su parecido con un reino fuera pura coincidencia. De acuerdo con los criterios de la época, la zona destinada a los criados es, curiosamente, muy pequeña para tratarse de una rectoría. En la rectoría de Barham, en Kent, construida hacia la misma época, el arquitecto concedió a los criados no solo una cocina, una despensa y un lavadero, sino también una alacena, un almacén, una carbonera, varios armarios empotrados y, de crucial importancia, una habitación para el ama de llaves, claramente ideada para el descanso y la relajación.

Lo que hace todo esto bastante difícil de imaginar es que la casa, tal y como se construyó, no siempre encaja a la perfección con la casa que Edward Tull diseñó. Es evidente que el señor Marsham sugirió (o tal vez incluso insistió en llevar a cabo) revisiones notables, y en absoluto sorprendentes, pues la casa que Tull le diseñó encerraba diversas y llamativas peculiaridades. Sin ningún motivo lógico o deducible, Tull colocó la entrada principal en el lateral de la casa. Instaló un retrete en el descansillo de la escalera principal —un lugar realmente extraño y fuera de lo común—, dejando la escalera sin ventanas, por lo que debía de ser oscura como un sótano aun en plena luz del día. Diseñó un vestidor adjunto a la habitación principal, pero no incluyó una puerta que conectara ambas estancias. Construyó un desván sin escalera de acceso, pero con una puerta excelente hacia ninguna parte.

Estas caprichosas ideas fueron revisadas en su mayoría en algún momento antes o durante la construcción de la casa. Al final, la entrada principal quedó colocada de un modo más convencional en la parte delantera, no en un lateral. El retrete de la escalera nunca llegó a construirse. La escalera fue equipada con un ventanal que sigue todavía bañándola agradablemente con los rayos de sol cuando luce y proporciona una encantadora vista sobre la iglesia. Se incorporaron dos habitaciones adicionales: un estudio en la planta baja y un dormitorio suplementario o cuarto de los niños en la planta superior. En conjunto, la casa, tal y como quedó construida, es bastante distinta de la vivienda que Tull diseñó.

De entre todos los cambios, uno de ellos resulta particularmente intrigante. En los planos originales de Tull, la superficie que ahora ocupa el comedor era mucho más pequeña e incluía un espacio destinado a una «alacena para el criado», que sin lugar a dudas habría sido una habitación destinada a que los criados pudieran comer y descansar en ella. Nunca llegó a construirse. Y lo que se hizo, en cambio, fue duplicar el tamaño del comedor abarcando la totalidad de ese espacio. Por qué el rector solterón decidió privar a sus empleados de una estancia donde poder sentarse y regalarse en su lugar un comedor de tamaño considerable resulta, por supuesto, imposible de adivinar teniendo en cuenta todo el tiempo que ha transcurrido desde entonces. El resultado es que los criados se quedaron sin un lugar donde poder sentarse cómodamente cuando no estaban trabajando. Aunque podría muy bien ser que no se sentaran casi nunca. Es lo que solía suceder con la servidumbre.

El señor Marsham tenía tres criados: el ama de llaves, la señorita Worm; la chica del pueblo, Martha Seely, que trabajaba como subalterna; y un mozo de cuadra y jardinero llamado James Baker. Igual que su señor, todos eran solteros. Tres criados para ocuparse de un pastor soltero tal vez nos parezca ahora excesivo, pero en época de Marsham no lo era, ni mucho menos. La mayoría de rectores tenía al menos cuatro criados y algunos diez o más. Las familias tenían criados igual que la gente moderna tiene electrodomésticos. Los trabajadores también tenían criados. Y a veces, incluso los criados tenían criados.

Los criados eran algo más que una ayuda y una comodidad, eran un indicador vital de posición social. Los invitados a una cena se sentaban según el número de criados existentes. La gente se aferraba desesperadamente a sus criados. Incluso en la época colonial americana, y después de haberlo perdido casi todo en un negocio que se fue a pique, Frances Trollope, madre del novelista Anthony Trollope, siguió conservando un criado uniformado. Karl Marx, que vivía en el Soho en un estado de endeudamiento crónico y que con frecuencia no tenía ni comida que llevarse a la boca, tenía un ama de llaves y un secretario personal. La casa estaba tan abarrotada que el secretario —un hombre llamado Pieper— tenía que compartir cama con Marx. (Incluso así, Marx consiguió tener sus momentos de intimidad para seducir y dejar embarazada al ama de llaves, que le dio un hijo el año de la Gran Exposición.)

La servidumbre, por lo tanto, formaba parte esencial de la vida de mucha gente. En 1851, un tercio de las mujeres jóvenes de Londres —aquellas con edades comprendidas entre los quince y los veinticinco— eran criadas. Y una de cada tres era prostituta. Para muchas, era la única salida posible. La cifra total de criados de Londres, tanto masculinos como femeninos, era superior a la población de toda Inglaterra excepto sus seis ciudades más grandes. Se trataba, en su mayoría, de un universo femenino. En 1851, las mujeres que trabajaban como criadas superaban a los criados masculinos en una proporción de diez a uno. Pero en el caso de las mujeres no solía ser un trabajo para toda la vida. La mayoría había abandonado la profesión a los treinta y cinco años de edad, normalmente para casarse, y muy pocas permanecían en un mismo puesto durante más de un año. No es de extrañar, como veremos. Ser criado era, en general, un trabajo duro y desagradecido.

El tamaño de la plantilla, como cabría esperar, variaba enormemente, pero en la parte superior de la escala social solía ser considerable. Una casa de campo grande tenía una media de cuarenta criados interinos. El conde de Lonsdale era soltero y vivía solo, pero tenía cuarenta y nueve personas atendiéndole. Lord Derby tenía dos docenas simplemente para servirle la cena. El primer duque de Chandos tenía una orquesta privada para deleitarle durante las comidas, aunque sacaba rendimiento adicional de algunos de sus músicos obligándoles a realizar también labores de criado; un violinista, por ejemplo, era el encargado de afeitar a diario a su hijo.

El personal externo engrosaba aún más los números, sobre todo si los propietarios eran aficionados a la equitación y la caza. En Elveden, la propiedad que tiene la familia Guinness en Suffolk, había dieciséis guardabosques, nueve guardabosques subalternos, veintiocho conejeros (encargados de cuidar las madrigueras de los conejos) y dos docenas de empleados diversos —setenta y siete personas en total— única y exclusivamente para garantizar que sus invitados tuvieran siempre suficientes animalillos aturullados que hacer añicos. Los visitantes de Elveden conseguían aniquilar cada año más de cien mil aves. El sexto barón de Walsingham mató él solito en un único día 1.070 urogallos, una marca que no ha sido superada y que confiamos en que nunca llegue a serlo. (Walsingham debió de ir acompañado por un equipo de cargadores que le proporcionaban un suministro regular de escopetas cargadas, por lo que conseguir disparar el número necesario de disparos era sencillo. El verdadero reto debía de ser mantener un flujo continuo de blancos. A buen seguro, soltarían urogallos previamente enjaulados. Por mucho que se considerara un deporte, es también probable que Walsingham se dedicara a disparar directamente a las aves enjauladas para así disponer de más tiempo para disfrutar del té.)

Los invitados iban acompañados de sus propios criados, por lo que durante los fines de semana no era excepcional que el número de personas en el interior de una casa de campo llegara a ciento cincuenta. La confusión sería inevitable con tanta gente. En una ocasión, en la década de 1890, lord Charles Beresford, famoso calavera, entró en la que creía que era la alcoba de su amante y con un lascivo grito de «¡Cocoricó!» saltó a la cama. Al instante descubrió que estaba ocupada por el obispo de Chester y su esposa. Para evitar confusiones de este estilo, los invitados de Wentworth Woodhouse, un edificio solariego de Yorkshire, recibían a su llegada unas cajitas de plata en cuyo interior había confeti personalizado que podían ir esparciendo por los pasillos para ayudarles luego a encontrar el camino de regreso a su habitación, o el camino de una habitación a otra.

Todo tendía a ser a gran escala. La cocina de Saltram, una casa de Devon, tenía seiscientas ollas y cacerolas de cobre, una cifra bastante típica. Las casas de campo podían tener hasta seiscientas toallas, y cantidades similares de sábanas y ropa de cama en general. La simple tarea de marcarlo todo, inventariarlo y guardarlo correctamente era monumental de por sí. Pero incluso a un nivel más modesto —el de una parroquia, por ejemplo— una cena para diez personas podía fácilmente implicar la utilización y limpieza de unas cuatrocientas piezas entre platos, vasos, piezas de cubertería, etc.

Los sirvientes, de cualquier nivel, trabajaban duro y muchas horas. Un criado jubilado recordaba en 1925 lo pronto que en su vida profesional se había encargado de encender el fuego, lustrar veinte pares de botas y limpiar y atender treinta y cinco lámparas, todo ello en el tiempo en que el resto de la casa empezaba a despertarse. Tal y como el novelista George Moore escribió por propia experiencia en sus memorias,
Confessions of a Young Man
, el grueso de los criados pasaba diecisiete horas diarias «trabajando como esclavos entrando y saliendo de la cocina, subiendo a la planta de arriba con carbón y desayunos y jofainas de agua caliente, o abajo arrodillado delante de la rejilla del horno. […] Los huéspedes te lanzaban de vez en cuando una palabra amable, pero nunca una que te reconociera como uno de los suyos; simplemente la conmiseración que podría mostrarse hacia un perro».

Antes de la aparición de las cañerías por el interior de las casas, había que llevar agua a las habitaciones y retirarla una vez utilizada. Como norma, todas las habitaciones en uso tenían que visitarse y renovarse cinco veces entre el desayuno y la hora de acostarse. Y cada una de estas visitas exigía un complicado despliegue de recipientes y paños de tal manera que, por ejemplo, el agua limpia nunca subía en el mismo recipiente en el que se bajaba el agua sucia. La criada tenía que llevar tres tipos distintos de paños —uno para secar los vasos de las bebidas, otro para las sillas con orinal y otro para las aljofainas— y acordarse (o evitar que la señora la fastidiara al respecto) de utilizar cada uno de ellos para su correspondiente fin. Y todo esto, claro está, solo para el aseo general. Si un invitado o un miembro de la familia deseaba un baño, la carga de trabajo se incrementaba dramáticamente. Una bañera normal tenía una capacidad de doscientos litros, una cantidad de agua que tenía que calentarse en la cocina y subirse a peso en recipientes especiales… y en una sola noche podía haber una docena o más de bañeras que llenar. Cocinar exigía también mucha fuerza y reservas de energía. Un caldero lleno podía pesar perfectamente veintisiete kilos.

El mobiliario, las rejillas de las chimeneas, las cortinas, los espejos, las ventanas, el mármol, el latón, el cristal y la plata, todo tenía que limpiarse y lustrarse con regularidad, normalmente con el pulimento y las ceras de fabricación casera propios de cada familia. Para mantener relucientes los cuchillos y los tenedores de acero, no bastaba con lavarlos y sacarles brillo; había que afilarlos con vigor con un pedazo de cuero embadurnado con una pasta hecha con polvo abrasivo, tiza y polvo de ladrillo, azafrán o cuerno de ciervo mezclado todo ello generosamente con manteca de cerdo. Antes de guardarse, los cuchillos se engrasaban con grasa de cordero (para impedir su oxidación) y se envolvían en papel de color marrón, por lo que había que desenvolverlos, lavarlos y secarlos antes de volver a utilizarlos. La limpieza de los cuchillos era un proceso tan tedioso y pesado que una máquina para limpiar cuchillos —que no era más que una caja con un mango que hacía girar un cepillo rígido— se convirtió en uno de los primeros aparatos pensados para ahorrar trabajo en la casa. Una de ellas se promocionaba como «El amigo de la criada». Y sin duda lo era.

No era solo una cuestión de hacer el trabajo, sino a menudo de realizarlo según los exigentes estándares que en general solo le pasan por la cabeza a quien no tiene que trabajar nunca. En Manderston, Escocia, un equipo de criados tenía que dedicar tres días enteros dos veces al año a desmantelar, pulir y montar de nuevo una majestuosa escalera. Había trabajos de este tipo que eran tan degradantes como carentes de sentido. La historiadora Elisabeth Garrett explica la anécdota de una casa en la que el mayordomo y sus ayudantes tenían que disponer alfombras de escalera alrededor de la mesa del comedor antes de servirla para de este modo no pisar la alfombra buena. Una criada de Londres se quejaba de que sus señores le hacían cambiarse de ropa y ponerse presentable simplemente para salir a la calle a pararles un taxi.

El aprovisionamiento de los hogares era otra enorme preocupación. Muchas veces, los comestibles se compraban solo dos o tres veces al año y se almacenaban en grandes cantidades. El té se compraba por cajas, la harina por barriles. El azúcar venía en unos grandes conos llamados panes de azúcar. Los criados se convirtieron en expertos en la conservación y el almacenamiento de productos. La autosuficiencia era tanto un deseo como una necesidad. No era solo una cuestión de hacer el trabajo, sino de preparar los materiales con los que poder realizar ese trabajo. Para almidonar un cuello o lustrar unos zapatos, había que ingeniárselas para obtener los ingredientes. Los betunes comerciales no aparecieron hasta 1890. Antes de eso, había que fabricar un betún casero poniendo a hervir una mezcla de ingredientes, un proceso que no solo tintaba las botas, sino también las cacerolas, las cucharas utilizadas para remover y cualquier otra cosa con la que entrara en contacto. El almidón se obtenía después de un laborioso proceso a partir del arroz o las patatas. Ni siquiera la ropa de cama era un material acabado. Se compraban piezas de tela y de allí se obtenían manteles, sábanas, camisas, toallas, etc.

Las casas más grandes tenían una habitación con un alambique para destilar licores y donde se elaboraba una exhaustiva variedad de productos: tintas, herbicidas, jabón, dentífrico, velas, ceras, vinagres y encurtidos, cremas faciales y cosméticos, venenos para las ratas, polvos para acabar con las pulgas, champús, medicamentos, líquidos para quitar las manchas del mármol, para sacar los brillos de los pantalones, para endurecer los cuellos de las camisas, incluso para quitar las pecas. (Se decía que se conseguía con una mezcla de bórax, zumo de limón y azúcar.) Estos preciosos preparados podían necesitar cualquier cantidad y tipo de ingredientes: cera de abeja, bilis de buey, alumbre, vinagre, aceite de trementina y cosas realmente sorprendentes. El autor de un manual de mediados del siglo
XIX
recomendaba limpiar una vez al año los cuadros con una mezcla de «sal y orina añeja», aunque dejaba en manos del lector determinar la orina de quién y hasta qué punto debía de ser añeja.

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