Read En casa. Una breve historia de la vida privada Online
Authors: Bill Bryson
Tags: #Ensayo, Historia
Las casas son cosas realmente extrañas. Carecen de características definitorias universales: pueden tener cualquier forma, incorporar virtualmente cualquier tipo de material, ser casi de cualquier tamaño. Pero aun así, dondequiera que vayamos sabemos que son casas y reconocemos la vida hogareña en el momento en que las vemos. Esta ara confortable es, resulta ser, extremadamente antigua, y la primera pista de este notable hecho fue descubierta por casualidad justo en la época de la construcción de la Vieja Rectoría, en el invierno de 1850, cuando un temporal terrible asoló Gran Bretaña.
Fue uno de los peores temporales en muchas décadas y causó una devastación generalizada. En las Goodwin Sands, frente a la costa de Kent, naufragaron cinco barcos sin que hubiera supervivientes. En la costa de Worthing, Sussex, once hombres en un bote salvavidas que iban a socorrer a una embarcación en peligro se ahogaron cuando el bote fue volteado por una ola gigante. En un lugar llamado Kilkee, un velero irlandés de nombre
Edmund
, que navegaba rumbo a América, perdió el timón y pasajeros y tripulación vieron con impotencia cómo la embarcación era arrastrada hacia las rocas y quedaba hecha añicos. Se ahogaron noventa y seis personas, aunque algunas consiguieron llegar a tierra firme, incluyendo una anciana aferrada a la espalda del valiente capitán, que se apellidaba Wilson y que era, según destacó con sombría satisfacción el
Ilustrated London News
, inglés. En conjunto, más de doscientas personas perdieron la vida aquella noche en las aguas que rodean las costas británicas.
En Londres, en el Palacio de Cristal a medio construir que empezaba a erigirse en Hyde Park, los paneles de cristal recién instalados se levantaron y golpearon con fuerza, pero permanecieron en su lugar, y el edificio resistió el agresivo vendaval sin apenas quejarse, para el alivio de Joseph Paxton, quien había prometido que su obra estaba a prueba de temporales y agradeció la confirmación. Mil cien kilómetros en dirección norte, en las escocesas islas Orcadas, el temporal se prolongó durante dos días. En la bahía de O’Skaill, la tempestad arrancó la hierba de un montículo de suelo irregular, lo que se conoce localmente como un
howie
, un punto de referencia desde que la memoria humana alcanzaba a recordar.
Cuando la tormenta amainó por fin y los isleños se acercaron a la playa, que había cambiado bastante de aspecto, quedaron asombrados al ver que en el punto donde hasta entonces había estado el
howie
, habían aparecido los restos de un antiguo y sólido poblado construido en piedra, con sus casas sin tejado pero maravillosamente intactas. Integrado por nueve casas, muchas de ellas con su contenido original, el poblado se remonta a cinco mil años atrás. Es más antiguo que Stonehenge y las Pirámides, más antiguo que todo excepto contadas construcciones. Es inmensamente excepcional e importante. Se conoce como Skara Brae.
Gracias a su integridad y estado de conservación, Skara Brae ofrece una sensación de vida hogareña íntima y casi escalofriante. En ninguna parte es posible obtener un sentimiento más potente de vida hogareña que en la Edad de Piedra. Como todo el mundo destaca, es como si los habitantes se acabaran de marchar de allí. Lo que nunca deja de asombrar en Skara Brae es su sofisticación. Eran las moradas de gente del Neolítico, pero las casas tenían puertas con cerradura, un sistema de desagüe e incluso, por lo que parece, fontanería elemental con aberturas en las paredes para evacuar los desechos. Los interiores eran espaciosos. Las paredes, todavía en pie, alcanzaban hasta los tres metros de altura, lo que proporcionaba amplitud de espacio por encima, y los suelos estaban enlosados. Cada casa tenía aparadores empotrados, hornacinas de almacenamiento, compartimentos encajados que presumiblemente eran camas, depósitos de agua y capas de material aislante que servirían para mantener los interiores confortables y sin humedades. Las casas eran todas de un único tamaño y estaban construidas siguiendo el mismo tipo de planta, lo que sugiere una especie de genial comuna más que una jerarquía tribal convencional. Entre las casas había pasadizos cubiertos que conducían a un área abierta pavimentada —apodada «el mercado» por los primeros arqueólogos—, donde se realizarían labores en un entorno social.
Los habitantes de Skara Brae llevaban una buena vida. Tenían joyas y cerámica. Cultivaban trigo y cebada, y disfrutaban de generosas capturas de marisco y pescado, incluyendo un bacalao que pesó treinta y cuatro kilos. Tenían ganado vacuno, ovejas, cerdos y perros. Lo único que les faltaba era madera. Para calentarse quemaban algas, y las algas generan un combustible renuente, pero ese desafío crónico que ellos sufrían es una buena noticia para nosotros. De haber podido construir casas de madera, nada de ellos habría llegado a nosotros y Skara Brae habría sido eternamente impensable.
Resulta imposible exagerar la excepcionalidad y el valor de Skara Brae. La Europa prehistórica era un lugar tremendamente vacío. Hace quince mil años, el número de habitantes de las islas Británicas no debía de superar los dos mil. En tiempos de Skara Brae, es posible que esa cifra hubiera aumentado hasta los veinte mil, pero sigue siendo una densidad de población de un habitante por cada mil doscientas hectáreas, por lo que tropezarse con cualquier indicio de vida neolítica siempre resulta emocionante. Y debió de ser emocionante incluso entonces.
Skara Brae ofrecía también otras curiosidades. Una de las moradas, ligeramente separada de las demás, solo podía abrirse desde fuera, indicando con ello que quienquiera que estuviera allí dentro estaba confinado, lo que descarta la idea de estar ante una sociedad de serenidad universal. Por qué sería necesario tener encerrado a alguien en una comunidad tan pequeña es una pregunta que, evidentemente, no puede responderse desde una distancia temporal tan grande. También resultan desconcertantes los depósitos estancos que hay en todas las casas. La explicación más común es que se empleaban para almacenar lapas, un molusco de concha dura que abunda en la zona, pero por qué querrían un arsenal de lapas teniéndolas tan a mano es una pregunta de difícil respuesta, puesto que aun permitiéndose el lujo de la conjetura, las lapas son un alimento malísimo que proporciona solo una caloría por pieza, y tan correosas que son prácticamente incomestibles; de hecho, masticarlas consume más energía que la que las lapas devuelven en forma de nutrientes.
No sabemos nada sobre esa gente —de dónde venían, qué idioma hablaban, qué los llevó a establecerse en un lugar tan solitario en el extremo más desarbolado de Europa—, pero todas las evidencias encontradas indican que al parecer Skara Brae disfrutó de seiscientos años de paz y tranquilidad ininterrumpidas. Entonces un día, en torno al 2500 a. C., los habitantes del poblado desaparecieron, de forma repentina, por lo que parece. En el pasadizo que hay justo enfrente de una de las viviendas se descubrieron un montón de cuentas ornamentales diseminadas, algo que tenía que ser muy valioso para su propietario, lo que sugiere que el collar se rompió y su propietario tenía tanto miedo que ni siquiera se detuvo a recogerlo. Como tantas otras cosas, es imposible aseverar por qué la vida feliz e idílica de Skara Brae tuvo un final tan repentino.
Aunque parezca increíble, después del descubrimiento de Skara Brae transcurrieron más de tres cuartos de siglo hasta que alguien volviera a pasarse por allí a echar un vistazo. William Watt, del cercano Skaill House, rescató unos cuantos objetos y, más horroroso si cabe, los invitados a una fiesta que tuvo lugar posteriormente, un fin de semana de 1913, armados con picas y otras herramientas, salieron de Skaill House y saquearon alegremente el emplazamiento llevándose Dios sabe qué a modo de recuerdo, pero esa fue toda la atención que consiguió atraer Skara Brae. Luego, en 1924, otro temporal arrastró hacia el mar una sección de una de las casas y se decidió finalmente que era necesario examinar y proteger de un modo formal el lugar. La tarea recayó en un interesante, curioso y brillante profesor marxista de la Universidad de Edimburgo, de origen australiano, que aborrecía el trabajo de campo y al que no le gustaba en absoluto viajar si podía evitarlo. Se llamaba Vere Gordon Childe.
Childe no tenía formación de arqueólogo. A principios de la década de 1920 eran pocos los que la tenían. Había leído a los clásicos y estudiado filología en la Universidad de Sidney, donde había desarrollado también una profunda y duradera vinculación con el comunismo, una pasión que le cegaba de los excesos de Iósiv Stalin pero que matizaba su arqueología de formas sorprendentemente productivas. En 1914 llegó a la Universidad de Oxford como estudiante de posgrado y fue allí donde se inició en las lecturas y el pensamiento que le llevarían a convertirse en la autoridad más destacada de la época en el conocimiento de la vida y los movimientos de los pueblos primitivos. En 1927, la Universidad de Edimburgo lo destinó a un puesto de reciente creación, el de profesor de Arqueología Prehistórica de Abercombrie, lo que lo convertía en el único arqueólogo con formación académica de Escocia, razón por la cual, cuando algo como Skara Brae requirió una investigación, lo llamaron a él. Así fue como en verano de 1927 viajó hacia el norte en tren y barco y llegó a las islas Orcadas.
Prácticamente todas las descripciones que nos han llegado por escrito sobre Childe se explayan, casi con cariño, en la excentricidad de sus modales y en su aspecto peculiar. Su colega Max Mallowan (más conocido ahora, cuando es recordado, como el segundo marido de Agatha Christie) dijo de él que tenía una cara «tan fea que duele incluso mirarla». Otro colega recordaba a Childe como «alto, desgarbado y feo, excéntrico en el vestido y a menudo brusco de modales [con una] personalidad curiosa y con frecuencia alarmante». Las escasas fotografías de Childe que han llegado a nuestros días confirman sin lugar a dudas que no era una belleza —era flaco y sin apenas barbilla, una mirada bizca detrás de unas gafas que recordaban los ojos de un búho, y un bigote que parecía que fuera a cobrar vida en cualquier momento y salir corriendo—, pero por mucho que la gente dijera cosas desagradables acerca del exterior de su cabeza, su interior era un espacio de dorado esplendor. Childe tenía una mente magnífica y retentiva y una facilidad excepcional para los idiomas. Leía al menos una docena de ellos, lenguas muertas y vivas, lo que le permitía examinar con minucia textos tanto antiguos como modernos sobre cualquier tema de su interés, y había pocos que no le interesaran. La combinación de aspecto raro, discreto apocamiento, torpeza física y aplastante intelecto era más de lo que muchos podían soportar. Un estudiante recordaba cómo en una excepcional velada en sociedad, Childe se dirigió a los presentes en media docena de idiomas, demostrando cómo realizar divisiones largas en números romanos, elucidando con sentido crítico sobre la base química de las dataciones de la Edad de Bronce y citando de memoria y en su idioma original largos fragmentos de clásicos de la literatura. La gente, en su mayoría, lo encontraba agotador.
No era un excavador nato, por no decir algo peor. Un colega, Stuart Piggott, destacaba casi con temor reverencial su «incapacidad para apreciar la naturaleza de los restos arqueológicos sobre el terreno, y los procesos relacionados con su recuperación, reconocimiento e interpretación». Prácticamente todos sus libros, que son muchos, estaban más basados en la lectura que en la experiencia personal. Incluso su dominio de los idiomas era solo parcial. Pese a poder leerlos de manera impecable, utilizaba una pronunciación inventada por él mismo, que nadie que hablara aquellos idiomas podía en realidad comprender. Estando en Noruega, y con la esperanza de impresionar a sus colegas, intentó una vez pedir un plato de frambuesas y le trajeron doce cervezas.
Independientemente de sus deficiencias en cuanto a aspecto y modales, fue sin lugar a dudas una auténtica contribución para el mundo de la arqueología. En el transcurso de tres décadas y media, produjo seiscientos artículos y libros, tanto populares como académicos, incluyendo los éxitos de ventas
Los orígenes de la civilización
(1936) y
Qué sucedió en la historia
(1942), en los que muchos arqueólogos posteriores se inspiraron para escoger su profesión. Por encima de todo era un pensador original, y justo cuando estaba inmerso en las labores de excavación de Skara Brae, tuvo la que fue quizá la mayor y más original idea de la arqueología del siglo
XX
.
El pasado humano se divide tradicionalmente en tres épocas muy desiguales: el Paleolítico (o «vieja Edad de Piedra»), que comenzó hace 2,5 millones de años y cuyo final se sitúa hace unos 10.000 años; el Mesolítico («Edad de Piedra intermedia»), que abarca la época de transición entre el estilo de vida cazador-recolector y la aparición de la agricultura, un periodo iniciado hace diez mil años y que acabó hace seis mil; y el Neolítico («nueva Edad de Piedra»), que cubre los últimos dos mil productivos años de Prehistoria, hasta la Edad de Bronce. Cada uno de estos periodos tiene muchos subperiodos —periodo de Olduvai, musteriense, gravetiense, etc.—, de interés para los especialistas y sobre los que no es necesario extenderse aquí.
La idea importante que conviene retener es que durante el primer 99 % de nuestra historia como seres humanos poca cosa hicimos aparte de procrear y sobrevivir, pero después el hombre descubrió la agricultura, el regadío, la escritura, la arquitectura, el Gobierno y los demás refinamientos de la existencia, que fueron sumándose colectivamente hasta dar lugar a lo que cariñosamente conocemos como civilización. Se ha descrito muchas veces como el acontecimiento más trascendental de la humanidad, y la primera persona que reconoció y conceptualizó este complejo proceso fue Vere Gordon Childe. Lo denominó revolución neolítica.
Sigue siendo uno de los grandes misterios del desarrollo humano. Incluso ahora, los científicos son capaces de decirnos dónde se produjo y cuándo, pero no por qué. Con casi toda seguridad (bien, pensamos que con casi toda seguridad) tuvo algo que ver con grandes cambios climáticos. Hace unos 12.000 años, la Tierra empezó a calentarse rápidamente y entonces, por razones desconocidas, volvió a la frialdad durante un millar de años, una especie de último suspiro de la Edad de Hielo. Los científicos conocen este periodo como Dryas Reciente. (El nombre tiene su origen en una planta ártica, el dryas, que es una de las primeras que puebla de nuevo el terreno cuando se retira una capa de hielo. Hubo también un periodo conocido como Dryas Antiguo, que carece de importancia para el desarrollo humano.) Después de diez siglos más de frío, el mundo volvió a calentarse con rapidez y ha permanecido cálido desde entonces. Casi todo lo que hemos hecho como seres avanzados ha sucedido en el transcurso de esta breve racha de gloria climatológica.