Read En casa. Una breve historia de la vida privada Online
Authors: Bill Bryson
Tags: #Ensayo, Historia
Las mesas de comedor eran simples tablas de madera colocadas encima de caballetes, y los aparadores eran estanterías de madera donde poder disponer tazas y otros recipientes
[11]
. Pero no eran habituales. Los vasos de cristal eran la excepción y los comensales solían compartirlos con su vecino en la mesa. Al final, los aparadores se incorporaron a cómodas más decoradas, que nada tenían que ver con la ropa, sino con la preparación, o condimentación, de la comida
[12]
.
En viviendas más humildes, todo era de lo más sencillo. La mesa de comedor era una simple tabla y recibía ese nombre:
board
. Cuando no se utilizaba, la tabla se colgaba en la pared y a la hora de comer se descolgaba para instalarla directamente sobre las rodillas de los comensales. Con el tiempo, esa palabra inglesa acabó refiriéndose no solo a la superficie donde comer, sino también a la comida en sí, y de ahí el término
room and board
, «habitación y tabla» en su sentido literal, para referirse a «pensión completa». Y todo esto explica también por qué a los huéspedes se les denomina en inglés
boarders
y el origen de una expresión inglesa que se aplica a las personas honestas —que mantienen sus manos visibles en todo momento—: aquellas que «están por encima de la tabla».
Los asientos eran bancos sencillos (
bancs
, en francés, de donde viene la palabra «banquete»). Hasta el siglo
XVII
, las sillas fueron muy excepcionales —la palabra data de hecho de 1300— y su objetivo no era la comodidad de quien se sentaba en ellas, sino atribuirle autoridad. Incluso ahora se utiliza en inglés como verbo y se dice que la persona que dirige una reunión
chairs
esa reunión, un verbo que deriva evidentemente de
chair
(«silla» en inglés). Por otro lado, el presidente de la junta directiva de una empresa se conoce en inglés como el
chairman of the board
, un término que además, y de forma ciertamente curiosa, recuerda las costumbres de los campesinos medievales en la mesa.
Los banquetes medievales muestran a gente comiendo todo tipo de manjares exóticos que ya no consumimos. Destacan especialmente las aves. Se consumían águilas, garzas, pavos reales, gorriones, alondras, pinzones, cisnes y muchas otras cosas voladoras. No tanto porque los cisnes y otras aves curiosas fueran sumamente deliciosas, sino más bien porque no había disponibilidad de otras carnes mejores. Durante mil años apenas se consumió carne de ternera, cabrito o cordero, porque los animales de las que se obtienen esas carnes eran necesarios por su lana, su estiércol o su fuerza muscular y eran demasiado valiosos para ser sacrificados. Durante gran parte del periodo medieval, la mayor fuente de proteínas animales fueron los arenques ahumados.
Y aun en el caso de que hubiera habido carne disponible, estaba casi siempre prohibida. Las comidas medievales tenían que acomodar tres días de pescado a la semana, más cuarenta días de Cuaresma y muchas otras jornadas religiosas en las que estaba prohibida la carne de animales terrestres. El número total de días con restricciones dietéticas fue variando con el tiempo, pero en su apogeo cabe pensar que prácticamente la mitad de los días del año eran jornadas de «ayuno». Apenas había pescado o cosa que nadara que no se comiera. Las anécdotas de cocina recogidas por el obispo de Hereford nos muestran que en su casa se comían arenques, bacalao, abadejo, salmón, lucio, pargo, caballa, maruca, merluza, carpa, anguila, lamprea, bacalada, tenca, trucha, piscardo, gobio, rubio y algunas especies más, más de dos docenas de pescados distintos en total. También se comía mucho el barbo, la breca e incluso la marsopa. Hasta tiempos de Enrique VIII, no observar los días de consumo obligatorio de pescado se castigaba con la muerte, al menos en teoría. Los días de consumo de pescado cayeron en el olvido después de la ruptura con Roma, pero fueron restablecidos por Isabel para apoyar los intereses de la flota británica. La Iglesia anglicana también se inclinó por los días de pescado, no tanto por convicción religiosa como por el lucrativo negocio secundario que suponía la venta de dispensas.
El dormir solía ser informal. Hoy en día «hacemos la cama» porque eso es lo que en realidad se hacía en la Edad Media: extendías un jergón de tela o amontonabas un poco de paja, buscabas una capa o una manta, y te apañabas lo más cómodamente posible. Las cuestiones relacionadas con el dormir fueron distendidas durante mucho tiempo. La trama de uno de los
Cuentos de Canterbury
gira en torno a la esposa de un molinero que se equivoca de cama en su propia casa, algo que no le habría ocurrido si durmiese cada noche en el mismo sitio. Hasta bien entrado el siglo
XVII
, por «cama» se entendía tan solo el colchón y su relleno, no la estructura y su contenido. Para eso existía el término «bastidor o armazón» de la cama.
Los inventarios de las viviendas del periodo isabelino muestran una gran vinculación de la gente con su cama y su ropa de cama, seguidas por los utensilios de cocina. Solo a partir de entonces empezó a aparecer el mobiliario general en los inventarios, y siempre en términos vagos, como «unas cuantas mesas y algunos bancos». Por lo que parece, la gente no sentía una vinculación especial con sus muebles, del mismo modo que nosotros no sentimos una vinculación emocional con nuestros electrodomésticos. No querríamos estar sin ellos, claro está, pero no son joyas de la familia que apreciemos en demasía. Otra cosa que se relacionaba con detalle era, sorprendentemente, el cristal de las ventanas. Exceptuando las iglesias y algunas casas ricas, el cristal de las ventanas fue algo muy excepcional hasta bien entrado el siglo
XVII
. Eleanor Godfrey, en su historia de la fabricación del vidrio, destaca que en 1590 un concejal de Doncaster legó su casa a su esposa, pero las ventanas a su hijo. Los propietarios del castillo de Alnwick, en el mismo periodo, retiraban los cristales de las ventanas siempre que tenían que ausentarse para minimizar el riesgo de rotura.
Incluso en las casas más grandes, solo las ventanas de las habitaciones principales tenían cristales. Las demás se cubrían con postigos. Descendiendo en la escala económica, las ventanas siguieron siendo excepcionales hasta bastante más tarde. Cuando Shakespeare nació, en 1564, ni siquiera los vidrieros tenían ventanas con cristales en sus propias casas; en el momento de su fallecimiento, medio siglo después, la situación había cambiado algo, pero no del todo. La mayoría de hogares de clase media tenía por aquel entonces ventanas con cristales en la mitad de sus estancias.
Lo que sí es seguro es que las grandes comodidades no existían, ni siquiera en las mejores casas. Es realmente extraordinario lo mucho que tardó la gente en alcanzar los niveles más elementales de comodidad. Pero todo tiene una razón de ser: la vida era dura. Durante la Edad Media, gran parte de la vida se consagraba única y exclusivamente a la supervivencia. Las hambrunas eran habituales. El mundo medieval era un mundo sin reservas de alimentos y cuando las cosechas eran malas, tal y como sucedía de media un año de cada cuatro, el hambre era inmediato. Y cuando varias cosechas seguidas fallaban, la gente se moría de inanición. Inglaterra sufrió cosechas especialmente catastróficas en 1272, 1277, 1283, 1292 y 1311, y después una racha asesina continuada entre 1315 y 1319. Y esto, claro está, además de la peste y otras enfermedades que aniquilaron a la población por millones. Es poco probable que la gente condenada a una vida corta y a penurias crónicas se preocupara por la decoración. Pero incluso teniendo esto en cuenta, resulta curioso que hubiera una gran lentitud en todo lo relacionado con el afán de prosperar para alcanzar aunque fueran unos niveles modestos de comodidades. Los agujeros en el techo, por ejemplo, servían para evacuar el humo, pero también para que entrara la lluvia y las corrientes de aire, hasta que alguien, por fin, muy tardíamente, inventó una estructura en forma de claraboya con persianas de tablillas que permitía la evacuación del humo e impedía a la vez la entrada de lluvia, pájaros y viento. Fue un invento maravilloso, pero cuando se pensó en él, en el siglo
XIV
, empezaban a aparecer ya las chimeneas y esos respiraderos dejaron de ser imprescindibles.
Dejando todo esto aparte, no sabemos casi nada más sobre el interior de las casas antes de la Edad Media. De hecho, según el historiador del mueble Edward Lucie-Smith, sabemos más sobre cómo se sentaban o reclinaban los antiguos griegos y romanos que sobre los ingleses de hace ochocientos años. Apenas han llegado hasta nosotros muebles anteriores a 1300 y las ilustraciones que aparecen en manuscritos o pinturas son escasas y contradictorias. Los historiadores del mueble están tan hambrientos de hechos que se ven obligados incluso a aprovechar las pistas que ofrecen las canciones infantiles. Con frecuencia encontramos escrito que en la época medieval existió un tipo de taburete llamado
tuffet
, un supuesto basado exclusivamente en el famoso verso: «La señorita Muffet estaba sentada en un
tuffet
». De hecho, el único lugar donde aparece esta palabra escrita en inglés antiguo es en esa canción infantil. Si alguna vez existió ese tipo de taburete, no aparece registrado en ningún lado más.
Todo esto se aplica a las casas de los más pudientes, pero hay que tener siempre presentes dos cosas: las casas superiores no eran necesariamente tan superiores, y las casas inferiores tampoco eran tan horrendas. Las mejores casas, en general, no eran estructuras complejas, sino que simplemente tenían halls más grandes.
Sobre las casas en sí sabemos menos incluso porque apenas sobrevive nada en pie de los primeros periodos del asentamiento. Los anglosajones le tenían un cariño tremendo a la madera como material de construcción, hasta el punto de que el término genérico que utilizaban para denominar a los edificios era
timbran
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pero por desgracia la madera se pudre y casi nada ha llegado hasta nuestros días. En toda Gran Bretaña, por lo que se sabe, tan solo sobrevive una puerta del periodo anglosajón, una maltrecha puerta de roble de un vestíbulo exterior de la abadía de Westminster que pasó desapercibida hasta el verano de 2005, cuando alguien se dio cuenta de que tenía 950 años de antigüedad y de que, por lo tanto, era la puerta más antigua que se conocía en el país.
Merece la pena detenernos un poco a pensar en cómo se adivina la antigüedad de una puerta. La respuesta nos la da la dendrocronología, la ciencia que cuenta los anillos de los árboles. Los anillos de los árboles proporcionan una guía muy exacta, pues cada uno de ellos indica el paso de un año, por lo que en su conjunto forman lo que podría entenderse como una especie de huella. De este modo, si tenemos un trozo de madera del que conocemos su edad, podemos utilizar el dibujo de sus anillos para fechar otros trozos de madera del mismo periodo. Para remontarnos siglos atrás, basta con encontrar dibujos que se solapen entre sí. Si, por ejemplo, tenemos un árbol que vivió entre 1850 y 1910 y otro que vivió entre 1890 y 1970, ambos árboles deberían tener dibujos solapados entre 1890 y 1910, el periodo durante el cual los dos estuvieron vivos. Construyendo una biblioteca de secuencias de anillos, podemos remontarnos a mucho tiempo atrás.
En Gran Bretaña tenemos suerte de que muchas cosas se construyeran utilizando madera de roble, pues es el único árbol británico que nos ofrece evidencias claras y útiles. Pero incluso las mejores maderas presentan problemas. No existen dos árboles que ofrezcan exactamente el mismo dibujo. Uno podría tener anillos más estrechos que otro porque creció en la sombra, o tuvo más competencia a nivel del suelo, o recibió menos agua. A efectos prácticos, para disponer de una base de datos fiable se hace necesaria una cantidad inmensa de secuencias de anillos de árboles y para obtener una lectura precisa hay que realizar ingeniosos ajustes estadísticos… y para ello se necesita el teorema mágico del reverendo Thomas Bayes, que mencionamos en el primer capítulo.
Tomando una muestra de madera del grosor de un lápiz y sometiéndola a las diversas pruebas que acabamos de mencionar, los científicos descubrieron que la citada puerta de la abadía de Westminster se construyó con la madera de un árbol talado entre 1032 y 1064, justo antes de la conquista normanda, es decir, cuando terminó el periodo anglosajón. Y esa solitaria puerta es prácticamente todo lo que de ese periodo nos ha llegado
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.
Con tan poco con lo que proceder, queda mucho espacio para la discusión. Jane Grenville, en su meticulosa y definitiva obra
Medieval Housing
, ofrece una llamativa pareja de ilustraciones que muestra cómo dos equipos de arqueólogos, utilizando la misma información, visualizaron el aspecto de una casa alargada de Wharram Percy, un pueblo medieval perdido de Yorkshire. Una de las ilustraciones muestra una vivienda marcadamente sencilla y básica, con paredes de adobe o
clunch
(una mezcla de adobe y estiércol) y tejado de hierba o turba. La otra muestra una construcción mucho más robusta y sofisticada sobre una cimbra curva de madera en la que se han encajado robustas vigas con habilidad y esmero. La realidad es que los restos arqueológicos muestran básicamente el asentamiento en el suelo de los edificios, pero no su aspecto.
Durante mucho tiempo se creyó que las casas de los campesinos medievales eran poco más que cabañas primitivas, ese tipo de estructura frágil y ligera que los lobos derribaban soplando en los cuentos de hadas. La sensación era de que no podían durar más de una sola generación. Grenville cita a un académico que se sintió lo bastante seguro como para aseverar que las casas de la gente de a pie fueron «uniformemente de mala calidad en toda Inglaterra» hasta la época de los Tudor, una afirmación aplastante, y equivocada, por lo que parece. Las evidencias sugieren cada vez más que la gente de a pie de la Edad Media, y seguramente de mucho tiempo antes, podía tener buenas casas si así lo quería. Una pista la ofrece el desarrollo de la especialización artesanal —tejados de paja, carpintería, pintura de brocha gorda, y similares— a finales de la Edad Media. Por otro lado, cada vez aparecen más puertas con cerradura, una clara indicación de que tanto los edificios como su contenido eran valiosos. Y, por encima de todo, es evidente que las casitas estaban evolucionando hacia una amplia variedad de tipos: «Wealden completa», «media Wealden», «de doble fila de habitaciones», «con ala posterior», «en forma de H», «con pasillo central y con establo para vacas», etc. Las diferencias carecen de importancia, pero las personas que vivían en ellas eran lo que daba a sus casas carácter y distinción. A buen seguro, la propiedad de una casa, por muy sencilla que fuera, proporcionaba un sentimiento de orgullo.