En casa. Una breve historia de la vida privada (12 page)

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Authors: Bill Bryson

Tags: #Ensayo, Historia

BOOK: En casa. Una breve historia de la vida privada
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Tradicionalmente, los constructores de estas grandes casas (y los acumuladores de casas) eran los monarcas. En el momento de su fallecimiento, Enrique VIII tenía un mínimo de cuarenta y dos palacios. Pero su hija Isabel comprendió con astucia que le salía mucho más barato visitar las casas de los demás y dejar que fueran ellos los que sufragaran los gastos de sus viajes, por lo que resucitó a lo grande la venerable práctica de realizar una gira real cada año. En realidad, la reina no era una gran viajera —jamás salió de Inglaterra y dentro de ella no se aventuró a ir muy lejos—, pero era una visitante estupenda. Sus giras anuales se prolongaban entre ocho y doce semanas, durante las que solía visitar unas dos docenas de casas.

Las giras reales eran casi siempre recibidas con una mezcla de excitación y miedo por aquellos a quienes el monarca visitaba. Por un lado, las giras proporcionaban oportunidades inigualables de promoción y ascenso social, pero por el otro resultaban pasmosamente caras. La casa real estaba integrada por hasta quinientas personas y un gran número de ellas —unas ciento cincuenta en el caso de Isabel I— acompañaban al personaje real en sus peregrinaciones anuales. Los anfitriones no solo tenían que sufragar el elevadísimo gasto que suponía alimentar, albergar y entretener a un ejército de gente mimada y privilegiada, sino que podían sufrir hurtos y daños en sus propiedades, además de alguna que otra malsana sorpresa. Después de que la corte de Carlos II abandonara Oxford hacia 1660, uno de los lugareños comentó con comprensible horror que los visitantes reales habían dejado «sus excrementos en cada esquina, en chimeneas, estudios, carboneras y sótanos».

Pero teniendo en cuenta que una visita real satisfactoria podía reportar grandes beneficios, los anfitriones trabajaban con la mayor inventiva y meticulosidad posible para complacer al invitado real. Los propietarios acostumbraban a ofrecer elaboradas piezas cortas de teatro y desfiles, pero eso era lo mínimo, y muchos construían lagos navegables, edificaban alas adicionales y reconstruían paisajes con la esperanza de suscitar de labios reales una pequeña exclamación de satisfacción. Los regalos se prodigaban con generosidad. Un desdichado cortesano llamado sir John Puckering le regaló a Isabel un abanico de seda decorado con diamantes, varias joyas, un vestido de exótico esplendor y un clavicémbalo de excepcional calidad, pero durante la primera cena en su casa vio con sus propios ojos cómo Su Majestad admiraba su cubertería de plata y un salero y, sin decir palabra, guardaba dichos objetos en la saca real.

Incluso sus ministros más antiguos eran hipersensibles a los placeres de la reina. Después de que Isabel se quejara de lo lejos que estaba la casa de campo que lord Burghley tenía en Lincolnshire, dicho lord compró y amplió otra en Waltham Cross, actualmente en los suburbios del nordeste de Londres, porque estaba más próxima. Christopher Hatton, el canciller de la reina, construyó expresamente un imponente edificio, Holdenby House, para recibir a la reina. Al final resultó que la reina nunca acabó yendo allí y el lord falleció con una deuda de 18.000 libras, una cantidad abrumadora, equivalente a unos 9 millones de libras actuales.

A veces, a los constructores de estas casas no les quedaba otra elección. Jacobo I ordenó al leal pero insignificante sir Francis Fane que reconstruyera a escala colosal Aperthorpe Hall, en Northamptonshire, para que él y el duque de Buckingham, su amante, dispusieran de algunas habitaciones de grandeza adecuada por donde poder pasearse de camino a la alcoba.

Pero la peor imposición era recibir la orden de asumir una obligación de larga duración y costosa para con la corona. Ese fue el destino del marido de Bess de Hardwick, sexto lord Shrewsbury. Durante dieciséis años fue obligado a ser carcelero de María, reina de Escocia, lo que en realidad significaba mantener en su propia casa a la corte de un pequeño estado sumamente desleal. No podemos más que imaginarnos su desazón al ver la fila de ochenta carros tirados por caballos —lo bastante como para que la procesión alcanzara más de medio kilómetro de largo— avanzando por el camino de acceso a su casa portando a la reina escocesa, cincuenta criados y secretarios y todas sus posesiones. Además de albergar y alimentar a toda esa gente, Shrewsbury tenía que mantener a un ejército privado por cuestiones de seguridad. El coste y la tensión emocional provocaron la infelicidad del matrimonio… aunque lo más seguro es que bajo ninguna circunstancia hubieran podido llegar a ser felices. Bess era una devorahombres; Shrewsbury era su cuarto marido y el enlace fue más un consorcio empresarial que una unión de corazones. Al final, ella lo acusó de tener un romance con la reina escocesa —una acusación peligrosa fuera o no fuera cierta— y se separaron. Fue entonces cuando Bess empezó a construirse una de las casas más majestuosas de la época.

A medida que la vida fue adentrándose en casas cada vez más grandes, el hall perdió su propósito original para convertirse en un simple vestíbulo de entrada con una escalera, una estancia para ser recibido y pasar de largo de camino hacia espacios más importantes. Ese era el caso en Hardwick Hall, a pesar de su nombre. Todas las estancias importantes estaban en las plantas superiores. El hall nunca volvería a ser un lugar de especial relevancia en las casas. Ya en 1663, la palabra se utilizaba para describir cualquier espacio modesto, en especial una entrada o un pasillo unido a esa entrada. Perversamente, y de forma simultánea, su sentido original se conservó y se extendió, de hecho, para pasar a describir también espacios grandes e importantes, sobre todo espacios públicos: Carnegie Hall, Royal Albert Hall,
town hall
y
hall of fame
[19]
entre muchos otros.

En el hogar, sin embargo, se convirtió —y continúa siéndolo— en la estancia semánticamente más degradada de la casa. En la Vieja Rectoría, como en la mayoría de casas actuales, es un reducido vestíbulo, un pequeño espacio cuadrado útil con armarios y perchas, donde nos quitamos las botas y colgamos las chaquetas, un preliminar de la casa en sí. A nivel inconsciente, solemos reconocer este hecho invitando a nuestros huéspedes a entrar dos veces en casa: la primera en la puerta, cuando los invitamos a entrar porque están fuera, y la segunda después de que se hayan despojado de abrigos y sombreros, cuando los invitamos a entrar en la casa propiamente dicha, con una animada exclamación doble y más enfática: «¡Pasad! ¡Pasad!».

Y siguiendo en este orden de cosas, dejemos aquí nuestras prendas de exterior y entremos por fin en la estancia donde empieza de verdad una casa.

IV
 
LA COCINA
I

En verano de 1662, Samuel Pepys, una figura joven y en alza de la Marina británica, invitó a su jefe, el comisario naval Peter Pett, a cenar en su casa en Seething Lane, cerca de la Torre de Londres. Pepys tenía veintinueve años y su intención a buen seguro era impresionar a su superior. Pero, para su horror y consternación, cuando le sirvieron su plato de esturión vio que estaba lleno de «abundantes gusanitos reptando».

Descubrir comida en avanzado estado de animación no era común ni siquiera en tiempos de Pepys —pasó vergüenza de verdad—, pero la inseguridad acerca de la frescura y la integridad de los alimentos era una cosa bastante normal. Si no se descomponían rápidamente por falta de una adecuada conservación, existían elevadas probabilidades de que estuvieran coloreados o hinchados con sustancias peligrosas y poco atractivas.

Casi nada, por lo que parece, escapaba de las tortuosas artimañas de los adulteradores de alimentos. El azúcar y otros ingredientes caros solían alargarse con yeso, escayola, arena, polvo y otras formas de «hinchado», como se conocían a nivel colectivo estos aditivos. Se sabe que la mantequilla se engrosaba con sebo y manteca de cerdo. Un consumidor de té, según diversas autoridades en la materia, podía beber sin querer cualquier cosa, desde serrín hasta excrementos de oveja pulverizados. La inspección detallada de una remesa en concreto, informa Judith Flanders, resultó ser té solo en la mitad de su contenido; el resto era arena y tierra. Al vinagre se le añadía ácido sulfúrico para que fuera más intenso, tiza a la leche, trementina a la ginebra. Para que las verduras luciesen más verdes y las jaleas brillaran más, se les añadía arseniato de cobre. El cromato de plomo proporcionaba a los productos horneados un brillo dorado y aportaba un resplandor especial a la mostaza. A las bebidas se les incorporaba acetato de plomo a modo de edulcorante y el minio daba un toque encantador al queso Gloucester, aunque le restaba salubridad.

Por lo que parece, apenas existía producto alimenticio que no pudiera mejorarse o resultarle más económico a su vendedor gracias a una pequeña manipulación fraudulenta. Incluso las cerezas, informaba Tobias Smollett, podían recuperar su brillo de fruta fresca si el vendedor se las paseaba un poco por la boca antes de exponerlas para su venta. ¿Cuántas ingenuas damas de alta alcurnia, se preguntaba, habrían disfrutado de un plato de sensuales cerezas «paseadas y humedecidas entre los sucios y, tal vez, llenos de llagas morros de un vendedor ambulante de St. Giles»?

El pan era un blanco especialmente popular. En su popular novela
La expedición de Humphry Clinker
(1771), Smollett caracterizaba el pan londinense como una mezcla venenosa de «tiza, alumbre y cenizas de hueso, insípido al gusto y destructivo para el organismo», cosas que eran de lo más normal por aquel entonces, y que seguramente llevaban ya un buen tiempo siéndolo, tal y como evidencia la frase del cuento
Juan y las habichuelas mágicas
: «Le aplastaré los huesos para hacerme el pan». La primera acusación formal de adulteración generalizada del pan la encontramos en un libro titulado
Poison Detected: Or Frightful
, escrito anónimamente en 1757 por «Mi amigo, un médico», que revelaba «con autoridad muy creíble» que «los panaderos utilizan con frecuencia sacos de huesos viejos» y que «los osarios de los muertos sufren saqueos para incorporar porquería al alimento de los vivos». Casi contemporáneo es otro libro,
The Nature of Bread, Honestly and Dishonestly Made
, del doctor Joseph Manning, que informaba de que era común entre los panaderos incorporar alubias, tiza, albayalde, cal muerta y cenizas de hueso a todas las barras de pan que cocían.

Estas aseveraciones se presentan de forma rutinaria como hechos incluso ahora, por mucho que Frederick A. Filby, en su clásico
Food Adulteration
, demostrara de manera bastante concluyente hace unos setenta años que tales alegaciones no podían ser ciertas. Filby dio el paso de cocer él mismo las barras de pan incorporando los adulterantes en la forma y las proporciones apuntadas. En todos los casos, excepto en uno, el pan resultante era duro como el cemento o su masa no crecía, y prácticamente todas las barras obtenidas tenían un olor o un sabor repugnantes. Varias de ellas necesitaron más tiempo de cocción que las barras de pan convencionales, encareciendo en consecuencia su producción. Ninguna de las barras de pan adulteradas era comestible.

La realidad es que el pan es material sensible y que si a ese material se incorporan productos ajenos en prácticamente cualquier cantidad, a buen seguro serán perceptibles. Pero esto sucede en casi todos los alimentos. Resulta difícil creer que alguien pudiera beberse una taza de té y no darse cuenta de que estaba compuesto por limaduras de hierro en un 50 %. Aunque es evidente que la adulteración existía, sobre todo cuando servía para mejorar el color o proporcionar un aspecto de frescura a los alimentos, la pretendida adulteración sería excepcional o infundiosa en la mayoría de los casos, y esto es lo que sucede a buen seguro con todo lo que se dice que se incorporaba al pan (con la única y destacada excepción del alumbre, sobre el que explicaré más detalles en un momento).

Resulta duro insistir en la importancia que el pan tenía en la dieta inglesa del siglo
XIX
. Para mucha gente, el pan no era tan solo un acompañamiento importante para la comida, sino que
era
la comida. Según el historiador del pan, Christian Petersen, el 80 % del gasto de los hogares iba destinado a la comida, y hasta el 80 % de ese gasto se consagraba al pan. Incluso la clase media destinaba hasta dos tercios de sus ingresos en comida (en comparación con la cuarta parte actual), de la cual una proporción elevada e importante era pan. La historia nos cuenta que, para las familias más pobres, la dieta diaria consistía en unos gramos de té y azúcar, algo de verdura, un par de lonchas de queso y, solo de vez en cuando, un poco de carne. El resto era pan.

El pan era tan importante que las leyes que dictaban su pureza eran estrictas y los castigos severos. Un panadero que engañara a sus clientes podía ser multado con 10 libras por barra vendida, u obligado a un mes de trabajos forzosos en la cárcel. Durante un tiempo se planteó seriamente castigar a los panaderos malhechores con la deportación a Australia. Todo esto era motivo de preocupación para los panaderos, ya que las barras de pan pierden peso durante el proceso de cocción debido a la evaporación y es fácil por ello cometer errores accidentales. Por esa razón, los panaderos regalaban de vez en cuando alguna que otra pieza, el famoso trece por docena.

El alumbre, sin embargo, es otra cosa. El alumbre es un compuesto químico —técnicamente, un doble sulfato— que se utiliza como fijador de tintes. (La palabra oficial es mordiente.) Se empleaba asimismo como agente decolorante en todo tipo de procesos industriales y para curtir el cuero. Es un blanqueador excelente para la harina, algo que no tiene que ser nocivo de por sí. Para empezar, una pequeña cantidad de alumbre cunde muchísimo. Solo tres o cuatro cucharadas bastan para blanquear un saco de harina de 125 kilos, y una cantidad diluida siguiendo estas proporciones no haría daño a nadie. De hecho, incluso ahora sigue utilizándose el alumbre como aditivo en según qué alimentos y medicamentos. Es un ingrediente habitual en la levadura en polvo y las vacunas, y a veces se incorpora al agua potable por sus propiedades decolorantes. De hecho, servía para transformar harina de categoría inferior —harina perfecta desde el punto de vista nutricional pero poco atractiva a la vista— en harina aceptable para las masas y, en consecuencia, permitía a los panaderos utilizar de forma más eficiente su trigo. Además, se incorporaba a la harina como agente secante por razones perfectamente legítimas.

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