Read En casa. Una breve historia de la vida privada Online
Authors: Bill Bryson
Tags: #Ensayo, Historia
Resulta extraordinario pensar que mucho menos de un siglo separa la época en que Jefferson y Washington vivieron en una tierra salvaje y sin infraestructuras de una Edad de Oro en la que Norteamérica acabó dominando el mundo. Seguramente no ha existido otro momento en la historia en el que la vida diaria haya cambiado de forma más radical y exhaustiva que en los setenta y cuatro años transcurridos desde la muerte de Thomas Jefferson, en 1826, y el inicio del siglo siguiente, casi los mismos años, da la casualidad, que marcaron el inicio y el fin de la plácida vida del señor Marsham en Inglaterra.
Y todo esto tiene una pequeña posdata. En verano de 1814, los británicos incendiaron el edificio del Capitolio norteamericano (un acto de vandalismo tan exasperante para Jefferson que se le pasó incluso por la cabeza enviar agentes norteamericanos a Londres para incendiar sus monumentos históricos) y, junto con él, la Biblioteca del Congreso. De inmediato, Jefferson ofreció con generosidad a la nación su biblioteca privada «en los términos que el Congreso pudiera considerar adecuados». Jefferson creía tener unos diez mil libros, pero cuando una delegación del Gobierno federal fue a inspeccionar su colección, descubrieron que la cifra exacta era de 6.487 ejemplares. Peor aún, cuando le echaron un vistazo a los libros, dejaron de estar tan seguros de quererlos. Muchos, tenían la sensación, no eran de interés alguno para el Congreso, pues versaban sobre temas como la arquitectura, la vitivinicultura, la cocina, la filosofía y el arte. Cerca de una cuarta parte estaban escritos en idiomas extranjeros, «que no pueden leerse», destacó apesadumbrada la delegación, mientras que muchos más eran de una «naturaleza inmoral e irreligiosa». Al final, los congresistas asignaron 23.900 dólares a Jefferson por su biblioteca —mucho menos de la mitad de su valor— y se llevaron los libros casi a regañadientes. Jefferson, como cabía esperar, se embarcó de inmediato en la construcción de una nueva biblioteca, y había acumulado cerca de mil libros nuevos en el momento de su fallecimiento solo una década después.
Tal vez el Congreso no se haya mostrado especialmente agradecido por este golpe de fortuna, pero la adquisición proporcionó a los recién nacidos Estados Unidos la biblioteca gubernamental más sofisticada del mundo y redefinió por completo el papel de una biblioteca de este tipo. Anteriormente, las bibliotecas gubernamentales habían sido meras salas de referencia, concebidas con objetivos estrictamente prácticos, pero aquella sería una colección exhaustiva y universal, un concepto distinto por completo.
En la actualidad, la Biblioteca del Congreso es la biblioteca más grande del mundo, con más de ciento quince millones de libros y objetos relacionados con ellos. Por desgracia, la aportación de Jefferson no duró mucho tiempo allí. Treinta y seis años después de que la biblioteca de Jefferson fuese adquirida, la mañana de Nochebuena, se incendió una de las chimeneas de la biblioteca del Capitolio. Al ser tan temprano y un día festivo, no había nadie presente para percatarse del fuego o controlar su propagación. Cuando el incendio fue descubierto y controlado, gran parte de la colección había sido ya destruida, incluyendo el precioso ejemplar de Jefferson de
Los cuatro libros de la arquitectura
.
El año del incendio, no es necesario decirlo, fue 1851.
Llegamos ahora a la parte más peligrosa de la casa; de hecho, uno de los entornos más arriesgados que existe: la escalera. Nadie sabe con certeza lo peligrosas que pueden ser las escaleras, puesto que la constancia escrita al respecto es curiosamente deficiente. La mayoría de los países mantiene registros de muertos y heridos por caídas, pero sin que conste la causa de dichas caídas. En Estados Unidos, por ejemplo, se sabe que cerca de doce mil personas al año caen al suelo y nunca vuelven a levantarse, pero se desconoce si ello es debido a que han caído de un árbol, de un tejado o del porche de atrás. En Gran Bretaña constaban, hasta 2002, cifras bastante escrupulosas en relación con caídas producidas en escaleras, pero el Departamento de Comercio e Industria decidió aquel año que realizar el seguimiento de este tipo de cosas era una extravagancia que no podía seguir permitiéndose, una medida económica bastante desacertada teniendo en cuenta lo mucho que las caídas le cuestan a la sociedad. El último conjunto de datos indicaba que, a lo largo de aquel año, la descomunal cifra de 306.166 británicos resultaron heridos como consecuencia de caídas por las escaleras, con la gravedad suficiente como para requerir atención médica, lo que indica claramente que no es cuestión baladí.
John A. Templer, del MIT, autor de un texto erudito inmejorable sobre el tema (y hay que decir, prácticamente único),
The Staircase: Studies of Hazards, Falls and Safer Design
, sugiere que las cifras totales de caídas están seguramente muy infravaloradas. Pero incluso en los cálculos más conservadores, las escaleras aparecen como la segunda causa más común de muerte accidental, muy por detrás de los accidentes de coche pero por delante de ahogamientos, quemaduras y otras desgracias similarmente tristes. Cuando se calcula lo que le cuestan a la sociedad las caídas en términos de horas laborales perdidas y la tensión que suponen para el sistema sanitario, resulta curioso que no se hayan estudiado con más atención. Se invierten cantidades enormes de tiempo y dinero burocrático en prevención de incendios, investigación de incendios, reglamentación antiincendios y seguros contra incendios, pero apenas se dedica nada a la comprensión o la prevención de las caídas.
Todo el mundo tropieza por las escaleras en un momento u otro. Se ha calculado que existe la probabilidad de poner mal el pie en un peldaño una de cada 2.222 veces que utilizamos una escalera, de sufrir un accidente leve una de cada 63.000 veces, un accidente doloroso una de cada 734.000 y de necesitar atención hospitalaria una de cada 3.616.667 veces.
El 84 % de las personas que mueren como consecuencia de caídas en las escaleras de casa son mayores de sesenta y cinco años. Y no es tanto porque los ancianos no vayan con más cuidado cuando suben y bajan escaleras, como porque no se levantan bien después de la caída. Los niños, por suerte, rara vez mueren como consecuencia de caídas en escaleras, aunque las casas con niños pequeños son las que presentan porcentajes de lesiones más elevados, en parte porque utilizan mucho las escaleras y en parte debido a las cosas de todo tipo que los niños dejan en los peldaños. Los solteros presentan más probabilidades de caer que los casados, y las personas que en su día estuvieron casadas caen más que los integrantes de los dos grupos anteriores. La gente en buena forma cae más a menudo que la gente con mala condición física, en gran parte porque dan más saltos y no bajan con tanto cuidado ni realizando tantas pausas como los rechonchos o los enfermizos.
El mejor indicador de su riesgo personal es haberse caído muchas veces previamente. La tendencia a los accidentes es un área algo controvertida entre los epidemiólogos que estudian las lesiones provocadas por las escaleras, pero por lo que parece es una realidad. Cerca de cuatro de cada diez personas lesionadas en una caída por las escaleras ya habían resultado heridas antes como consecuencia de una caída de ese mismo tipo.
La gente cae de distintas maneras en distintos países. En Japón, por ejemplo, existen más probabilidades de resultar lesionado como consecuencia de una caída por las escaleras de una oficina, un centro comercial o una estación de tren que en Estados Unidos. Y no se debe a que los japoneses utilicen las escaleras de forma más temeraria, sino simplemente a que los norteamericanos no utilizan tantas escaleras en espacios públicos. Confían en la comodidad y la seguridad de ascensores y escaleras mecánicas. Las lesiones por caídas en escaleras de los norteamericanos se producen de un modo abrumador en casa, casi el único lugar donde se someten a la utilización regular de las escaleras. Por el mismo motivo, las mujeres presentan mayores probabilidades de caídas por las escaleras que los hombres: las utilizan más, sobre todo en casa, donde se producen mayoritariamente las caídas.
Cuando caemos por las escaleras, solemos echarnos a nosotros mismos la culpa del accidente y en general atribuimos la caída a un descuido o una falta de atención. De hecho, el diseño influye de forma importante en la probabilidad de que se produzca una caída y en el dolor que sentiremos cuando dejemos de rebotar por los peldaños. Una mala iluminación, la ausencia de barandillas, peldaños irregulares, contrahuellas excesivamente altas o bajas, peldaños excepcionalmente anchos o estrechos y descansillos que interrumpen el ritmo del ascenso o el descenso son los principales fallos de diseño causantes de accidentes.
Según Templer, la seguridad de las escaleras no es un problema único, sino dos: «Evitar las circunstancias que causan los accidentes y diseñar escaleras que minimicen los daños en caso de producirse un accidente». Habla de una estación de tren en Nueva York (no especifica cuál) en la que se aplicó a los bordes de los peldaños un tratamiento antideslizante con un dibujo que hacía difícil discernir dónde se acababa el peldaño. En el plazo de seis semanas, más de mil cuatrocientas personas —una cifra verdaderamente asombrosa— cayeron por esas escaleras, momento en el cual decidieron solucionar el problema.
Las escaleras incorporan tres figuras geométricas: la contrahuella, la huella y la pendiente. La contrahuella es la altura entre peldaños, la huella es el peldaño en sí (técnicamente, la distancia entre los bordes, o mamperlanes, de dos peldaños sucesivos medida horizontalmente), y la pendiente es la inclinación total de la escalera. El ser humano tiene una tolerancia a las pendientes bastante limitada. Cualquier cosa superior a 45 grados resulta incómodamente costosa de subir, cualquier cosa inferior a 27 grados es tediosamente lenta. Resulta muy duro subir escalones que no tienen mucha pendiente, y todo ello se debe a que nuestra zona de confort es muy pequeña. Un problema inevitable de las escaleras es que tienen que transmitir seguridad en ambas direcciones, por mucho que los mecanismos de la locomoción exijan posturas distintas en cada dirección. (Cuando subimos nos inclinamos hacia las escaleras, mientras que cuando bajamos echamos hacia atrás nuestro centro de gravedad, como si aplicásemos un freno.) Por lo tanto, las escaleras que resultan seguras y cómodas en ascenso tal vez no lo sean tanto para bajar, y viceversa. La capacidad de proyección hacia arriba que tenga la huella, por decir algo, puede llegar a afectar a la probabilidad de dar un traspié. En un mundo perfecto, las escaleras cambiarían ligeramente de forma dependiendo de si el usuario subiera o bajara por ellas. Pero en la práctica, podríamos decir que cualquier escalera es un término medio.
Observemos una caída a cámara lenta. Bajar una escalera es, en cierto sentido, una caída controlada. El cuerpo se impulsa hacia el exterior y hacia abajo de un modo que sería a todas luces peligroso si no estuviéramos controlándolo todo. El problema para el cerebro estriba en distinguir el momento en el que el descenso deja de estar controlado y se inicia una situación de infeliz caos. El cerebro humano responde muy rápidamente al peligro y al desorden, pero aun así los reflejos necesitan una mínima fracción de tiempo —190 milisegundos para ser exactos— para ponerse en marcha, para que la mente asimile que algo va mal (que ha pisado un patín, por decir algo) y de este modo prepararse para realizar un aterrizaje complicado. Durante este intervalo tan increíblemente breve el cuerpo descenderá, en promedio, varios centímetros más… demasiados, en general, para que el aterrizaje resulte elegante. Si todo esto sucede en el último peldaño, el resultado no será otro que un desagradable sobresalto, más bien una afrenta a la dignidad que otra cosa. Pero si sucede más arriba, los pies no serán capaces de llevar a cabo una recuperación con el debido estilo y habrá que confiar en que podamos agarrarnos al pasamanos o, en realidad, en que
haya
un pasamanos. Un estudio realizado en 1958 descubrió que en tres cuartas partes de todas las caídas por escalera no había pasamanos en el punto donde se inició la misma.
Los dos momentos en que debe prestarse especial atención a una escalera son al principio y al final del recorrido. Es entonces cuando tendemos a estar más distraídos. Hasta un tercio de todos los accidentes en escaleras se producen en el primero o en el último peldaño, y dos tercios se producen en los
tres
primeros o en los
tres
últimos peldaños. La circunstancia más peligrosa es encontrar un único peldaño en un sitio inesperado. Casi igual de peligrosas son las escaleras con cuatro o menos peldaños. Parecen inspirar un exceso de confianza.
No es de sorprender que bajar escaleras resulte mucho más peligroso que subirlas. Cerca del 90 % de las lesiones se producen durante el descenso. La probabilidad de sufrir una caída «grave» es del 57 % en tramos de escalera rectos y de solo el 37 % en escaleras con un recodo. También los descansillos deben tener un determinado tamaño —se considera correcta la suma del ancho de un peldaño más el ancho de un paso— para no romper el ritmo del usuario de la escalera. Una rotura del ritmo es el preludio de una caída.
Durante mucho tiempo se reconoció que la gente que sube y baja escaleras valora poder hacerlo con un determinado ritmo, y que este instinto podía satisfacerse fácilmente construyendo peldaños anchos en ascensos cortos y peldaños más estrechos en ascensos con mayor pendiente. Pero los autores de la arquitectura clásica dijeron muy poco sobre el diseño de las escaleras. Vitrubio se limitó a sugerir que las escaleras tenían que estar bien iluminadas. Lo que le preocupaba no era disminuir el riesgo de caídas, sino impedir que chocara la gente que se movía en direcciones opuestas (otro recordatorio de lo oscuro que podía llegar a ser el mundo anterior a la electricidad). No fue hasta finales del siglo
XVII
cuando un francés llamado François Blondel concibió una fórmula que fijaba matemáticamente la relación entre la contrahuella y la huella. Sugirió en concreto que, por cada unidad que aumentara la altura, la profundidad del peldaño debería disminuir en dos unidades. La fórmula fue ampliamente adoptada e incluso ahora, más de tres siglos después, continúa siendo venerada en muchos códigos constructivos aun sin funcionar del todo bien —o sin funcionar en absoluto— en escaleras excepcionalmente altas o excepcionalmente bajas.