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Authors: Bill Bryson

Tags: #Ensayo, Historia

En casa. Una breve historia de la vida privada (57 page)

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En contraposición, las actividades de un cirujano llamado Isaac Baker Brown se convirtieron en hechos de lo más extraordinario. En una época en la que los médicos normalmente no se acercaban más que a un par de palmos de la zona reproductiva del cuerpo de una mujer, y que de haberse acercado más habrían tenido muy poca idea de lo que podían encontrar allí, Baker Brown se convirtió en un cirujano ginecológico pionero. Por desgracia, sus motivaciones eran ideas gravemente perturbadas. En particular, estaba convencido de que casi todas las enfermedades femeninas eran el resultado de «la excitación periférica del nervio púdico centrado en el clítoris». Dicho sin rodeos, creía que las mujeres se masturbaban y que esa era la causa de la locura, la epilepsia, la catalepsia, la histeria, el insomnio y muchos otros trastornos nerviosos. La solución consistía en extirpar quirúrgicamente el clítoris y, con ello, acabar con cualquier posibilidad de díscola excitación. Tenía además la convicción de que los ovarios eran nocivos y que era mejor extirparlos. Hasta la fecha, nadie había intentado extirpar unos ovarios, por lo que se trataba de una operación excepcionalmente delicada y arriesgada. Las primeras tres pacientes de Baker Brown murieron en la mesa de operaciones. Sin dejarse desanimar por ello, realizó una cuarta operación experimental con su hermana. Sobrevivió.

Cuando se descubrió que llevaba años extirpando clítoris sin el permiso o el conocimiento previo de las mujeres intervenidas, la reacción de la comunidad médica fue rápida y furibunda. En 1867, Baker Brown fue expulsado de la Obstetrical Society of London, hecho que dio por terminada la posibilidad de que siguiera ejerciendo. En el lado positivo, hay que decir que los médicos aceptaron por fin que había llegado el momento de prestar atención científica a las partes íntimas de las pacientes. Irónicamente, pues, pese a ser un médico pésimo y un ser humano terrible, Baker Brown hizo más que nadie para elevar a los estándares modernos el estudio y la práctica de la medicina femenina.

Anillo para el pene con púas.

II

Pero en la era premoderna, todo hay que decirlo, existía una razón muy sólida para temer todo lo relacionado con el sexo: la sífilis. Jamás ha habido una enfermedad más espantosa, al menos para la desafortunada parte de la población que contrae lo que se conoce como la sífilis terciaria, un hito que nadie desearía experimentar. La sífilis provocaba auténtico terror sexual. Para muchos, era un claro mensaje de Dios de que el sexo fuera de los límites del matrimonio era una invitación al justo castigo divino.

La sífilis, como ya hemos visto, llevaba mucho tiempo entre nosotros. En 1495, solo tres años después del viaje de Cristóbal Colón que la introdujo en Europa, algunos soldados en Italia empezaron a desarrollar pústulas «como granos de mijo» por la cara y el cuerpo, en lo que se considera como la primera referencia médica a la sífilis en Europa. Se difundió rápidamente, a tal velocidad que nadie se ponía de acuerdo en lo referente a su origen. La primera mención registrada en inglés data de 1503 y habla de ella como «la viruela francesa». En otras partes se conoció como el mal español, los humores celtas, la viruela napolitana y, el que fuera tal vez el término más revelador, «la enfermedad cristiana». La palabra «sífilis» la acuñó en un poema el italiano Hieronymus Fracastorius en 1530 (en el poema en cuestión, Sífilis es el nombre de un pastor que contrae la enfermedad), y en lengua inglesa no aparece hasta 1718. En este idioma, el término más vulgar
clap
es de origen incierto, aunque como mínimo es venerable. Se utiliza en inglés desde 1587.

La sífilis fue durante mucho tiempo una enfermedad especialmente inquietante por su forma de ir y venir en tres fases, cada una peor que la anterior. La primera fase solía manifestarse como un chancro genital, de aspecto horroroso pero indoloro. A eso le seguía un tiempo después una segunda fase en la que se sufría malestar, dolor y caída del pelo. Al igual que la sífilis primaria, la secundaria se curaba por sí sola en cuestión de un mes, tanto si se trataba como si no. Y para dos tercios de la población enferma de sífilis, eso era todo. La enfermedad terminaba así. Pero para el desgraciado tercio restante, el terror estaba aún por llegar. La infección podía permanecer en estado letárgico hasta veinte años e irrumpir entonces en forma de sífilis terciaria. Esta es la fase por la que nadie querría pasar. Consume el organismo y destruye sin pausa y sin piedad huesos y tejidos. Era frecuente que la nariz se cayera o desapareciera. (Durante un tiempo Londres tuvo un No-Nose’d Club o «Club de los sin nariz».) La boca podía perder el paladar. La muerte de las células nerviosas puede convertir a la víctima en una ruina que anda a trompicones. Los síntomas varían y todos ellos son horribles. Pero a pesar de los peligros, la gente se resistía a los riesgos de una forma espeluznante. James Boswell contrajo diecinueve enfermedades venéreas en el transcurso de treinta años.

Los tratamientos para la sífilis eran duros. En los primeros tiempos se inyectaba una solución de plomo en la vejiga a través de la uretra. Después se pasó al mercurio, que siguió siendo el producto preferido hasta que con el siglo
XX
aparecieron los antibióticos. El mercurio producía síntomas tóxicos de todo tipo —huesos esponjosos, caída de piezas dentales—, pero no había otra alternativa. «Una noche con Venus y una vida entera con Mercurio», era el axioma de la época. Pero, en realidad, el mercurio no curaba la enfermedad, sino que se limitaba a moderar los peores síntomas y a provocar otros.

Tal vez nada nos separa de forma más clara del pasado que lo asombrosamente inefectivos —y a menudo aterradoramente desagradables— que eran antes los tratamientos médicos. Los médicos andaban perdidos por completo excepto en un rango muy limitado de enfermedades. Con frecuencia, los tratamientos no servían más que para empeorar las cosas. Los más afortunados, en muchos sentidos, eran los que sufrían sus males en privado y se recuperaban sin la intervención médica.

El peor resultado de todos, por razones evidentes, era tener que someterse a una intervención quirúrgica. En los siglos previos a la anestesia, se intentaron numerosas formas de aliviar el dolor. Uno de los métodos consistía en desangrar al paciente hasta debilitarlo. Otro en inyectar una infusión de tabaco en el recto (que, como mínimo, debía darle al paciente algo en qué pensar). El tratamiento más común consistía en la administración de opiáceos, sobre todo en forma de láudano, pero ni siquiera las dosis más generosas lograban enmascarar el dolor de verdad.

Cuando había que realizar amputaciones, los miembros solían extirparse en menos de un minuto para que la agonía del trauma terminase pronto, pero después había que suturar vasos y cerrar la herida, de modo que el dolor agudo se prolongaba un buen rato. El truco estaba en trabajar con rapidez. Cuando en 1658 Samuel Pepys se sometió a una litotomía —la extirpación de una piedra renal—, el cirujano tardó solo quince segundos en abrir, encontrar y extraer una piedra del tamaño de una pelota de tenis. (Es decir, de una pelota de tenis del siglo
XVII
, bastante más pequeña que la actual, pero aun así una esfera de una dimensión considerable.) Pepys fue muy afortunado, tal y como destaca Liza Picard, pues su operación era la primera que el cirujano realizaba aquel día y su instrumental estaba, en consecuencia, razonablemente limpio. A pesar de que la intervención se realizó con una rapidez tremenda, Pepys necesitó más de un mes de recuperación.

Las intervenciones más complicadas resultaban abrumadoras hasta extremos casi increíbles. Resulta doloroso incluso leerlo ahora, y es inconcebible pensar lo que debió de ser vivirlas. En 1806 y mientras vivía en París, la novelista Fanny Burney empezó a sufrir un dolor en el pecho derecho, que poco a poco fue haciéndose tan grave que no podía siquiera levantar el brazo izquierdo. El problema fue diagnosticado como un cáncer de mama y se recomendó la práctica de una mastectomía. La tarea fue encomendada a un conocido cirujano llamado Baron Larrey, cuya fama se basaba no tanto en su capacidad de salvar vidas, sino en que trabajaba a la velocidad del rayo. Posteriormente se haría famoso por realizar doscientas amputaciones en el plazo de veinticuatro horas durante la batalla de Borodino en 1812.

El relato que realiza Burney sobre su experiencia es insoportablemente atroz debido a la serenidad con la que relata el horror vivido. Casi tan malo como la intervención en sí fue el tormento de esperar su llegada. A medida que transcurrían los días, la ansiedad de la aprensión se hizo casi aplastante y empeoró cuando la mañana del día señalado se enteró de que los cirujanos llevaban varias horas de retraso. En su diario escribió: «Anduve de un lado para otro hasta que conseguí tranquilizar todas mis emociones y convertirme, gradualmente, casi en una boba —aletargada, sin sentimientos ni consciencia—, y así permanecí hasta que el reloj dio las tres».

En aquel momento oyó que llegaban cuatro carruajes, uno detrás de otro. Instantes después, entraban en la estancia siete hombres muy serios vestidos de negro. Le administraron a Burney una bebida para tranquilizarla, no anotó exactamente qué, pero lo habitual era vino mezclado con láudano. Instalaron una cama en medio de la habitación y la cubrieron con sábanas viejas para no estropear ni el colchón ni la ropa de cama buena.

«Entonces empecé a temblar violentamente —escribió Burney—, más por la aversión y el horror de los preparativos que de dolor […] subí, por lo tanto, por mi propio pie, a la cama, y M. Dubois me instaló encima del colchón, y me cubrió la cara con un pañuelo de batista. Pero era transparente y a través de él vi la cama rodeada al momento por los siete hombres y mi enfermera. Me negué a que me ataran; pero cuando a través de la batista vi el destello del brillo del acero… cerré los ojos […].» Al comprender que pretendían extirparle todo el pecho, sucumbió «a un terror que supera toda descripción». Cuando notó el corte del cuchillo, emitió «un grito que se prolongó a intervalos durante todo el rato que duró la incisión… y casi me maravilla que no siga resonando en mis oídos, de atroz que era la agonía. Finalizado el corte, y después de que retiraran el instrumento, el dolor pareció mermar […] pero cuando de nuevo sentí el instrumento, describiendo una curva, cortando contra la veta, si puedo expresarlo así, mientras la carne se resistía de un modo impulsivo, como oponiéndose y tratando de agotar la mano del operador, que se vio obligado a pasarlo de la derecha a la izquierda… entonces, de hecho, creo que debí morir. Intenté no abrir más los ojos».

Pero la operación continuó. Cuando los cirujanos hurgaron para extraer el tejido enfermo, sintió y escuchó la hoja raspando el esternón. La intervención duró un total de diecisiete minutos y medio, y ella tardó meses en recuperarse. Pero la operación le salvó la vida. Sobrevivió veintinueve años más y el cáncer nunca se reprodujo.

No es de extrañar que la gente, impulsada por el dolor y por una cautela natural que la alejaba de los médicos, pusiera en práctica en casa remedios extremos. El gobernador Morris, uno de los firmantes de la Declaración de la Independencia, acabó con su vida introduciéndose un hueso de ballena en el pene con la intención de solucionar una obstrucción urinaria.

La llegada de la anestesia quirúrgica en la década de 1840 no eliminó la agonía de los tratamientos médicos, sino que más bien la pospuso. Los cirujanos no se lavaban aún las manos ni limpiaban sus instrumentos, por lo que muchos pacientes sobrevivían a las operaciones y fallecían después como consecuencia de una agonía más prolongada y exquisita provocada por la infección. En general, se atribuía al «envenenamiento de la sangre». Cuando el presidente James A. Garfield fue víctima de un atentado en 1881, no fue la bala lo que acabó con su vida, sino los médicos que hurgaron en la herida sin haberse lavado antes las manos. La anestesia fomentó el aumento de las intervenciones quirúrgicas, y conllevó probablemente un considerable aumento del dolor, en términos globales.

En el mundo premoderno había muchas maneras de morir, incluso sin las inquietantes intervenciones de los cirujanos. En 1758, el registro de defunciones —o Bills of Mortality, como se conocían en Inglaterra— de la City londinense especifica 17.576 fallecimientos por más de ochenta causas distintas. La mayoría de muertes, como cabría esperar, era como consecuencia de la viruela, fiebres, tuberculosis o edad avanzada, pero entre las diversas causas mencionadas aparecen (siguiendo la terminología que consta en el listado):

Atragantado con grasa
1
Picores
2
Muertos de frío
2
Fuego de San Antonio
4
Letargo
4
Dolor de garganta
5
Gusanos
6
Suicidio
30
Viruela francesa
46
Locura
72
Ahogo
109
Putrefacción
154
Dientes
644

Seguirá siendo un eterno misterio cómo los «dientes» pudieron llegar a matar a tanta gente. Fueran cuales fuesen las causas reales de fallecimiento, es evidente que expirar era un acto normal y que la gente estaba preparada para que la muerte le llegara desde prácticamente cualquier dirección. Los listados de defunciones de Boston del mismo periodo muestran que la gente moría por causas tan inesperadas como «beber agua fría», «estancamiento de líquidos», «fiebres nerviosas» y «susto». Resulta también interesante que muchas de las formas más habituales de muerte aparezcan solo de un modo marginal. De los casi 17.600 fallecimientos registrados en Londres en 1758, solo catorce fueron resultado de ejecuciones, cinco de asesinatos y cuatro personas murieron de hambre.

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