Read En casa. Una breve historia de la vida privada Online
Authors: Bill Bryson
Tags: #Ensayo, Historia
«Nota: Que esté bien embalado», añadía, casi quejumbrosamente, aunque en vano, pues casi todos los pedidos llegaban con mercancía rota, estropeada o perdida. Cuando llevas esperando casi un año a que te lleguen, por ejemplo, veinte paneles de vidrio y descubres que la mitad llegan rotos y el resto no es del tamaño esperado, incluso los temperamentos más estoicos suelen derrumbarse.
Desde el punto de vista de los comerciantes y los agentes, los pedidos resultaban a veces desconcertadamente ambiguos. Otro, también de Washington, solicitaba a su agente en Londres que le comprara «dos Leones como los Leones Antiguos de Italia». El agente supuso, correctamente, que Washington se refería a esculturas, pero tuvo que adivinar tipología y tamaño. Teniendo en cuenta que Washington siempre estuvo separado de Italia por un océano, es probable que tampoco él lo supiera con certeza. Las cartas de Washington a su agencia en Londres, Robert Cary & Co., solicitaban constantemente objetos que estuvieran «de moda» y «de última tendencia» o «uniformemente atractivos y refinados», pero sus cartas de seguimiento indican que ni siquiera él sabía muy bien a qué se refería.
Incluso las instrucciones más esmeradas corrían peligro de ser malinterpretadas. Edwin Tunis relata la historia de un hombre que adjuntó a su pedido un dibujo del blasón familiar que quería estampado en su vajilla. Para asegurarse de que sus órdenes quedaban bien entendidas, añadió una flecha gruesa para subrayar cierto detalle. Cuando llegaron los platos, el hombre descubrió horrorizado que la flecha aparecía fielmente copiada en cada pieza.
Resultaba fácil —y para muchos agentes irresistiblemente tentador— endilgarles a los americanos prendas y enseres invendibles que habían pasado de moda en Inglaterra. «No puedes hacerte una idea de la basura que se encuentra en las mejores tiendas», le escribió a una amiga una visitante inglesa llamada Margaret Hall. Hasta el punto de que en las fábricas inglesas se escuchaba con frecuencia una animada frase: «Esto ya es lo bastante bueno para América». Por otro lado, había constantes sospechas de sobreprecio. Washington escribió furioso a Cary después de recibir un envío diciendo que los productos suministrados eran «malos en calidad pero no en precio, porque en este sentido superan por mucho cualquier cosa que haya recibido».
La negligencia de agentes y comerciantes volvía locos de exasperación a los norteamericanos. El coronel John Tayloe, mientras construía en Washington la famosa Octagon House, solicitó una chimenea a la fábrica Coade de Londres, esperó cerca de un año para que le fuera entregada y no pudo más que resoplar cuando abrió el embalaje y descubrió que se habían olvidado de incluir la repisa. En lugar de esperar a que llegara la repisa, le ordenó a un carpintero local de confianza que le fabricara una de madera. La chimenea —todavía con su repisa de madera— es una de las pocas piezas Coade que existe en Norteamérica.
Como consecuencia de las dificultades de suministro, a los propietarios de plantaciones no les quedaba a menudo otro remedio que fabricar sus materiales. Jefferson cocía sus propios ladrillos —unos 650.000 en total—, pero era un asunto complicado pues, con el calor irregular de los hornos caseros, solo la mitad de cada hornada resultaba utilizable. Empezó a fabricar también sus propios clavos. Y a medida que fue aumentando la tensión con Gran Bretaña, la situación se complicó aún más. En 1774, el Congreso Continental sancionó un acuerdo de no importación. Y Jefferson descubrió, para su consternación, que los catorce pares de carísimas ventanas de guillotina que había pedido en Inglaterra, y que necesitaba de verdad, nunca le llegarían.
La supresión del libre comercio enojó de gran manera al economista escocés Adam Smith (cuya
Riqueza de las naciones
se publicó, y no es casualidad, el mismo año en que Norteamérica declaraba su independencia), pero ni mucho menos tanto como enojó a los americanos, que estaban resentidos por la idea de seguir siendo eternamente un mercado cautivo. Sería exagerar la cuestión sugerir que las exasperaciones comerciales fueron la causa de la revolución norteamericana, pero lo que es evidente es que fueron un componente importante de la misma.
Mientras Thomas Jefferson seguía con sus interminables obras en Monticello, doscientos kilómetros al nordeste su colega y compañero virginiano, George Washington, se enfrentaba a obstáculos y contratiempos similares y respondiendo con el mismo estilo de genio adaptativo en la reconstrucción de Mount Vernon, su casa colonial a orillas del río Potomac, cerca de lo que actualmente es el distrito de Columbia. (La proximidad no es casual. Washington recibió el encargo de elegir la localización de la nueva capital y eligió una zona que estaba a escasa distancia a caballo de su plantación.)
Cuando Washington se trasladó a Mount Vernon en 1754, después del fallecimiento de su hermanastro Lawrence, la casa era una granja modesta de ocho habitaciones. Dedicó los treinta años siguientes a la reconstrucción y ampliación del edificio hasta convertirlo en una mansión solariega de veinte habitaciones, todas ellas de elegantes proporciones y bellos acabados (y con muchos guiños a Palladio). Washington disfrutó de un breve viaje de juventud a Barbados, pero por lo demás, nunca salió de su «Pequeño país boscoso», como lo denominó una vez. Con todo y con eso, el visitante de Mount Vernon se quedaba sorprendido ante su sofisticación, como si Washington hubiera recorrido las grandes mansiones y jardines de Europa y seleccionado con atención los mejores aspectos de todos ellos.
Se preocupaba hasta por el último detalle. Durante los ocho años que se prolongó la Guerra de la Independencia, a pesar de todas las penurias y las distracciones de la batalla, escribió semanalmente a casa para estar al corriente de cómo iba todo y para emitir nuevas instrucciones o modificar las que ya había dado sobre cualquier elemento del diseño. El capataz de Washington se preguntaba, comprensiblemente, si aquel era buen momento para invertir tiempo y energía en una casa que el enemigo podía capturar y destruir. Washington pasó la mayor parte de la guerra atascado en el norte, dejando su parte del país crónicamente expuesta a los ataques. Por suerte, los británicos nunca llegaron a Mount Vernon. De haberlo hecho, a buen seguro habrían hecho desaparecer misteriosamente a la señora Washington y habrían prendido fuego a la casa y a la finca.
A pesar de los riesgos, Washington siguió presionando. De hecho, fue en el momento más bajo de la guerra, en 1777, cuando Mount Vernon adquirió sus dos características arquitectónicas más osadas: su cúpula y el porche frontal al aire libre, conocido como la
piazza
, con sus inconfundibles pilares rectangulares recorriendo la fachada este de la casa en toda su longitud. La
piazza
era un diseño del propio Washington y fue su golpe maestro. «Hasta la fecha —escribe Stewart Brand—, es uno de los lugares más agradables de Estados Unidos, aunque sea solo para sentarse.» La cúpula también fue una idea de Washington. No solo incorpora un garboso remate al tejado, sino que hace las veces de efectivo aire acondicionado, capturando las brisas y dirigiéndolas hacia el cuerpo de la casa.
«La
piazza
es una forma realmente ingeniosa de mantener la casa sombreada y fresca, a la vez que constituye una fachada atractiva —me explicó Dennis Pogue, director adjunto de conservación de Mount Vernon, durante mi visita al lugar—. Fue un arquitecto muy superior de lo que casi siempre se ha reconocido.»
Al estar realizando continuos añadidos a una estructura preexistente, Washington se vio obligado a hacer constantes concesiones. Por razones estructurales, tuvo que elegir entre rehacer gran parte del interior o abandonar la simetría en el extremo posterior de la casa (que es lo mismo que decir el lado de la casa que ven en primer lugar los visitantes cuando llegan a ella). Se decantó por prescindir de la simetría. «Fue una decisión valiente y poco habitual en aquellos tiempos, pero Washington siempre fue pragmático —dice Pogue—. Prefirió una disposición interior con sentido a perder eso a cambio de una simetría impuesta. Confiaba en que la gente no se diera cuenta de ello.» Y la experiencia de Pogue confirma que la mitad de los visitantes no se da cuenta. Hay que decir, de todos modos, que la ausencia de simetría no resulta especialmente chirriante, aunque quien valore el equilibrio se dará cuenta de que la cúpula y el frontón están desalineados en casi medio metro.
Ante la falta de piedra de construcción de cualquier tipo, Washington revistió su casa con planchas de madera, cuidadosamente biseladas en los extremos para que adquirieran el aspecto de bloques de piedra tallada y pintadas para camuflar los nudos y las vetas. Mientras la pintura estaba secándose, el viento levantó la arena, que se pegó a la madera, proporcionándole una textura granulosa similar a la piedra. La impostura quedó tan lograda que los guías actuales señalan a los visitantes la verdadera naturaleza del edificio invitándoles a golpear el material con los nudillos.
Washington no consiguió pasar mucho tiempo disfrutando de Mount Vernon, e incluso cuando estaba en casa tampoco lograba tener mucha paz. Uno de los convencionalismos de la época era el de invitar a comer y hospedar a cualquier persona de aspecto respetable que llamase a tu puerta. Washington vivía asediado por las visitas —recibió 677 en un solo año—, muchas de las cuales se quedaban en la casa más de una noche.
Washington murió en 1799, solo dos años después de jubilarse, y Mount Vernon inició entonces un largo declive. Hacia mediados del siglo siguiente, la casa estaba virtualmente en ruinas. Los herederos de Washington la ofrecieron a la nación a un precio razonable, pero el Congreso no consideró que su papel incluyese la gestión de las casas de los ex presidentes y se negó por ello a aportar fondos. En 1853, una mujer llamada Louisa Dalton Bird Cunningham, navegando por el Potomac en un vapor de pasajeros, se quedó tan horrorizada al ver el aspecto de la propiedad que creó una fundación, la Mount Vernon Ladies’ Association, que adquirió la finca e inició su larga y heroica restauración. Sigue cuidando de ella con inteligencia y cariño. Y más milagrosa aún es la supervivencia de sus singulares vistas panorámicas sobre el Potomac. En la década de los cincuenta, se presentó un plan para construir una gigantesca refinería petrolífera en la otra orilla. Una congresista de Ohio, Frances Payne Bolton, intercedió con éxito y consiguió salvar para la posterioridad aquellos doscientos kilómetros cuadrados de banda costera de Maryland, gracias a lo cual la vista sigue siendo hoy en día tan agradable y satisfactoria como lo fuera en tiempos de Washington.
Monticello sufrió un proceso similar después de la muerte de Jefferson, aunque cuando él vivía ya estaba en un estado bastante decrépito. Un conmocionado visitante relataba en 1815 que casi todos los sillones estaban destrozados y desprendían cosas pegajosas. Cuando Jefferson falleció con ochenta y tres años de edad el 4 de julio de 1826 —cincuenta años después del día de la firma de la Declaración de Independencia—, tenía deudas que ascendían a más de 100.000 dólares, una cifra colosal, y Monticello estaba deshilachándose entero.
Incapaz de permitirse el considerable mantenimiento de la casa, la hija de Jefferson la puso a subasta por 70.000 dólares, pero no hubo ofertantes. Al final, la casa fue vendida por solo 7.000 dólares a un hombre llamado James Barclay, que intentó convertirla en una granja para la producción de seda. La empresa fracasó miserablemente. Barclay huyó a Tierra Santa para ejercer labores de misionero y la casa quedó abandonada. Entre los tablones de madera del suelo empezaron a asomar malas hierbas. Las puertas se caían. Las vacas paseaban por el interior de las estancias vacías. El famoso busto de Voltaire de Houdon apareció en medio de un campo de cultivo. En 1836, solo diez años después del fallecimiento de Jefferson, Monticello fue adquirido por 2.500 dólares —una cifra insignificante incluso entonces para una casa como aquella— por una inverosímil figura llamada Uriah Phillips Levy. Casi todo en Levy lo convertía en un propietario insólito para una finca del estado de Virginia, aunque casi todo en él era, de hecho, insólito. Para empezar, era un oficial de la marina judío, el único en toda la Marina de Estados Unidos. Era además de carácter difícil y escandaloso, cualidades que sus superiores no querían ver en ningún oficial de la marina, pero que además alimentaban claramente cualquier prejuicio antisemita que pudieran ya albergar. Levy fue juzgado cinco veces en consejo de guerra a lo largo de su carrera, y cinco veces exonerado. De igual relevancia para sus vecinos era el hecho de que fuera de Nueva York. Un yanqui judío no podía tener muchos amigos en Virginia. Con el estallido de la Guerra de Secesión, Monticello fue tomado por el Gobierno confederado y Levy huyó a Washington, el refugio más próximo. Pidió ayuda al presidente Abraham Lincoln y este, apreciando claramente sus aptitudes, le concedió un puesto en el tribunal federal de consejos de guerra.
La familia Levy siguió siendo propietaria de Monticello durante noventa años, mucho más tiempo que el mismo Jefferson. Sin ellos, la casa no habría sobrevivido. En 1923, vendieron Monticello por 500.000 dólares a la recién constituida Thomas Jefferson Foundation, que se embarcó en un largo proyecto de restauración. Las obras no terminaron hasta 1954. Casi doscientos años después de que Jefferson la iniciara, Monticello era por fin la casa que él pretendía que fuese.
De haber sido Thomas Jefferson y George Washington simples propietarios de plantaciones que construyeron casas interesantes, habría podido considerarse ya un logro suficiente. Pero es evidente que entre los dos instituyeron también una revolución política, llevaron a cabo una larga guerra, crearon y prestaron incansable servicio a una nueva nación y pasaron años lejos de casa. A pesar de tantas distracciones, y careciendo de formación y materiales adecuados, consiguieron construir dos de las casas más satisfactorias jamás edificadas. Y eso es un logro enorme.
Los celebrados artefactos de Monticello —sus montaplatos silenciosos, sus puertas de doble apertura y similares— se desprecian a veces como simples trucos ingeniosos, pero de hecho anticiparon en unos ciento cincuenta años el amor de los norteamericanos por los aparatos que ahorran tiempo, además de ayudar a que Monticello se convirtiese no solo en la casa con más estilo jamás construida en América, sino también en la primera casa moderna. Pero es Mount Vernon la que ha acabado siendo la más influyente de las dos. Se convirtió en el ideal de innumerables casas más, además del edificio del que derivan bancos con los que poder sacar dinero desde el coche, moteles, restaurantes y otras atracciones de carretera. Probablemente ningún otro edificio de Norteamérica ha sido más copiado, casi siempre por desgracia con un robusto toque
kitsch
, aunque esto no es en absoluto culpa de Washington y no le hace justicia a su reputación. No es casualidad que fuera él también el introductor del primer ha-ha en América, y podría reclamar además el derecho a ser considerado el padre del césped norteamericano; entre todo lo que hizo, dedicó años de meticulosos esfuerzos a intentar crear la pista de bochas perfecta y con ello se convirtió en la autoridad más destacada en semillas de césped y césped del Nuevo Mundo.