En casa. Una breve historia de la vida privada (17 page)

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Authors: Bill Bryson

Tags: #Ensayo, Historia

BOOK: En casa. Una breve historia de la vida privada
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Muchas casas tenían tantas despensas, almacenes y otras zonas de servicio que la mayor parte de ellas pertenecía en realidad a los criados. En
The Gentleman’s House
, de 1864, Robert Kerr afirmaba que la típica casa señorial tenía doscientas habitaciones (contando todos los espacios destinados a almacenamiento), de las cuales casi la mitad exacta eran dependencias del hogar, que es lo mismo que decir habitaciones dedicadas a los criados y a sus labores, o sus dormitorios. Cuando se incorporaban establos y otros edificios anexos, la propiedad quedaba bajo el control de los criados de forma abrumadora.

La división del trabajo entre bambalinas podía ser tremendamente complicada. Kerr dividía los conjuntos de dependencias en nueve categorías: cocina, panadería y destilería, hall de los criados superiores, hall de los criados inferiores, sótanos y dependencias anexas, colada, habitaciones privadas, «suplementarias» y vías públicas. Otras casas hacían cómputos distintos. Florence Court, en Irlanda, tenía más de sesenta departamentos, mientras que Eaton Hall, la sede del duque de Westminster en Cheshire, tenía solo dieciséis, una cifra bastante modesta teniendo en cuenta que tenía más de trescientos criados. Todo dependía de la predisposición organizativa del señor, la señora, el mayordomo y el ama de llaves.

Una casa de campo grande tenía probablemente armería, cuarto de lámparas, dependencia para el alambique, pastelería, despensa del mayordomo, pescadería, panadería, carbonera, alacena de caza, destilería, sala de espadas, cuarto de los cepillos, zapatero y una docena de estancias más, como mínimo. Lanhydrock House, en Cornwall, tenía una estancia exclusiva para ocuparse de los orinales. Otra, en Gales, según Juliet Gardiner, tenía una habitación reservada para planchar periódicos. Las casas más majestuosas o más antiguas podían tener también cuartos dedicados a la fabricación y conservación de salsas, especias, aves de corral o botellas, y otros de origen más exótico, como un aguador (donde se guardaban las jarras para el agua), una cerería (para las velas), una sala para la avena (para las bestias de carga), una mantelería (para la ropa de mesa y de cama) y muchas más.

Los nombres de ciertos cuartos de trabajo no son tan específicos como podría parecer. La
buttery
o cuarto de las botellas no tiene nada que ver con la mantequilla [
butter
], como su nombre podría indicar, sino que hace referencia a los culos de las botellas [
butts
]. (Es una corrupción de
boutellerie
, la palabra de la que derivan «botella» y
butler
o «mayordomo»; en sus orígenes, el trabajo del mayordomo consistía en ocuparse del cuidado de las botellas de vino.) Curiosamente, la única habitación de servicio cuyo nombre no deriva de los productos que almacenaba es la
dairy
o vaquería. El nombre deriva en este caso de un término en francés antiguo,
dey
, que significa «doncella». Literalmente, pues, la palabra inglesa que se utiliza para designar la lechería significaría «el cuarto donde están las nodrizas», de lo que puede fácilmente deducirse que un francés antiguo estaba más interesado en encontrar a la doncella que la leche.

Solo en los hogares más modestos ponían los propietarios los pies en la cocina o la zona de los criados y, tal y como apunta Juliet Gardiner, «sabían solo por informes las condiciones en las que vivían sus criados». No era excepcional que el jefe de la casa no supiera de sus criados más que el nombre. En su mayoría serían incluso incapaces de orientarse en los oscuros rincones de las zonas reservadas a ellos.

La vida estaba rigurosamente estratificada a todos los niveles, y esta ansiedad por la diferenciación existía tanto para los invitados y la familia, como para la servidumbre. Un estricto protocolo dictaba en qué partes de la casa podía uno aventurarse —qué pasillos y escaleras podía utilizar, qué puertas podía abrir— según fuera invitado o pariente próximo, institutriz o tutor, niño o adulto, aristócrata o plebeyo, hombre o mujer, criado superior o criado inferior. Hasta tal punto reinaba la rigidez, observa Mark Girouard, que el té de la tarde en una casa señorial podía llegar a servirse en once lugares distintos para once castas distintas de personas. En su historia de los criados de las casas de campo, Pamela Sambrook explica el caso de dos hermanas que trabajaban en una misma casa, una como criada y la otra como niñera, pero no tenían permiso para hablar entre ellas ni saludarse cuando se cruzaban porque vivían en dos territorios sociales distintos.

Los criados disponían de poco tiempo que poder dedicar a su aseo personal, pero por otro lado eran acusados constantemente de sucios, una auténtica injusticia teniendo en cuenta que la jornada típica de un criado empezaba a las seis y media de la mañana y terminaba a las diez de la noche, o más tarde cuando había alguna actividad social. La autora de un manual de economía doméstica apunta con nostalgia que le hubiera gustado proporcionar a sus criados buenas habitaciones, pero que no lo hacía porque siempre acababan desordenadas. «Cuanto más simple, por lo tanto, sea el mobiliario de la habitación del criado, mejor», concluía. Hacia el periodo eduardiano, los criados consiguieron medio día libre a la semana y un día entero libre al mes, un acuerdo poco generoso teniendo en cuenta que era el único tiempo del que disponían para adquirir objetos personales, cortarse el pelo, visitar a la familia, cortejar a la pareja, relajarse o disfrutar de unas pocas horas de preciosa libertad.

Tal vez la parte más dura del trabajo fuera la de estar vinculado y dependiendo de gente a quien le importabas bien poco. Los diarios de Virginia Woolf muestran una preocupación casi obsesiva de la escritora por sus criados y el reto que le suponía mostrarse paciente con ellos. De una criada, escribe: «Está en un estado de naturaleza: sin formación, inculta […] de tal modo que uno ve una mente humana contoneándose desnuda». Como clase, eran molestos como «las moscas en la cocina». La contemporánea de Woolf, Edna St. Vincent Millay, tenía menos pelos en la lengua. «La única gente que de verdad odio son los criados —escribió—. No son seres humanos.»

Era un mundo extraño, sin lugar a dudas. Los criados constituían una clase de seres humanos cuya existencia estaba básicamente consagrada a asegurar que los integrantes de otra clase de seres humanos tuviera al alcance de la mano todo lo que deseaba en el momento en que se le ocurriera desearlo. Los receptores de esta atención se convirtieron en seres inconcebiblemente mimados. En la década de 1920, el décimo duque de Marlborough fue a visitar a su hija a su casa, una vivienda demasiado pequeña como para que pudieran acompañarle sus criados. Una mañana salió del baño en un estado de impotente perplejidad porque su cepillo de dientes no hacía la espuma a la que estaba acostumbrado. Resultó que su ayuda de cámara siempre le ponía el dentífrico en el cepillo y el duque ni siquiera sabía que los cepillos de dientes no se recargaban de forma automática.

La humillación ocasional era algo normal en la vida del servicio. A veces se exigía a los criados adoptar un nuevo nombre, de tal modo que el segundo lacayo de la casa se llamara siempre «Johnson», por ejemplo, ahorrándole de este modo a la familia el tedio de tener que aprender un nuevo nombre cada vez que un lacayo se jubilaba o caía atropellado bajo las ruedas de un carruaje. Los mayordomos eran un asunto especialmente delicado. Se esperaba de ellos que tuvieran el porte y los modales de un caballero, y que vistieran en consecuencia, pero con frecuencia el mayordomo se veía sometido a ordinarieces intencionadas con relación a la sastrería —unos pantalones que no quedaban bien con la chaqueta, por ejemplo— para garantizar con ello que su inferioridad quedara de manifiesto de inmediato
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.

Un manual daba instrucciones —de hecho, ofrecía incluso un guión— para humillar a una criada delante de un niño, para el bien tanto del niño como de la criada. En la escena en cuestión, el niño es llamado al estudio, donde encuentra a su madre con la avergonzada criada, que solloza en silencio.

—Tu niñera Mary —empieza a decir la madre— va a contarte ahora mismo que no existen hombres negros que entran sigilosamente por la noche en las habitaciones de los niños traviesos. Quiero que escuches bien lo que te cuente tu niñera Mary, porque hoy mismo se marcha y seguramente no volverás a verla nunca más.

La niñera tiene que hacer frente entonces a todas y cada una de sus historietas y es obligada a retractarse de todas ellas.

El niño escucha con atención y le tiende la mano a la empleada despedida.

—Gracias, niñera —dice sucintamente—, no debería haber tenido miedo, pero me lo creía, ¿sabes? —y a continuación, se dirige a su madre y le dice—. Ahora ya no tendré miedo, madre —le asegura como un hombrecito, y todos vuelven a su vida normal… excepto, claro está, la niñera, que lo más probable es que no vuelva a encontrar otro trabajo respetable.

El despido, especialmente en el caso de las mujeres, era la calamidad más temida, pues suponía pérdida de empleo, pérdida de techo, pérdida de perspectivas de futuro, pérdida de todo. La señorita Beeton hacía en su libro especial hincapié en recomendar a sus lectoras que no permitieran que los sentimientos, la caridad cristiana o cualquier otro tipo de compasión les llevara a redactar una recomendación falsa o engañosa para un empleado despedido. «Cuando de dar una recomendación se trata, no es necesario decir que la señora debería dejarse guiar por el sentido de la justicia más estricta. No es razonable que una dama recomiende a otra a un criado que no está dispuesta a seguir ella conservando», escribió la señorita Beeton, y no era necesario darle más vueltas al tema.

Con el avance de la era victoriana, se exigió a los criados no solo ser honestos, limpios, trabajadores, formales, dedicados y circunspectos, sino además convertirse, en la máxima medida de lo posible, en invisibles. Jenny Uglow, en su historia de la jardinería, menciona una finca en la que, cuando la familia estaba instalada en ella, los jardineros tenían que dar un rodeo de más de un kilómetro y medio para vaciar las carretillas con el fin de no convertirse en una presencia fastidiosa en el campo visual del propietario. En una casa de Suffolk, los criados tenían que ponerse de cara a la pared cuando los miembros de la familia pasaban por su lado.

Cada vez más, las casas se diseñaban para que el servicio permaneciera lejos de la vista de la familia y separado de ella excepto en los momentos en que era absolutamente necesario. El refinamiento arquitectónico que más colaboró a esta segregación fue la escalera de servicio. «Cuando la alta sociedad sube las escaleras ya no tiene que cruzarse con sus heces de la noche anterior», según lo expresó con acertado ingenio Mark Girouard. «Esta privacidad es muy valorada por ambos bandos», escribió en 1864 Robert Kerr en
The Gentleman’s House
, aunque podríamos asumir sin riesgo a equivocarnos que el señor Kerr era más afín a los sentimientos de los que llenaban los orinales que a los de los que los vaciaban.

En el nivel más alto, no eran solo los criados, sino también los invitados y los miembros permanentes de la casa los que debían mantenerse mínimamente visibles. Cuando la reina Victoria salía a dar su paseo de las tardes por los terrenos de Osborne House, en la isla de Wight, nadie en absoluto, de ningún nivel social, tenía permiso para cruzarse con ella. Se decía que podías adivinar en qué lugar de la finca estaba la reina por la gente que huía aterrada ante su presencia. En una ocasión, el canciller del erario, sir William Harcourt, se encontró en campo abierto sin nada tras lo que esconderse, excepto un arbusto enano. Teniendo en cuenta que Harcourt medía más de un metro noventa de altura y era muy corpulento, aquel gesto no podía ser más que simbólico. Su Majestad fingió no verlo, pues era una experta en no ver cosas. En la casa, donde los encuentros en los pasillos eran inevitables, tenía el hábito de mantener la vista fija al frente y, con una mirada de rabia, fulminar a cualquiera que se cruzara en su camino. Los criados, a menos que fueran de extrema confianza, no tenían permiso para mirarla directamente.

«La división de clases es una de las cosas más peligrosas y reprobables, jamás pretendida por la ley de la naturaleza y que la reina siempre se esfuerza por alterar», escribió la reina en una ocasión, ignorando convenientemente que el único lugar donde este noble principio no aplicaba era ante su real presencia.

El criado principal de la casa era el mayordomo. Su equivalente femenino era el ama de llaves. Por debajo de ellos estaba el encargado de la cocina y chef y una panoplia de sirvientas, camareras, ayudas de cámara, criados y lacayos. Los lacayos eran en su origen lo que la expresión en inglés,
footmen
, indica en el sentido más literal: hombres que correteaban a pie detrás del palanquín o el carruaje de su señor o su señora, para impresionar y realizar cualquier servicio que pudiera surgir por el camino. Hacia el siglo
XVII
, eran apreciados como si fueran caballos de carreras y a veces sus señores los hacían competir entre ellos apostando fuerte. Los lacayos realizaban la mayoría de los trabajos públicos de la casa —atender la puerta, servir la mesa, entregar mensajes—, por lo que con frecuencia eran elegidos por su altura, su porte y por ser apuestos, para indignación de la señorita Beeton. «Cuando la dama sigue la moda y elige a su lacayo sin otra consideración que su altura, su aspecto o el contorno de su pantorrilla, no sorprende que acabe encontrándose con un empleado doméstico sin apego alguno a la familia», resollaba.

Se suponía popularmente que los amoríos entre lacayos y señoras eran típicos de las casas de moral más relajada del país. En un caso muy conocido, el vizconde Ligonier de Clonmell descubrió que su esposa había estado viéndose con un noble italiano, el conde Vittorio Amadeo Alfieri. Ligonier lo retó en duelo, como el honor exigía, y los dos hombres se enfrentaron en Green Park utilizando espadas que tomaron prestadas de un taller próximo. Jugaron con las armas durante unos minutos, pero sin ponerle el corazón, seguramente porque ambos sabían que la caprichosa lady Ligonier no se merecía un derramamiento de sangre, una sospecha que ella misma confirmó casi de inmediato fugándose con su lacayo. El suceso provocó comentarios procaces por todo el país y algún que otro acertado verso, entre los que destaca este pareado:

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