En casa. Una breve historia de la vida privada (31 page)

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Authors: Bill Bryson

Tags: #Ensayo, Historia

BOOK: En casa. Una breve historia de la vida privada
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Gama nunca llegó a las islas de las Especias. Como muchos más, creía que las Indias Orientales estaban solo un poco más al este de la India —de ahí su nombre, por supuesto—, pero en realidad resultó que estaban
mucho
más allá de la India, tanto, que los europeos que llegaban allí empezaron a preguntarse si habrían dado la vuelta al mundo y llegado de nuevo a las Américas. De ser así, un viaje a las Indias en busca de especias sería más sencillo navegando rumbo oeste, más allá de las nuevas tierras descubiertas hacía poco por Colón, en lugar de rodear todo África y cruzar el océano Índico.

En 1519, Fernando de Magallanes partió en cinco navíos que hacían aguas por todas partes, en una valiente pero seriamente infradotada operación, dispuesto a encontrar una ruta occidental. Lo que descubrió fue que entre las Américas y Asia había un vacío tan grande como jamás nadie se lo habría imaginado: el océano Pacífico. Nadie ha sufrido nunca tanto en su afán de hacerse rico como Fernando de Magallanes y su tripulación mientras navegaban incrédulos cruzando el Pacífico en 1521. Con las provisiones agotadas, idearon quizás el plato menos apetitoso que haya podido servirse jamás: excrementos de rata mezclados con virutas de madera. «Comíamos galletas que ya no eran galletas, sino polvo de galletas lleno de gusanos —anotó un miembro de la tripulación—. Apestaba a orina de ratas. Bebíamos agua amarilla que llevaba días podrida. Comimos también la piezas de cuero de buey que servían para cubrir los aparejos […] y a menudo comíamos serrín de las tablas del suelo.» Estuvieron tres meses y veinte días sin alimentos frescos ni agua hasta que encontraron solaz en las costas de Guam, y todo ello en una empresa cuyo objetivo era llenar las bodegas de las embarcaciones de capullos de flores secas, pedazos de corteza de árboles y otras raspaduras aromáticas para condimentar la comida y convertirlas en bolas olorosas.

Al final, solo dieciocho de los doscientos sesenta hombres iniciales sobrevivieron al viaje. Magallanes murió en una escaramuza con nativos en Filipinas. Pero a los dieciocho supervivientes les salió el viaje muy rentable. En las islas de las Especias cargaron 53.000 toneladas de clavo, que vendieron en Europa obteniendo un beneficio del 2.500 % y, casi por casualidad, se convirtieron en los primeros seres humanos que daban la vuelta al mundo. Pero el hecho más relevante del viaje de Magallanes no fue ser el primero en circunnavegar el planeta, sino ser el primero en percatarse de lo grande que en realidad era la Tierra.

Aunque Colón no tenía mucha idea de lo que hacía, fueron sus viajes los que acabaron siendo lo más importante, y podemos fechar el momento del hecho con absoluta precisión. El 5 de noviembre de 1492, en Cuba, dos de los hombres de su tripulación volvieron al barco cargados con algo que nadie de su mundo había visto nunca: «una especie de cereal [que los nativos] llaman maíz que tenía buen sabor, se horneaba, secaba y se convertía en harina». Aquella misma semana, vieron a unos indios taínos con unos cilindros humeantes de malas hierbas colgando de la boca, aspirando humo hacia el interior del pecho y declarando que era un ejercicio de lo más satisfactorio. Colón se llevó también a casa algo de aquel producto.

Y así se inició el proceso conocido por los antropólogos como el «intercambio colombino»: la transferencia de alimentos y otros materiales del Nuevo Mundo al Viejo Mundo y viceversa. Cuando los primeros europeos llegaron al Nuevo Mundo, los campesinos que allí vivían cultivaban más de un centenar de tipos de plantas comestibles: patatas, tomates, girasoles, calabacines, berenjenas, aguacates, un montón de tipos distintos de judías y calabazas, batatas, cacahuetes, anacardos, piñas, papaya, guayaba, ñames, mandioca, zapallos, vainilla, cuatro tipos distintos de chile y chocolate, entre muchas cosas más… una buena variedad.

Se estima que el 6o % de todas las cosechas actuales se originaron en las Américas. Y esos alimentos no solo se incorporaron a las cocinas extranjeras, sino que se
convirtieron
en las cocinas extranjeras. Imagínese la cocina italiana sin tomates, la cocina griega sin berenjenas, la cocina thai e indonesia sin salsa de cacahuete, los curris sin chile, las hamburguesas sin patatas fritas o sin kétchup, la cocina africana sin mandioca. No hubo mesa en el mundo, en cualquier lugar desde Oriente hasta Occidente, que no mejorara de manera drástica con los manjares de las Américas.

Pero en aquel momento nadie lo anticipó. Lo irónico para los europeos es que los alimentos que encontraron eran los que básicamente no querían y, por otro lado, no encontraron los que querían. Buscaban especias y el Nuevo Mundo carecía desalentadoramente de ellas, exceptuando el chile, que resultaba picante en exceso y demasiado sorprendente para ser apreciado en un principio. Los prometedores alimentos del Nuevo Mundo no llamaron de entrada la atención. Los indígenas del Perú poseían ciento cincuenta variedades de patata, todas ellas muy valoradas. Un inca de hace quinientos años habría sido capaz de identificar las distintas variedades de patata igual que un snob moderno aficionado a los vinos identifica los diferentes tipos de uva. El idioma quechua del Perú conserva todavía mil palabras relacionadas con distintos tipos o circunstancias de las patatas.
Hantha
, por ejemplo, describe la patata vieja que tiene aún una pulpa comestible. Pero los conquistadores solo volvieron a casa con unas pocas variedades, y hay quien dice que no eran precisamente las más deliciosas. Más al norte, los aztecas se sentían muy orgullosos del amaranto, un cereal que produce un grano nutritivo y sabroso. En México era un alimento tan popular como el maíz, pero los españoles se ofendieron al ver cómo lo utilizaban los aztecas, mezclándolo con sangre, en rituales con sacrificios humanos, y se negaron incluso a tocarlo.

Hay que decir que las Américas también obtuvieron mucho a cambio. Antes de que los europeos irrumpieran en su vida, los pueblos de Centroamérica tenían únicamente cinco animales domesticados —el pavo, el pato, el perro, la abeja y la cochinilla— y desconocían los lácteos. Sin la carne y el queso europeos, no existiría la cocina mexicana tal y como la conocemos. El trigo de Kansas, el café de Brasil, la ternera de Argentina y muchas cosas más nunca habrían sido posibles.

Pero el «intercambio colombino» incluyó además las enfermedades. Sin inmunidad contra muchas enfermedades europeas, los nativos enfermaban rápidamente y «morían a montones». Se estima que una epidemia, con mucha probabilidad de hepatitis vírica, acabó con la vida del 90 % de los nativos de la costa de Massachusetts. El que fuera un poderoso grupo tribal que habitaba la región que hoy en día se conoce como Texas y Arkansas, los caddo, vio disminuir su población, estimada en unas doscientas mil personas, a solo 1.400, un descenso de cerca del 99 %. Un brote similar en el Nueva York moderno reduciría la población a 56.000 personas, «una cantidad insuficiente para llenar el Yankee Stadium», según la escalofriante frase de Charles C. Mann. Se estima que la suma de enfermedades y masacres redujo la población nativa de Mesoamérica en un 90 % durante el primer siglo de contacto con los europeos. A cambio, ellos regalaron la sífilis a los hombres de Colón
[39]
.

Con el tiempo, el intercambio colombino significó también un movimiento generalizado de pueblos, la fundación de colonias y la transferencia —a veces forzada— de idiomas, religión y cultura. Casi ningún otro hecho de la historia ha cambiado el mundo de un modo más profundo que la metedura de pata que Colón cometió en su búsqueda de las especias orientales.

Y todo esto esconde además otra ironía. El momento cumbre de la época de los descubrimientos coincidió con el tiempo en que el auge de las especias tocaba a su fin. En 1545, sólo veinte años después del épico viaje de Magallanes, un navío de guerra inglés, el
Mary Rose
, se hundió en misteriosas circunstancias frente a las costas británicas, cerca de Portsmouth. En el naufragio murieron más de cuatrocientos hombres. Cuando a finales del siglo
XX
se recuperaron los restos del barco, los arqueólogos marinos descubrieron sorprendidos que prácticamente todos los marineros llevaban atada a su cintura una diminuta bolsa que contenía pimienta negra. Debía de ser una de sus más preciadas posesiones. El hecho de que en 1545 un simple marinero pudiera permitirse una reserva de pimienta, por modesta que fuera, indica que los días en que la pimienta era un producto extremadamente raro y deseado sobremanera habían pasado a mejor vida. La pimienta iba ya camino de ocupar su lugar al lado de la sal, a modo de condimento habitual y humilde en comparación a otros productos.

La lucha por las especias exóticas, y a veces incluso por otras más comunes, continuó durante un siglo más. En 1599, ochenta mercaderes británicos, exasperados por el aumento del coste de la pimienta, constituyeron la Compañía Británica de las Indias Orientales con la intención de hacerse con una parte del mercado. Fue la iniciativa que consiguió para el rey Jacobo las valiosas islas de Puloway y Puloroon, pero la realidad es que los británicos nunca alcanzaron grandes éxitos en las Indias Orientales, y en 1667, con el Tratado de Breda, cedieron todos los derechos de la región a los holandeses a cambio de un pequeño pedazo de tierra de escasa importancia en América del Norte. El pedazo de tierra se llamaba Manhattan.

A aquellas alturas, sin embargo, había nuevos productos que la gente deseaba más si cabe y, del modo más inesperado, la lucha por ellos iba a cambiar el mundo todavía más.

II

Dos años antes de su infeliz aventura con «abundantes gusanitos reptando», Samuel Pepys anotó en su diario un hito en su vida bastante más prosaico. El 25 de septiembre de 1660 probó por primera vez una nueva bebida caliente y anotó en su diario: «Y después encargué una taza de té (una bebida china), que nunca había bebido antes». Pepys no explica si le gustó o no, lo cual es una pena, puesto que es la primera mención que tenemos en inglés de una persona que bebe una taza de té.

Un siglo y medio después, en 1812, un historiador escocés llamado David Macpherson, en un severo trabajo titulado
History of the European Commerce with India
, citaba el pasaje del té del diario de Pepys. Un hecho sorprendente, pues supuestamente en 1812 sus diarios eran aún desconocidos. A pesar de estar guardados en la Bodleian Library de Oxford, y de estar en consecuencia disponibles para su inspección, nadie les había echado jamás un vistazo —o eso se creía— porque estaban escritos en un código secreto que tenía aún que descifrarse. De qué modo Macpherson consiguió localizar, y traducir luego, aquel párrafo tan relevante entre seis volúmenes de garabatos densos y secretos, eso sin mencionar cuál fue la inspiración que lo llevó hasta allí, son misterios que están lejos de poder ser respondidos.

Por casualidad, un erudito de Oxford, el reverendo George Neville, profesor del Magdalen College, vio la referencia que hacía Macpherson a los diarios de Pepys y se sintió intrigado por conocer qué más había escrito en ellos. Al fin y al cabo, Pepys vivió momentos trascendentales —la restauración de la monarquía, la última gran peste epidémica, el Gran Incendio de Londres de 1666—, por lo que su contenido tenía a buen seguro gran interés. Encargó a un inteligente pero mezquino estudiante llamado John Smith que intentara descifrar el código y transcribir los diarios. El trabajo le llevó a Smith tres años. Y el resultado fueron, naturalmente, los diarios más famosos escritos en idioma inglés. De no haber tomado Pepys aquella taza de té, de no haber mencionado Macpherson ese hecho en una historia monótona, de haber sentido Neville menos curiosidad y de haber sido el joven Smith menos inteligente y obstinado, el nombre de Samuel Pepys no habría significado nada para nadie, con la excepción de los historiadores navales, y una parte muy considerable de lo que ahora sabemos sobre cómo vivía la gente en la segunda mitad del siglo
XVII
seguiría sin conocerse. Por lo tanto, fue buena cosa que probara aquella taza de té.

Normalmente, como la mayoría de la gente de su clase y de aquel periodo, Pepys bebía café, aunque el café era también un producto novedoso en 1660. Los británicos conocían de un modo vago el café desde hacía unas décadas, pero sobre todo como un brebaje extraño y oscuro procedente del extranjero. En 1610, un viajero llamado George Sandys describía con gravedad el café como algo «negro como el hollín, y con un sabor no muy distinto». La palabra se escribía en inglés de un montón de formas distintas, a cuál más imaginativa —
coava, cahve, cauphe, cofa
y
cafe
, entre otras—, antes de acabar finalmente como
coffee
hacia 1650.

La popularidad del café en Inglaterra hay que atribuirla a un hombre llamado Pasqua Rosee, siciliano de nacimiento y griego de origen, que trabajaba como criado para Daniel Edwards, un comerciante británico de Esmirna, en Turquía. Cuando se trasladó a Inglaterra con Edwards, Rosee empezó a servir café a los invitados de su señor, y resultó ser una bebida tan popular que en 1652 se animó a inaugurar una cafetería —la primera de Londres— en un cobertizo situado en el camposanto de St. Michael Cornhill, en la City. Rosee promocionaba el café como beneficioso para la salud, afirmando que curaba o prevenía los dolores de cabeza, la «secreción de legañas», los gases, la gota, el escorbuto, los abortos, los ojos inflamados y muchas cosas más.

Rosee tuvo mucho éxito en su negocio, pero su reinado como primer cafetero no duró mucho tiempo. Poco después de 1656 se vio obligado a abandonar el país «por algún delito menor», que por desgracia los registros no concretan. Lo único que se sabe es que se marchó de manera repentina y no se supo más de él. Rápidamente, otros corrieron a ocupar su lugar. Cuando se produjo el Gran Incendio, había en funcionamiento en Londres más de ochenta cafeterías, que se habían convertido en parte esencial de la vida de la ciudad.

El café que se servía en las cafeterías no era necesariamente muy buen café. En Inglaterra el café estaba gravado por galones, lo que invitaba a la práctica de prepararlo en remesas grandes, almacenarlo en frío en barriles y recalentarlo un poco en el momento de servirlo. De modo que el interés que despertó el café en Gran Bretaña tuvo menos que ver con que fuese una bebida de calidad y más con sus cualidades de lubricante social. La gente iba a las cafeterías para conocer a otra gente y compartir intereses, chismorrear, leer las últimas revistas y periódicos —una palabra y un concepto novedoso hacia 1660— e intercambiar información de valor para su vida y sus negocios. Cuando la gente quería saber qué pasaba en el mundo, iba a una cafetería a averiguarlo. La gente se acostumbró a utilizar las cafeterías a modo de oficinas, como sucedió con la más famosa, Lloyd’s Coffee House, en Lombard Street, que fue poco a poco evolucionando hasta convertirse en la compañía de seguros. El padre de William Hogarth tuvo la idea de inaugurar una cafetería donde solo se hablara latín. Fracasó de un modo espectacular —
toto bene
, como el mismo señor Hogarth habría dicho— y pasó años en la cárcel de los morosos como infeliz consecuencia.

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