En casa. Una breve historia de la vida privada (35 page)

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Authors: Bill Bryson

Tags: #Ensayo, Historia

BOOK: En casa. Una breve historia de la vida privada
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El motivo por el que la piedra no se utilizaba con más frecuencia es porque resultaba cara: cara de extraer por el trabajo que implicaba y cara de trasladar debido a su gran peso. Desplazar durante un tramo de veinte kilómetros un carromato cargado de piedra doblaba el coste del material, y por eso la piedra medieval nunca viajó muy lejos, y esa es también la razón por la que existen en Gran Bretaña esas diferencias regionales tan atractivas y concretas en cuanto a la utilización de la piedra y los estilos arquitectónicos. Un edificio de piedra de tamaño importante —un monasterio cisterciense, pongamos como ejemplo— podía requerir unos cuarenta mil carros cargados de piedra. Un edificio de piedra resultaba, literalmente, sobrecogedor, y no solo por lo sólido de su aspecto, sino también por ser sólidamente pétreo. La piedra en sí era una declaración de poder, riqueza y esplendor.

A nivel doméstico, la piedra apenas se utilizó hasta el siglo
XVIII
, pero a partir de entonces se impuso con rapidez, incluso para edificios sencillos como pequeñas cabañas rurales. Por desgracia, las grandes zonas que quedaban alejadas de la banda de caliza carecían de piedra local, y entre ellas estaba el lugar más importante y más hambriento de edificios: Londres. Pero los alrededores de Londres sí poseían enormes reservas de arcilla rica en hierro que ayudaron a que la ciudad redescubriese un antiguo material de construcción: el ladrillo. El ladrillo existe desde hace seis mil años, aunque en Gran Bretaña se remonta tan solo al tiempo de la invasión romana, y además, todo hay que decirlo, el ladrillo romano no era de gran calidad. A pesar de su habilidad constructiva, los romanos no tenían la técnica necesaria para cocer un ladrillo de gran tamaño en su totalidad, por lo que fabricaban ladrillos finos que más bien parecían tejas. Con la marcha de los romanos, el ladrillo cayó en desuso en Inglaterra durante casi mil años.

El ladrillo empezó a aparecer en algunos edificios ingleses hacia 1300, pero durante los doscientos años siguientes, la escasa habilidad de los autóctonos obligó a importar ladrilleros y albañiles holandeses siempre que se quiso construir una casa de ladrillo. Como material constructivo de cosecha propia, el ladrillo salió a la luz en la época de los Tudor. Muchos de los grandes edificios ingleses de ladrillo, como Hampton Court Palace, datan de este periodo. El ladrillo presentaba una gran ventaja: normalmente podía fabricarse
in situ
. Los fosos y los estanques que asociamos con las casas señoriales de la época Tudor indican con frecuencia los lugares de extracción de la arcilla que luego se convertiría en ladrillo. Pero los ladrillos presentaban también sus desventajas. Para fabricar un ladrillo decente, el ladrillero tenía que realizar todas las fases del proceso con una precisión exacta. En primer lugar, tenía que mezclar con cuidado dos o más tipos de arcilla para garantizar la consistencia correcta e impedir que el ladrillo se combara o se contrajera durante la cocción. A continuación, la mezcla se introducía en los moldes para que adoptara la forma del ladrillo y se dejaba secar al aire libre durante dos semanas. Finalmente, los ladrillos se apilaban y se ponían a cocer en el horno. Si se producía un fallo en cualquiera de estas fases —si la mezcla era excesivamente húmeda o el horno no tenía la temperatura adecuada—, el resultado eran ladrillos defectuosos. Y los ladrillos defectuosos eran lo más normal del mundo. Por eso en la Gran Bretaña medieval y renacentista el ladrillo tenía mucho prestigio y valor. Era un material novedoso y sofisticado y, en general, estaba tan solo presente en las estructuras más elegantes e importantes.

Tal vez la mayor demostración de la dificultad implícita en la fabricación de los ladrillos —o posiblemente la mayor demostración de testaruda futilidad— la encontramos en 1819, cuando Sydney Smith, el conocido y chistoso pastor anglicano, decidió fabricar sus propios ladrillos para la rectoría que estaba construyéndose en Foston le Clay, Yorkshire. Se dice que llegó a cocer sin éxito 150.000 ladrillos antes de acabar reconociendo que nunca iba a cogerle el tranquillo.

La edad de oro del ladrillo británico fue el siglo comprendido entre 1660 y 1760. «En ningún otro lugar del mundo puede verse enladrillado más bello que en los mejores ejemplos ingleses de esta época», escribieron Brunskill y Clifton-Taylor en su definitivo
English Brickwork
. Una gran parte de la belleza de los ladrillos de este periodo era precisamente su sutil carencia de uniformidad. Al ser imposible fabricar ladrillos idénticos, mostraban un amplio abanico de tonalidades que oscilaban desde el rojo más rosáceo hasta el ciruela más intenso. Los minerales de la arcilla son lo que otorga al ladrillo su color, y el predominio del hierro en la mayoría de los suelos es el responsable de su desproporcionada tendencia al rojo. El clásico ladrillo ocre de Londres obtiene su color por la presencia de yeso en el suelo.

Los ladrillos tenían que disponerse de forma intercalada para que las juntas verticales no formaran líneas continuas (que debilitarían la estructura) y ello dio lugar a la aparición de diversos estilos, todos ellos dictados fundamentalmente por cuestiones de solidez, pero también por un agradable afán de proporcionar variedad y belleza. El aparejo inglés es un estilo en el que se alternan hiladas de sogas (la cara ancha del ladrillo) con otras de tizones (la cara estrecha). El aparejo flamenco alterna los tizones con las sogas en la misma hilada. El aparejo flamenco es mucho más popular que el inglés, no porque sea más fuerte, sino porque resulta más económico, pues cualquier fachada tiene en este caso más caras anchas que estrechas y, en consecuencia, se necesitan menos ladrillos. Pero había muchos modelos más —el aparejo chino, el aparejo de Dearne, el aparejo de muro de jardín inglés, el aparejo en cruz, el aparejo de trampa de rata, el aparejo de monje, el aparejo volador, etc., todos con distintas configuraciones de sogas y tizones—, y cada uno de ellos podía mejorarse además haciendo que algunos ladrillos sobresalieran ligeramente, como pequeños escalones (lo que se conoce como ménsulas), o insertando ladrillos de distintos colores para crear un motivo en forma de diamante, lo que se conoce como un motivo decorativo romboidal o de pañal. (La relación entre un motivo de ladrillos y el pañal del bebé, es que esa prenda estaba en su origen hecha con hilo tejido de tal manera que formaba un motivo en forma romboidal.)

El ladrillo siguió siendo un material eminentemente respetable y destinado a las casas más elegantes hasta el periodo de la Regencia, pero a partir de aquel momento surgió un repentino y frío rechazo hacia él, y muy en concreto hacia el ladrillo rojo. «Hay algo escabroso en la transición» de piedra a ladrillo, reflexionaba Isaac Ware en su influyente obra
Complete Body of Architecture
(1756). El ladrillo rojo, proseguía, era «ardiente y desagradable a la vista […] y de lo más impropio en el campo», precisamente el lugar donde más estaba utilizándose.

De pronto la piedra se convirtió en el único material aceptable para cubrir la superficie de los edificios. En el periodo georgiano, la piedra estaba tan de moda que los propietarios estaban dispuestos a llegar a extremos insospechados con tal de disimular la naturaleza de sus casas si no estaban construidas en piedra en su totalidad. Apsley House, en Hyde Park Corner, Londres, estaba construida en ladrillo, pero fue revestida con piedra de Bath cuando el ladrillo quedó repentinamente desfasado.

América desempeñó un papel indirecto e inesperado en la caída en desgracia del ladrillo. La pérdida de ingresos procedentes de los impuestos de las colonias norteamericanas que se produjo como consecuencia de la Guerra de la Independencia, así como el coste de dicha guerra, se tradujeron para el Gobierno británico en la necesidad urgente de recaudar fondos, por lo que en 1784 decidió introducir un rígido impuesto sobre el ladrillo. Los fabricantes producían ladrillos más grandes para reducir el impacto del impuesto, pero era tan incómodo trabajar con ellos que la consecuencia no fue otra que un descenso aún más pronunciado de las ventas. Para contrarrestar la caída del dinero recaudado con el impuesto sobre el ladrillo, el Gobierno decidió aumentarlo en dos ocasiones más, en 1794 y en 1803. El ladrillo cayó en picado, pasó de moda y no había, por otro lado, quien pudiera permitírselo.

El problema era que muchos de los edificios existentes eran ineludiblemente de ladrillo. Un recurso sencillo que se aplicó en Gran Bretaña fue el de darles a las casas una especie de tratamiento facial permanente aplicando una generosa capa de estuco —una especie de enlucido exterior hecho con cal, agua y cemento, un término que tiene su origen en una palabra del alemán antiguo,
stukki
, o «cobertura»— por encima de la superficie original de ladrillo. Cuando el estuco se secaba, se podían tallar en él unas líneas con las que se obtenía la apariencia de bloques de piedra. John Nash, un arquitecto de la época de la Regencia, se hizo especialmente famoso por sus obras de estuco, tal y como registra un conocido ripio:

¿Pero acaso no es nuestro Nash… un maestro grande y confeso?

¡Encuentra ladrillo por doquier y nos lo convierte en yeso!

Nash es otra de las varias personas que aparecen en esta historia que salió de la nada y cuyo ascenso a la grandeza era del todo impredecible. Se crió en la pobreza en el sur de Londres y su aspecto no era el de una figura especialmente imponente. Tenía «la cara como la de un mono», según la cruel descripción de un contemporáneo, y carecía de los modales y la educación que podrían haberle facilitado el camino hacia el éxito. Pero de un modo u otro, consiguió acceder a un periodo de aprendizaje en el despacho de sir Robert Taylor, uno de los arquitectos más destacados del momento.

Finalizado su aprendizaje, se embarcó en una carrera que demostró más ganas que triunfos, al menos en un principio. En 1778, y como el típico juego de conjeturas de un principiante, diseñó y construyó dos grupos de casas en Bloomsbury, que se cuentan entre las primeras casas de Londres (si no
las
primeras) que se cubrieron con estuco. Por desgracia, el mundo no estaba preparado todavía para las casas cubiertas de estuco y no se vendieron. (Una de ellas estuvo desocupada durante doce años.) Un contratiempo de este calibre habría supuesto un desafío en circunstancias propicias pero, simultáneamente, la vida privada de Nash estaba resolviéndose también de un modo espectacular. Su joven esposa resultó no ser la presa que él imaginaba. Acumulaba fabulosas facturas en modistas y sombrererías de Londres y, como consecuencia de ello, fue arrestado dos veces por deudas. Peor aún, descubrió que mientras él se esforzaba por superar aquellas dificultades legales, ella vivía apasionadas aventuras con otros, incluyendo uno de sus más viejos amigos, y que los dos hijos de su matrimonio no eran con toda probabilidad suyos (ni quizás tampoco de un solo hombre).

En la bancarrota y abatido, Nash se deshizo de su esposa y sus hijos —se desconoce qué fue de ellos— y se trasladó a Gales, donde inició una nueva y menos ambiciosa carrera, dispuesto a llevar una vida de arquitecto de moderado éxito especializado en la construcción de ayuntamientos de provincias y otros edificios municipales.

Y así transcurrió su vida durante unos años. Pero en 1797, a la avanzada edad de cuarenta y seis años, regresó a Londres, se casó con una mujer mucho más joven que él, se hizo íntimo amigo del príncipe de Gales —el futuro rey Jorge IV— e inició una de las carreras como arquitecto más importantes e influyentes que un profesional de su especialidad pueda haber tenido. El responsable de tan repentinos cambios sigue siendo un misterio. El rumor que circulaba era que su nueva esposa era la amante del príncipe regente y que Nash no era más que una tapadera. No es un supuesto descabellado, teniendo en cuenta que ella era una auténtica belleza y que el tiempo no le había sumado precisamente atractivo a Nash. Era, según sus propias palabras, una «figura gruesa, rechoncha y enana, con cabeza redonda, nariz chata y ojos pequeños». Pero como arquitecto era un genio, y casi enseguida empezó a producir un conjunto de edificios excepcionalmente osados y certeros. En Brighton transformó una tradicional mansión conocida como el Marine Pavilion en el edificio cubierto con una colorista y estrafalaria cúpula que se conoce hoy en día como el Brighton Pavilion. Pero los verdaderos cambios iban a producirse en Londres.

Nadie, a excepción tal vez de la Luftwaffe, ha hecho más para cambiar el aspecto de Londres de lo que hizo John Nash en el transcurso de los siguientes treinta años. Fue el creador de Regent’s Park y Regent Street, así como de muchas mansiones y casas adosadas de los alrededores, dándole a Londres un aspecto majestuoso e imperial del que antes carecía. Construyó Oxford Circus y Piccadilly Circus. Creó el Buckingham Palace a partir de la inferior Buckingham House. Y planificó, aunque no vivió lo bastante como para construirla, Trafalgar Square. Y cubrió con estuco prácticamente hasta el último centímetro de todo lo que construyó.

II

El ladrillo podría haber quedado marginado para siempre como material de construcción doméstico de no haber sido por un importante e inesperado factor: la contaminación. A principios de la época victoriana, el carbón ardía en Inglaterra en cantidades prodigiosas. Una familia típica de clase media podía quemar una tonelada de carbón al mes y, de repente, la Gran Bretaña del siglo
XIX
se llenó de familias de clase media. En 1842, Gran Bretaña consumía dos terceras partes de la totalidad del carbón producido en el mundo occidental. Y en Londres, el resultado de ello no era otro que una oscuridad casi impenetrable durante la mayor parte del año. En uno de los relatos de Sherlock Holmes, este tenía que encender una cerilla —en plena luz de día— para leer algo escrito en una pared. Tan complicado era orientarse, que la gente andaba tropezándose con las paredes o cayendo en agujeros invisibles. En un famoso incidente, siete personas cayeron una tras otra al Támesis. En 1854, cuando Joseph Paxton sugirió la construcción de un «Gran Cinturón Ferroviario» de dieciocho kilómetros que uniese las principales estaciones de Londres, propuso construirlo bajo cristal para que los pasajeros quedasen aislados del insalubre ambiente de la ciudad. Por lo que se ve, resultaba más atractivo estar encerrado con el humo espeso de los trenes que en el exterior, con la espesa niebla de todo lo demás
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