Read En casa. Una breve historia de la vida privada Online

Authors: Bill Bryson

Tags: #Ensayo, Historia

En casa. Una breve historia de la vida privada (39 page)

BOOK: En casa. Una breve historia de la vida privada
7.47Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

El hormigón fue uno de los productos más apasionantes del siglo
XIX
. Como material existía desde hacía mucho tiempo —la gran cúpula del Panteón de Roma es de hormigón; la catedral de Salisbury se erige sobre cimientos de hormigón—, pero la innovación moderna llegó en 1824, cuando Joseph Aspdin, un humilde albañil de Leeds, inventó el cemento Portland, llamado así para sugerir que era tan atractivo y duradero como la piedra de Portland. El cemento Portland era muy superior a cualquier producto existente. Rendía mejor en agua incluso que el Cemento Romano del reverendo James Parker. Cómo llegó Aspdin a inventar su producto ha sido siempre un misterio, pues fabricarlo requería realizar diversos pasos con gran precisión, a saber, pulverizar la piedra caliza hasta alcanzar un grado concreto de fineza, mezclarla con arcilla con una humedad determinada y cocer el conjunto a temperaturas mucho más elevadas de las que se generarían en un horno de caliza normal. Lo que le proporcionó a Aspdin la corazonada de alterar los ingredientes del modo en que lo hizo y después de llegar a la conclusión de que con ello generaría un producto que resultaría más duro y sería más liso si se calentaba a temperaturas extremas, es un rompecabezas sin respuesta, pero sea como sea, lo consiguió y se hizo rico con ello.

Durante años, Edison se sintió cautivado por las posibilidades del hormigón y con el cambio de siglo decidió poner en práctica su capricho a lo grande. Constituyó la Edison Portland Cement Company y construyó una planta gigantesca cerca de Stewartsville, Nueva Jersey. En 1907, Edison era el quinto productor de cemento del mundo. Sus investigadores patentaron más de cuatro docenas de sistemas para mejorar la fabricación en masa de cemento de calidad. El cemento de Edison sirvió para construir el Yankee Stadium y el primer tramo de autopista de hormigón del mundo, pero su sueño seguía siendo llenar el mundo de casas de hormigón.

Su plan consistía en crear un molde de una casa completa en el que pudiera ir vertiéndose un flujo continuo de hormigón que formaría no solo paredes y suelos, sino también todas las estructuras interiores: bañeras, lavabos, fregaderos, armarios, jambas de puertas e incluso los marcos de los cuadros. Exceptuando algunos cabos sueltos, como puertas e interruptores, todo estaría hecho de hormigón. Las paredes incluso podían tintarse, sugirió Edison, para que no tuvieran que pintarse nunca. Calculó que un equipo de cuatro hombres podía construir una casa cada dos días. Edison confiaba en vender sus viviendas de hormigón a un precio de 1.200 dólares, un tercio de lo que costaba una casa convencional del mismo tamaño.

Era un sueño descabellado e irrealizable por completo. Los problemas técnicos eran abrumadores. Los moldes, que por supuesto eran del tamaño de la casa, resultaban ridículamente engorrosos y complejos, pero el auténtico problema estaba en rellenarlos sin contratiempos. El hormigón es una mezcla de cemento, agua y conglomerados —es decir, gravilla y piedras pequeñas— y los conglomerados tienden, por su propia naturaleza, a hundirse. El reto de los ingenieros de Edison era formular una mezcla lo bastante líquida para que fluyera hasta el último rincón del molde, y lo bastante espesa como para que los conglomerados se mantuvieran en suspensión desafiando a la gravedad y que, además, al endurecerse adoptara una consistencia lisa y uniforme de calidad suficiente como para convencer a la gente de que estaba comprando una casa, no un búnker. Era una ambición imposible. Los ingenieros calcularon que, aun en el caso de que todo saliese bien, la casa pesaría más de doscientas toneladas, lo que provocaría tensiones estructurales de todo tipo.

Todos estos retos técnicos, más los problemas de exceso de oferta del sector (que la gigantesca planta de Edison no hizo más que agravar), garantizaban que Edison siempre tuviera que luchar para sacar dinero de la empresa. La fabricación de cemento era un negocio complicado de todos modos porque era estacional. Pero Edison siguió presionando y diseñó mobiliario de cemento —escritorios, aparadores, sillas, incluso un piano de hormigón— para sus viviendas de hormigón. Prometió que pronto ofrecería una cama de matrimonio que nunca se estropearía por solo 5 dólares. La gama iba a darse a conocer en 1912 en una feria del cemento que iba a celebrarse en Nueva York. Pero cuando se inauguró, el stand de Edison estaba vacío. Nadie de la empresa de Edison ofreció jamás una explicación. Fue la última vez que se oyó hablar del mobiliario de hormigón. Por lo que se sabe, Edison nunca volvió a comentar el tema.

Se construyeron algunas casas de hormigón, y de hecho las hay que siguen todavía en pie en Nueva Jersey y Ohio, pero el concepto general nunca llegó a arraigar, y las casas de hormigón se convirtieron en uno de los fracasos más costosos de Edison. Y eso por decir algo, pues Edison era muy bueno inventando cosas que el mundo aún no tenía, pero malísimo en cuanto a discernir cómo decidiría utilizarlas la gente. Fracasó por completo, por ejemplo, en cuanto a predecir el potencial del fonógrafo como medio de entretenimiento, considerándolo única y exclusivamente como un dispositivo para escribir al dictado y archivar voces (de hecho lo llamó «la máquina parlante»). Durante años se negó a aceptar que el futuro de las películas estaba en proyectar imágenes sobre pantallas, pues odiaba la idea de que pudiera visionarias alguien que se colase en la sala de proyección sin haber comprado previamente su entrada. Durante mucho tiempo insistió en la idea de conservarlas en el interior de cosmoramas accionados con manivela. En 1908 declaró con total confianza que el avión no tenía futuro.

Después de sus caros fracasos con el cemento, Edison pasó a otras ideas que en su mayoría demostraron ser inviables o claramente disparatadas. Desarrolló un interés por la guerra y predijo que pronto podría inducir comas en masa en las tropas enemigas mediante «atomizadores de carga eléctrica». Elucubró asimismo un plan para construir electroimanes gigantes que atraparan las balas enemigas en vuelo y las devolvieran por donde habían venido. Invirtió fuertemente en una tienda de ultramarinos en la que los clientes depositarían una moneda en una ranura y, un instante después, a través de una rampa de deslizamiento parecida a un tobogán, recibirían un saco de carbón, patatas, cebollas, clavos, horquillas para el pelo o el producto que desearan. El sistema nunca funcionó. Ni de lejos.

Lo que nos lleva por fin a la hornacina en la pared y el objeto que contenía y que cambiaría el mundo: el teléfono. Cuando Alexander Graham Bell inventó el teléfono en 1876, nadie, incluido Bell, supo ver todo su potencial. Muchos no le veían ni siquiera potencial. Sorprendentemente, los ejecutivos de Western Union desdeñaron el teléfono por considerarlo «un juguete eléctrico». De modo que Bell decidió continuar por su cuenta y le salió rentable, por decirlo de alguna manera. La patente Bell (número 174.465) se convirtió en la patente más valiosa jamás concedida. Lo único que Bell hizo en realidad fue unir diversas tecnologías ya existentes. Los componentes necesarios para fabricar teléfonos tenían treinta años de vida y los principios implícitos estaban perfectamente entendidos. El problema no era tanto conseguir que la voz viajara a través de un cable —los niños venían haciéndolo desde hacía ya tiempo con dos latas y una cuerda—, sino amplificarla para que pudiera escucharse a largas distancias.

En 1861, un maestro de escuela llamado Philipp Reis fabricó un prototipo, e incluso lo llamó
telephon
, razón por la cual los alemanes suelen atribuirle a él el mérito del invento. Pero lo que el teléfono de Reis no hacía, de hecho, era funcionar, al menos en aquel momento. Solo conseguía emitir señales sencillas —básicamente clics y una pequeña variedad de tonos musicales— y en ningún caso con la efectividad necesaria como para desafiar el dominio del telégrafo. Irónicamente, después se descubrió que cuando los puntos de contacto del aparato de Reis se ensuciaban con polvo y porquería, conseguían transmitir la voz con sorprendente fidelidad. Por desgracia, Reis, con su meticulosidad teutona, siempre tenía el aparato limpio y reluciente, y se fue a la tumba sin saber lo cerca que había estado de fabricar un instrumento funcional. Al menos tres hombres más, entre ellos Elisha Gray, estaban en camino de fabricar teléfonos funcionales cuando Bell, en 1876, vivió su momento crucial en Boston. Gray, de hecho, presentó lo que se conoce como una propuesta de patente —un documento que permitía proteger una invención que no estaba aún totalmente perfeccionada— el mismo día en que Bell presentaba la suya, más formal, pero, por desgracia para Gray, Bell le ganó por cuestión de horas.

Bell nació en 1847, el mismo año que Thomas A. Edison, y se crió en Edimburgo, pero emigró a Canadá con sus padres en 1870, un traslado motivado en gran parte por la tragedia familiar que acabó con la vida de sus dos hermanos, enfermos de tuberculosis, con solo tres años de diferencia
[43]
. Mientras que sus padres se instalaron en una granja en Ontario, Bell ocupó un puesto de profesor de fisiología del tracto bucal en la recientemente fundada Boston University (BU), un nombramiento sorprendente para alguien que carecía de formación en fisiología del tracto bucal y sin título universitario. Lo único que tenía, en realidad, era un interés favorable a las comunicaciones y una familia que siempre había estado vinculada a ese campo. Su madre era sorda y su padre un experto mundial en voz y elocución en una época en la que la elocución estaba considerada con algo muy próximo a la reverencia. El libro del padre de Bell,
The Standard Elocutionist
, había vendido 250.000 ejemplares solo en Estados Unidos. En cualquier caso, el puesto de Bell en la BU no era ni mucho menos tan importante como suena. Tenía que impartir solo cinco horas de clase a la semana y recibía a cambio un sueldo de 25 dólares. Por suerte, le iba muy bien a Bell porque así tenía tiempo para dedicarse a sus experimentos.

Bell buscaba maneras de amplificar electrónicamente los sonidos para ayudar a los duros de oído. Pronto se le ocurrió que aquel trabajo podía utilizarse también para transmitir voces en la distancia y crear «telégrafos parlantes», como los denominó. Contrató a un joven llamado Thomas A. Watson para que le ayudara en su trabajo. Juntos se lanzaron a solucionar el problema a principios de 1875. Solo un año más tarde, el 10 de marzo de 1876, una semana después del vigésimo noveno cumpleaños de Bell, tuvo lugar el momento más famoso de la historia de las telecomunicaciones en un pequeño laboratorio del número 5 de Exeter Place, en Boston, cuando a Bell se le cayó un poco de ácido en las rodillas y farfulló: «Señor Watson, venga aquí, quiero verle», y un asombrado Watson, que estaba en otra habitación, escuchó el mensaje con total claridad. Al menos eso fue lo que contó Watson cincuenta años después en una serie de anuncios que conmemoraban el cincuentenario del invento del teléfono. Bell, que había fallecido cuatro años antes, nunca le mencionó a nadie que se le hubiera derramado ácido, y resultaría extraño, pensándolo bien, que una persona víctima de un dolor abrasador como el que pudiera provocar ese accidente fuera capaz de solicitar algo con esa tranquilidad, con un tono de voz normal, a una persona que no estuviera presente. Además, y debido al carácter primitivo del prototipo del teléfono, Watson solo podía escuchar los mensajes si presionaba el oído contra una lengüeta vibratoria, y parece bastante improbable que tuviera la oreja pegada a un aparato por si acaso a Bell, presa del dolor por culpa de un ácido, se le ocurría llamarle. Fueran cuales fuesen las circunstancias, las notas de Bell confirman que le pidió a Watson que fuera a verle y que Watson, que se encontraba en otra habitación, escuchó con claridad su petición. Acababa de tener lugar la primera llamada telefónica de la historia.

Watson se merece más atención de la que la historia le concede. Nacido en Salem, Massachusetts, en 1854, siete años después de que Bell naciera en Escocia, abandonó la escuela con catorce años y realizó diversos trabajos antes de entrar en contacto con Bell. Ambos hombres estaban unidos por profundos sentimientos de respeto e incluso de afecto pero, a pesar de su medio siglo de amistad, nunca llegaron a llamarse por su nombre de pila. Es imposible saber exactamente hasta qué punto fue vital el papel que desempeñó Watson en el invento del teléfono, pero lo que es evidente es que fue algo más que un simple ayudante. Durante los siete años que trabajó para Bell, presentó sesenta patentes a su nombre, incluyendo una para el característico sonido del teléfono que durante décadas formó parte invariable de cualquier llamada telefónica. Hay que destacar que, antes de su existencia, la única forma de saber si alguien intentaba conectar contigo era cogiendo de vez en cuando el teléfono y viendo si había alguien allí.

Para la mayoría de la gente, el teléfono era una novedad tan incomprensible que Bell tuvo que explicar lo que hacía exactamente. «El teléfono —escribió— podría describirse brevemente como un artefacto eléctrico que sirve para reproducir en distintos lugares los tonos y las articulaciones de la voz del que habla de modo que puedan llevarse a cabo conversaciones de viva voz entre personas que se encuentren en habitaciones distintas, en calles distintas o en ciudades distintas. […] La gran ventaja que presenta con respecto a cualquier otra forma de aparato electrónico es que el instrumento no requiere ningún tipo de habilidad especial para su operación.»

Exhibido aquel verano en la Centennial Exhibition de Filadelfia, atrajo escasa atención. A los visitantes les impresionó mucho más la pluma electrónica inventada por Thomas A. Edison. La pluma funcionaba taladrando agujeritos en una hoja de papel a toda velocidad para formar el perfil de las letras como si fuese una plantilla, de tal modo que la tinta se inyectaba a través de los orificios en las páginas de debajo, permitiendo con ello realizar de forma rápida múltiples copias de un documento. Edison, siempre desorientado, confiaba en que su invento sería «más grande que la telegrafía». Y por supuesto que no lo fue, pero alguien se quedó con la idea de la pluma punzante y la reinventó para inyectar tinta bajo la piel. Acababa de nacer la moderna pistola para realizar tatuajes.

Por lo que al teléfono se refiere, Bell perseveró y poco a poco construyó el siguiente modelo. La primera instalación telefónica comenzó a funcionar en Boston en 1877. Permitía comunicaciones de tres vías entre dos bancos (uno de ellos con el interesante nombre de Shoe and Leather Bank) y una empresa privada. En julio de aquel año, Bell tenía doscientos teléfonos en funcionamiento en la ciudad y en agosto la cifra había ascendido a mil trescientos, aunque en su mayoría eran conexiones bidireccionales entre oficinas, más parecidos a un interfono que a un teléfono. El auténtico avance fue la invención de la centralita al año siguiente. La centralita permitía que cualquier usuario del teléfono pudiera hablar con otro usuario del teléfono de su zona, y muy pronto empezaron a multiplicarse. A principios de la década de 1880, había en Estados Unidos sesenta mil teléfonos operativos. En el transcurso de los veinte años siguientes, la cifra superaría los seis millones.

BOOK: En casa. Una breve historia de la vida privada
7.47Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Missing Your Smile by Jerry S. Eicher
Making a Comeback by Kristina Mathews
Save Me by Lisa Scottoline
Beautiful Disaster (The Bet) by Phal, Francette
Grace Cries Uncle by Julie Hyzy
Sold Out by Melody Carlson
A Dog in Water by Kazuhiro Kiuchi
Village Horse Doctor by Ben K. Green
Eleven by Karen Rodgers