Read En casa. Una breve historia de la vida privada Online
Authors: Bill Bryson
Tags: #Ensayo, Historia
Según el
New Yorker
, sus clientes estaban dispuestos a aceptar lo que a él le viniera en gana construirles. Sus fieles le ofrecían un cheque impresionante, desaparecían durante un año y cuando volvían tomaban posesión de una casa finalizada, sin saber si tendría el estilo de una hacienda mexicana, un palacio gótico veneciano, un castillo árabe o una festiva combinación de los tres. Mizner estaba especialmente encaprichado de los
palazzos
italianos, y «envejecía» sus creaciones perforando, con la ayuda de un taladro manual, agujeros artificiales de carcoma en la madera y pintarrajeando las paredes con artísticos borrones que pretendían sugerir una vaga, aunque atractiva, mancha de moho renacentista. Después de que sus obreros crearan una estupenda chimenea o puerta, solía coger una almádana y cargarse una esquina para darle un aspecto de descuidada veneración. En una ocasión, en el Everglades Club, utilizó cal viva y laca para envejecer unas sillas de cuero. Por desgracia, el calor corporal de los miembros del club calentaba la laca hasta el punto de hacerla tan pegajosa que muchos se quedaban pegados en los asientos. «Pasaba la noche entera despegando a damas de esas malditas sillas», recordaba un camarero del club años después. Varias mujeres dejaron allí la espalda de sus vestidos. Pero a pesar de sus excentricidades, Mizner era admirado por todo el mundo. A veces llegó a tener hasta cien proyectos simultáneos entre manos y era capaz de diseñar más de una casa al día. «Algunos autores —escribió un cronista en 1952— han clasificado su Everglades Club, en Palm Beach, y su Claustro, en Boca Raton, entre los edificios más bellos de América.» Frank Lloyd Wright fue uno de sus admiradores. A medida que pasó el tiempo, Addison Mizner fue volviéndose cada vez más corpulento y excéntrico. Se le veía a menudo de compras por Palm Beach vestido en camisón o pijama. Falleció de un infarto en 1933.
La quiebra de Wall Street en 1929 acabó con la mayoría de los excesos de la época. E. T. Stotesbury salió especialmente tocado. En un inútil esfuerzo de apaciguar el estado de sus cuentas bancarias, le suplicó a su esposa que limitara sus gastos en diversión y no superara los 50.000 dólares mensuales, pero a la temible señora Stotesbury le pareció una restricción cruel e imposible. El señor Stotesbury estaba a punto de declararse insolvente cuando, el 16 de mayo de 1938, providencialmente, falleció también de un infarto. Eva Stotesbury continuó con vida hasta 1946, pero tuvo que vender joyas, cuadros y casas para mantenerse modestamente a flote. Después de su muerte, un promotor inmobiliario compró El Mirasol y lo demolió para construir más casas en sus terrenos. Desde entonces, una veintena más de casas construidas por Mizner en Palm Beach —la mayoría de lo que construyó, en resumen— fue asimismo derribada.
Las mansiones de los Vanderbilt con las que empezamos este informe tampoco salieron mucho mejor paradas. La primera mansión de los Vanderbilt en la Quinta Avenida fue construida en 1883 y fue demolida en 1914. En 1947 todas habían desaparecido. Ninguna de las casas de campo de la familia sobrevivió a una segunda generación.
Hay que destacar que tampoco se salvó casi nada del interior de los edificios. Cuando al epónimo jefe de la Jacob Volk Wrecking Company se le preguntó por qué no salvó las valiosísimas chimeneas de mármol de Carrara, los azulejos árabes, los paneles de madera de la época jacobina y demás tesoros que contenía la residencia de la Quinta Avenida de William K. Vanderbilt, le lanzó una mirada fulminante a su entrevistador. «No trato con material de segunda mano», le respondió.
En 1897, un joven ferretero de Leeds llamado James Henry Atkinson cogió un trocito de madera, un poco de alambre grueso y poca cosa más, y creó uno de los grandes artilugios de la historia: la trampa para ratones. Es uno de los diversos objetos de utilidad —el clip para papeles, la cremallera y el imperdible se cuentan entre los muchos otros— que se inventaron a finales del siglo
XIX
y que rayaron hasta tal punto la perfección desde el principio, que apenas se les han implementado mejoras a lo largo de las muchas décadas que han transcurrido desde entonces. Atkinson vendió su patente por 1.000 libras, una suma más que considerable para la época, y siguió inventando otras cosas, pero nada que le garantizara más dinero o inmortalidad.
Su ratonera, fabricada bajo la marca patentada Little Nipper, se ha vendido por decenas de millones y sigue eliminando ratones en todo el mundo con rápida y brutal eficiencia. En casa tenemos varias Little Nipper y seguimos escuchando el atroz ruido seco que acompaña el desenlace fatal con más frecuencia de la que nos gustaría. En invierno las atrapamos dos o tres veces por semana y casi siempre en el mismo lugar, en esa desapacible y pequeña habitación que se encuentra en un extremo de la casa.
Aunque la palabra «estudio» podría dar a entender un espacio importante, en realidad es simplemente un almacén venido a más, demasiado oscuro y frío incluso en los meses templados como para que te apetezca quedarte mucho rato allí. Es otra de las habitaciones que no aparece en los planos originales de Edward Tull. Lo más seguro es que el señor Marsham la añadiera porque necesitaba un despacho donde redactar sus sermones y recibir a los parroquianos, sobre todo, me atrevería a decir, a los menos refinados y a aquellos que llegaban a su casa con los zapatos más sucios; sin duda alguna, la esposa del terrateniente sería recibida en el salón contiguo, mucho más confortable. En la actualidad, el estudio es el refugio final de los muebles viejos y los cuadros que un miembro de la pareja conyugal admira y el otro alegremente echaría a la hoguera. De hecho, el único motivo por el que ahora entramos en él es para controlar las ratoneras.
Los ratones no son criaturas fáciles de comprender. Para empezar está su notable ingenuidad. Cuando te planteas la facilidad con la que aprenden a encontrar la salida en los laberintos y otros entornos complejos a los que son sometidos en los laboratorios, resulta sorprendente que no hayan captado que una pizca de mantequilla de cacahuete sobre una plataforma de madera es una tentación a la que merece la pena resistirse. No menos misteriosa es en nuestra casa la predilección —diría que casi es una determinación— que muestran por morir en esa habitación, el estudio. No solo es el cuarto más frío de la casa, sino también el más alejado de la cocina y de todas las migajas de galletas, granos de arroz fugitivos y otros bocados que acaban en el suelo y que allí se quedan para quien los quiera. Los ratones pasan por completo de la cocina (seguramente, como alguien nos ha sugerido, porque es el lugar donde duerme nuestro perro) y las ratoneras que colocamos allí, suculentamente cebadas, no capturan otra cosa que no sea polvo. Nuestros ratones sienten una atracción fatal por el estudio, razón por la cual he pensado que tal vez sería el lugar adecuado donde reflexionar sobre los muchos seres vivos que conviven con nosotros.
Donde hay humanos hay ratones. No existen otras criaturas que vivan en más entornos que estas dos. Los ratones domésticos —
Mus musculus
, como se les conoce en ambientes formales— son portentosamente adaptables por lo que al entorno se refiere. Se han encontrado ratones con vida incluso en un almacén de carne refrigerado a -10 ºC. Comen prácticamente cualquier cosa. Es casi imposible mantenerlos alejados de una casa: un adulto de tamaño normal es capaz de colarse por una abertura de solo diez milímetros, un agujero tan estrecho que a buen seguro cualquiera apostaría dinero pensando que un ratón no puede pasar por él. Pero puede. Y lo hacen a menudo.
Una vez dentro, los ratones se reproducen de un modo prodigioso. En condiciones óptimas (y en la mayoría de las casas pocas veces las condiciones son otra cosa que óptimas), un ratón hembra tendrá su primera camada entre las seis y las ocho semanas de vida y mensualmente a partir de ahí. Una camada normal incluye entre seis y ocho vástagos, lo que implica que las cifras ascienden rápidamente. Dos ratones que críen de manera prolífica podrían en teoría generar un millón de descendientes anuales. Pero, gracias a Dios, no es lo que sucede en nuestras casas, donde solo de forma muy ocasional el número de ratones llega a descontrolarse. Australia parece especialmente propicia en este sentido. En un famoso brote acontecido en 1917, la ciudad de Lascelles, en la zona de Victoria, se vio literalmente invadida por ratones después de un invierno muy cálido. Durante un breve pero intenso periodo, los ratones existieron en Lascelles en unas densidades tan pasmosas que cualquier superficie horizontal se convirtió en una masa frenética de cuerpos corriendo a la velocidad de las flechas. Cualquier objeto inanimado se retorcía bajo una capa peluda. No había donde sentarse. Ni siquiera podían utilizarse las camas. «La gente duerme sobre las mesas para evitar los ratones —informó un periódico—. Las mujeres viven en un estado de terror constante, y los hombres andan ocupados tratando de impedir que los ratones desciendan por el cuello de sus abrigos.» Más de 1.500 toneladas de ratones —tal vez cien millones de individuos— fueron aniquiladas antes de que aquella plaga pudiese darse por terminada.
Incluso en cifras comparativamente menores, los ratones pueden hacer mucho daño, sobre todo en zonas donde se almacena comida. Los ratones y otros roedores consumen cerca de una décima parte de la cosecha anual de cereales de Estados Unidos, una proporción asombrosa. Cada ratón desecha además unas cincuenta bolitas de excrementos al día, lo que supone también mucha contaminación. Debido a la imposibilidad de alcanzar la perfección en el almacenamiento, las regulaciones de higiene en muchos lugares permiten hasta dos bolitas fecales por cada pinta de grano, algo a tener en cuenta la próxima vez que observemos con detalle una barra de pan integral.
Los ratones son transmisores notables de enfermedades. El hantavirus, un miembro de la familia de trastornos respiratorios y renales que siempre resultan desagradables y que a menudo son mortales, se asocia muy especialmente a los ratones y sus defecaciones. (El término «hanta» tiene su origen en un río de Corea donde los occidentales detectaron por vez primera la infección durante la Guerra de Corea.) Por suerte, el hantavirus es bastante excepcional porque somos muy pocos los que respiramos los delicados vapores de la defecación de las ratas, pero, en muchos países, si nos ponemos a cuatro patas en las inmediaciones de desperdicios infectados —si gateamos por el desván, por ejemplo, o instalamos una trampa en un armario empotrado—, corremos el riesgo de contraer la infección. En general, unas doscientas mil personas se contagian anualmente de este tipo de enfermedades, que acaban con la vida de entre el 30 % y el 80 % de los afectados, dependiendo de la rapidez con que se aplique el tratamiento correcto. En Estados Unidos, contraen el hantavirus entre treinta y cuarenta personas al año, y mueren una tercera parte de ellas. En Gran Bretaña, por suerte, no hay constancia de la enfermedad. Los ratones se han visto relacionados también con casos de salmonelosis, leptospirosis, tularemia, peste, hepatitis, fiebre Q y tifus murine, entre muchas otras enfermedades. En resumen, existen muy buenas razones por las que nadie debería querer ver ratones por casa.
Casi todo lo que pueda decirse sobre los ratones se aplica del mismo modo, pero multiplicado, a las ratas. Las ratas son más comunes de lo que nos pensamos dentro y alrededor de las casas. Están presentes incluso en las mejores mansiones. En el mundo templado encontramos dos principales variedades: la categóricamente denominada
Rattus rattus
, que se conoce también (y de manera reveladora) como rata de tejado, y la
Rattus norvegicus
, o rata noruega
[44]
. A la rata de tejado le gusta estar en altura —en árboles y desvanes, sobre todo—, por lo que las correrías que pueda usted oír por el techo de su dormitorio a últimas horas de la noche no son, siento decirlo, ratoncitos de campo. Por suerte, las ratas de tejado son más tímidas que las ratas noruegas, que viven en madrigueras y son las que vemos correteando por las alcantarillas en las películas o merodeando entre los cubos de basura de los callejones.
Solemos asociar las ratas con condiciones de pobreza, pero las ratas no son tontas y es evidente que prefieren una casa pudiente a una pobre. Es más: las casas modernas proporcionan un entorno delicioso para las ratas. «El elevado contenido en proteínas que caracteriza los barrios más adinerados resulta especialmente atractivo», escribió hace unos años James M. Clinton, del Departamento de Sanidad de Estados Unidos, en un informe sobre la salud pública que sigue siendo uno de los más irresistibles trabajos, aunque inquietante, jamás llevado a cabo sobre la conducta de las ratas domésticas. No se trata solo de que las casas modernas estén llenas de comida, sino que muchas de ellas la eliminan de tal modo que la hacen prácticamente irresistible. Tal y como Clinton exponía: «El triturador de basuras de las casas proporciona un suministro de alimento generoso, uniforme y equilibrado para las ratas». Según Clinton, una de las leyendas urbanas más antigua que existe, la de que las ratas entran en las casas por el inodoro, es en realidad cierta. En un brote acontecido en Atlanta, las ratas invadieron varias casas de barrios ricos y mordieron a unas cuantas personas. «En varias ocasiones —informó Clinton— se encontraron ratas vivas en tazas de váter tapadas.» Si existe algún motivo para bajar la tapa, podría muy bien ser éste.
Una vez se encuentran en el entorno doméstico, la mayoría de las ratas muestran poco miedo «e incluso se aproximan de forma deliberada y establecen contacto con las personas sin movilidad». Se sienten especialmente envalentonadas en presencia de recién nacidos y ancianos. «He verificado el caso de una mujer imposibilitada que fue atacada por las ratas mientras dormía —informa Clinton. Y prosigue—: La víctima, una anciana hemipléjica, sufrió una intensa hemorragia como consecuencia de las heridas provocadas por múltiples mordiscos de rata y falleció a pesar de ser trasladada al hospital con carácter urgente. Su nieta, de diecisiete años de edad, dormía en la misma habitación en el momento del ataque y resultó ilesa.»
Los mordiscos de rata no están debidamente estudiados porque solo llaman la atención los casos más graves, pero incluso recurriendo a las cifras más conservadoras, es posible afirmar que al menos catorce mil personas son anualmente atacadas por las ratas en Estados Unidos. Las ratas tienen dientes muy afilados y pueden volverse agresivas en caso de sentirse acorraladas, mordiendo «con fiereza y ciegamente, igual que perros enloquecidos», según palabras de una autoridad en ratas. Una rata motivada puede saltar hasta casi un metro, una altura inquietante si se cruza en nuestro camino y está de mal humor.