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Authors: Bill Bryson

Tags: #Ensayo, Historia

En casa. Una breve historia de la vida privada (40 page)

BOOK: En casa. Una breve historia de la vida privada
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Los teléfonos fueron considerados en un principio como un elemento proveedor de servicios: partes meteorológicos, noticias del mercado de valores, alarmas de incendio, música para entretenimiento, incluso servía como sonajero para bebés inquietos. Nadie lo veía como un aparato para chismorrear, socializar o mantenerse en contacto con la familia y los amigos. De todas formas, la idea de charlar con alguien a quien veías con regularidad le habría parecido absurda a la mayoría.

Al estar basado en tantas tecnologías preexistentes, y al ser un negocio que enseguida fue lucrativo, un continuo de gente y empresas desafiaron las patentes de Bell o se limitaron a ignorarlas. Por suerte para Bell, su suegro, Gardiner Hubbard, era un brillante e incansable abogado. Emprendió o defendió seiscientas causas legales y las ganó todas. La más importante fue contra la gigantesca y monolítica Western Union, que formó equipo con Edison y Gray para intentar hacerse con el control del negocio del teléfono recurriendo a cualquier medio a su alcance. Western Union era el integrante principal del imperio Vanderbilt, y los Vanderbilt odiaban no ser los primeros. Tenían todas las ventajas de su parte —recursos económicos, una red de cableado ya existente, técnicos e ingenieros de gran calibre—, mientras que Bell solo disponía de dos cosas: una patente y Gardiner Hubbard. Hubbard presentó una demanda por violación de patente y ganó el caso en menos de un año.

A principios del siglo
XX
, la compañía telefónica de Bell, con el nuevo nombre de American Telephone & Telegraph (AT&T), era la empresa más grande de Estados Unidos, con un capital social que se pagaba a 1.000 dólares la acción. (Cuando a finales de la década de 1980 la empresa fue finalmente disuelta para satisfacer las regulaciones antimonopolistas, valía más que la suma de General Electric, General Motors, Ford, IBM, Xerox y Coca-Cola juntas, y daba empleo a un millón de personas.) Bell se fue a vivir a Washington, D. C., se hizo ciudadano estadounidense y se dedicó a causas meritorias. Entre otras cosas, inventó el pulmón de acero y experimentó con la telepatía. Cuando el presidente James A. Garfield fue víctima de un atentado con arma de fuego por parte de un loco descontento en 1881, llamaron a Bell para ver si podía ayudar a localizar la bala. Había inventado un detector de metales, que funcionaba a las mil maravillas en el laboratorio pero que dio unos resultados confusos junto a la cama de Garfield. No fue hasta mucho después que se cayó en la cuenta de que el aparato había estado interpretando los muelles del colchón presidencial. Y entre estas empresas colaboró en la fundación de la revista
Science
y de la National Geographic Society, para cuya revista escribió bajo el memorable
nom de plume
de H. A. Largelamb (un anagrama de «A. Graham Bell»).

Bell trató con generosidad a su amigo y colega Watson. Pese a que no tenía ningún tipo de obligación legal al respecto, premió a Watson con un 10 % de la empresa, lo que le permitió a Watson jubilarse rico con solo veintisiete años. Con la posibilidad de hacer lo que le viniera en gana, dedicó el resto de su vida a hacer justamente eso. Viajó por el mundo, leyó y obtuvo una titulación en geología en el MIT. Después puso en marcha un astillero, que rápidamente llegó a dar trabajo a cuatro mil hombres, lo que le generó una tensión y unas obligaciones con las que no había contado. De modo que vendió el negocio, se convirtió al islamismo y se hizo seguidor de Edward Bellamy, un filósofo radical simpatizante del comunismo que durante un breve periodo de la década de 1880 disfrutó de enorme estima y popularidad. Cansado de Bellamy, Watson se trasladó a Inglaterra al alcanzar la edad madura y se hizo actor, especializándose en personajes de Shakespeare, llegando a actuar varias veces en Stratford-upon-Avon antes de regresar a Estados Unidos y disfrutar de una vida tranquila como jubilado. Murió, rico y feliz, en 1934 en su casa de invierno de Pass-Grille Key, Florida, justo a punto de cumplir los ochenta y un años de edad.

Dos nombres más merecen ser mencionados con respecto al teléfono. El primero es Henry Dreyfuss. Joven diseñador teatral cuya experiencia previa había sido única y exclusivamente el diseño de escenarios y el interior de cines, a principios de la década de 1920 recibió el encargo por parte de la nueva empresa AT&T de diseñar un nuevo tipo de teléfono que sustituyera la «palmatoria» vertical. Dreyfuss creó un diseño sorprendentemente achaparrado, parecido a una caja y astutamente moderno, en el que el auricular descansaba en sentido lateral sobre un soporte situado algo por encima y detrás de una esfera para marcar de gran tamaño. Se convirtió en el modelo estándar en todo el mundo durante gran parte del siglo
XX
. Era una de esas cosas —un poco como la Torre Eiffel— que funcionaba tan bien y parecía tan inevitable que cuesta cierto esfuerzo recordar que alguien tuvo que idearla. Y, de hecho, casi todo lo referente a este objeto —la cantidad de resistencia que ofrecía la esfera de marcación, el centro de gravedad bajo, que hacía casi imposible que pudiera volcar, la brillante idea de incluir en un único auricular las funciones de habla y escucha— fue el resultado del pensamiento consciente e inspirado de un hombre que en condiciones normales nunca habría podido acceder al diseño industrial. La razón por la cual los ingenieros de AT&T eligieron al joven Dreyfuss para el proyecto es algo que ha caído en el olvido, pero es evidente que no podían haber hecho mejor elección.

Dreyfuss no diseñó personalmente el marcador del teléfono. Lo había diseñado ya, en 1917, un empleado de Bell, William G. Blauvelt. Fue Blauvelt quien decidió incorporar tres letras junto a la mayoría de los números, sino todos. No asignó letras al primer orificio porque en aquellos tiempos el marcador del teléfono tenía que rotar un poco más allá del primer orificio para generar la señal que iniciaba la llamada. Así pues, la secuencia quedó como sigue: 2 (ABC), 3 (DEF), 4 (GHI), etc. Blauvelt prescindió de la Q desde el principio, porque siempre iba seguida por una U, lo que limitaba su utilidad, y al final prescindió también de la Z porque no aparecía lo bastante en inglés como para resultar útil. Cada centralita telefónica recibió un nombre, normalmente derivado de la calle o el distrito en que se encontraba —Bensonhurst, Hollywood, Pennsylvania Avenue, por ejemplo, aunque las había también con nombre de árboles u otros objetos—, de modo que la persona que llamaba le pedía a la operadora que le conectase con «Pennsylvania 6-5000» (como en la melodía de Glenn Miller) o con «Bensonhurst 5342». Cuando en 1921 se introdujeron las primeras llamadas directas, los nombres pasaron a ser prefijos de dos letras y se acordó que estas dos letras se indicaran en mayúsculas, como en HOllywood y BEnsonhurst.

El sistema tenía cierto encanto, pero con el tiempo quedó en evidencia que era poco práctico. Muchos nombres —RHinelander o SYcamore, por ejemplo— eran susceptibles de crear confusión entre aquellos que no dominaban la ortografía. Las letras complicaban además la introducción de las llamadas directas desde fuera de Estados Unidos, pues los teléfonos extranjeros no siempre tenían letras, o tenían letras y números con distintas disposiciones. Así fue cómo, a partir de 1962, el viejo sistema fue retirado paulatinamente en Norteamérica. Hoy en día, las letras actúan solo a modo de dispositivo nemotécnico, permitiendo a los usuarios recordar marcar el 1-800-BUY-PIZZA o lo que sea.

Y por lo que a la rectoría se refiere, es imposible saber cuándo llegó a la casa el primer teléfono, pero lo que es seguro es que su instalación debió de ser un suceso emocionante para algún rector de principios del siglo
XX
y su familia. Hoy en día, sin embargo, la hornacina está vacía. La época en la que las casas tenían un único teléfono al pie de la escalera ha pasado al olvido y hoy en día nadie quiere hablar desde un lugar tan a la vista de todo el mundo e incómodo.

III

Para muchos, la nueva época de enorme riqueza en Norteamérica significó poder permitirse caprichos especialmente curiosos. George Eastman, de las cámaras y películas Kodak, nunca se casó y vivía solo con su madre en una casa enorme en Rochester, Nueva York, aunque con muchos criados, incluyendo un organista, que le despertaba —y a buen seguro despertaba también a los demás habitantes de Rochester— con un recital al amanecer tocando un gigantesco órgano eólico. Otra simpática manía de Eastman era tener una cocina privada en la planta superior de la casa, que le gustaba frecuentar y donde, vestido con un delantal, se dedicaba a preparar pasteles. Más extremo era John M. Longyear de Marquette, Michigan, que después de enterarse de que la compañía ferroviaria Duluth, Mesabi & Iron Range Railroad había conseguido los derechos para tender vías y transportar mineral de hierro justo por delante de su casa, hizo desmantelar y empacar toda la propiedad —«casa, arbustos, árboles, fuentes, estanques ornamentales, setos y caminos, la caseta del guarda, el porche cochera, invernaderos y establos»— y transferirla a Brookline, Massachusetts, donde replicó su tranquila existencia anterior hasta en la última flor, pero sin trenes que pasaran por delante de sus ventanas. En comparación, la costumbre de Frank Huntington Beebe de tener dos mansiones, una al lado de la otra —una para vivir, la otra para decorar y redecorar—, parece bastante moderada.

Por su puro compromiso con el gasto, sería difícil derrotar a la señora de E. T. Stotesbury, la reina Eva, como la conocía todo el mundo. Era una maravilla como entidad económica. En una ocasión gastó medio millón de dólares invitando a un grupo de amigos a una partida de caza con el único objetivo de matar caimanes para fabricar un conjunto de maletas y sombrereras. En otra ocasión, hizo redecorar durante la noche la totalidad de la planta baja de su casa de El Mirasol, Florida, pero se olvidó de informar a su sufrido esposo de ello, de tal modo que cuando el hombre se despertó a la mañana siguiente y bajó, se pasó un buen rato sin saber muy bien dónde estaba.

El marido en cuestión, Edward Townsend Stotesbury, hizo su fortuna como ejecutivo en J. P. Morgan, el imperio de la banca. Pese a ser un distinguido banquero, no tenía mucha presencia; era, en palabras de un cronista, «un digno agujero en la atmósfera, la mano invisible que escribía los cheques». El señor Stotesbury estaba valorado en 75 millones de dólares cuando conoció a la señora Stotesbury en 1912 —ella había agotado previamente la buena voluntad y la cuenta bancaria del que fuera su primer marido, el señor Oliver Eaton Cromwell—, que con mareante eficiencia le ayudó a gastar cincuenta millones de su fortuna en casas nuevas. Empezó con Whitemarsh Hall, en Filadelfia, una casa tan grande que no existen dos relatos que coincidan en la descripción de la misma. Dependiendo de qué cifras queramos creer, tenía 154, 172 o 272 habitaciones. Todos se muestran de acuerdo en que tenía catorce ascensores, bastante más que la mayoría de hoteles. Su mantenimiento le costaba al señor Stotesbury casi un millón de dólares anuales. Tenía empleados cuarenta jardineros y noventa criados. Los Stotesbury construyeron también una cabaña de verano en Bar Harbor, Maine, con solo ochenta habitaciones y veintiocho cuartos de baño, y su mansión palaciega en Florida, El Mirasol.

El arquitecto de esta última extravagancia fue Addison Mizner, un nombre que ha caído casi en el olvido pero que durante un breve y resplandeciente periodo fue quizás el arquitecto más buscado, y seguramente el más extraordinario, de Norteamérica.

Mizner nació en el seno de una antigua y distinguida familia del norte de California. Su hermano era el dramaturgo y empresario Wilson Mizner que, entre muchas otras cosas, fue el coautor de la canción
Frankie y Johnnie
. Antes de convertirse en arquitecto, Addison llevó una vida de lo más exótica: pintó diapositivas para proyectar con la linterna mágica en Samoa, vendió tiradores de cajas fúnebres en Shanghai, ofreció antigüedades asiáticas de puerta en puerta a americanos ricos, fue buscador de oro en el Klondike. A su regreso a Estados Unidos, trabajó como arquitecto paisajista en Long Island y finalmente inició una carrera como arquitecto convencional en Nueva York, aunque tuvo que abandonarla repentinamente cuando las autoridades se dieron cuenta de que no tenía ni ningún tipo de formación específica —«ni siquiera un curso por correspondencia», según palabras de un pasmado observador—, ni licencia. De manera que en 1918 trasladó su despacho de arquitectura a Palm Beach, Florida, donde no eran tan remilgosos en cuanto a titulaciones, y empezó a construir casas para gente muy, pero que muy rica.

En Palm Beach entabló amistad con un joven llamado Paris Singer, uno de los veinticuatro hijos del magnate de la máquina de coser, Isaac M. Singer. Paris era artista, esteta, poeta, hombre de negocios y también un instigador que ejercía un poderoso poder en el neurótico mundo de la sociedad de Palm Beach. Mizner diseñó para él el Everglades Club, que al instante se convirtió en la avanzadilla más exclusiva al sur de la línea Mason-Dixon. Solo tenían acceso a él trescientos miembros y Singer era implacablemente selectivo en cuanto a quién permitía la entrada al club. Prohibió el acceso a una mujer porque le molestaba su forma de reírse. Cuando otra miembro le suplicó clemencia en nombre de su desconsolada amiga, Singer la mandó callar si no quería ser también expulsada. Se calló.

Mizner se aseguró el éxito cuando recibió el encargo de Eva Stotesbury para la construcción de El Mirasol, una casa de invierno de enorme extensión, como era de esperar. (Solo el garaje podía albergar cuarenta coches.) Se convirtió en un proyecto más o menos permanente porque cada vez que alguien en Palm Beach amenazaba con construir algo más grande, la señora Stotesbury le ordenaba a Mizner construir una ampliación para que El Mirasol fuera siempre la mansión más imponente.

Sería justo decir que casi con toda seguridad no ha existido otro arquitecto como Addison Mizner. No creía en planos y era bastante aproximado en las instrucciones que daba a sus trabajadores, utilizando expresiones «más o menos a esta altura» o «justo por aquí». Tenía también fama de olvidadizo. A veces instalaba puertas que se abrían directamente a una pared o, en un caso de lo más interesante, revelaban el interior de una chimenea. Cuando el propietario de una elegante casita para los botes en el lago Worth fue a tomar posesión de su joya, descubrió que la estructura tenía cuatro paredes y ni una sola puerta. Mizner realizó una casa para un cliente llamado George S. Rasmussen y se olvidó de incluir la escalera, de modo que no le quedó otro remedio que colocar posteriormente una escalera adosada a un muro exterior. La solución obligaba al señor y la señora Rasmussen a ponerse impermeable o las prendas que fueran necesarias cuando tenían que desplazarse de una planta a otra en su propia casa. Cuando le preguntaron por este descuido, dicen que Mizner declaró que le daba lo mismo, pues los Rasmussen no eran en absoluto de su agrado.

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