Read En casa. Una breve historia de la vida privada Online

Authors: Bill Bryson

Tags: #Ensayo, Historia

En casa. Una breve historia de la vida privada (36 page)

BOOK: En casa. Una breve historia de la vida privada
9.83Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

El carbón estaba en prácticamente todas partes: ropa, pintura, plantas, muebles, edificios y sistemas respiratorios. En semanas de niebla mala, el número de fallecimientos registrados en Londres podía aumentar en un millar. Incluso las mascotas y los animales del mercado de carne de Smithfield morían en cifras desproporcionadamente altas.

El humo del carbón era especialmente nocivo para los edificios de piedra. Edificios nuevos y radiantes se deterioraban con alarmante rapidez. La piedra de Portland adoptaba un desagradable aspecto moteado, quedándose blancas y relucientes las fachadas expuestas al viento y la lluvia, y asquerosamente negras las zonas protegidas por alféizares, dinteles y cualquier rincón que quedara bajo cubierto. En Buckingham Palace, Nash utilizó piedra de Bath porque pensaba que resistiría mejor; se equivocaba. Casi de inmediato empezó a desmenuzarse. Un nuevo arquitecto, Edward Blore, se encargó de reparar el edificio. Rodeó el patio de Nash con una nueva fachada construida con piedra de Caen. Pero también empezó a desmoronarse casi enseguida. Lo más alarmante eran los nuevos edificios del Parlamento, donde la piedra empezó a ennegrecerse y a mostrar horribles hoyos y acanaladuras, como si hubiese recibido impactos de arma de fuego, incluso estando aún en proceso de construcción. Se intentaron remedios desesperados para detener el deterioro. Pintaron la superficie con diversas mezclas de goma, resinas, aceite de linaza y cera de abeja, pero no sirvió de nada e incluso aparecieron manchas nuevas, más alarmantes si cabe.

Solo dos únicos materiales se mostraban impertérritos al insulto de los ácidos corrosivos. El primero de ellos era una notable piedra artificial conocida como piedra de Coade, en honor a Eleanor Coade, propietaria de la fábrica que la producía. La piedra de Coade se hizo muy popular y la utilizaron los arquitectos más destacados entre 1760 y 1830. Era prácticamente indestructible y podía modelarse para obtener de ella cualquier tipo de objeto ornamental: frisos, arabescos, capiteles, modillones o cualquier otro motivo decorativo que normalmente iría esculpido. El objeto realizado con piedra de Coade más famoso es el enorme león que hay sobre el puente de Westminster, cerca del Parlamento, aunque piedra de Coade la hay por todas partes: en Buckingham Palace, el castillo de Windsor, la Torre de Londres, la tumba del capitán Bligh en el cementerio de St. Mary-at-Lambeth, en Londres.

La piedra de Coade tiene el aspecto y el tacto de la piedra trabajada y resiste tanto como la más dura de las piedras, pero no es piedra. Es, sorprendentemente, una cerámica. La cerámica es arcilla cocida. Dependiendo del tipo de arcilla empleado y de la intensidad de la cocción, se obtienen tres materiales distintos: loza, gres o porcelana. La piedra de Coade es un tipo de gres especialmente duro y resistente. En la mayoría de casos es tan resistente a las inclemencias del tiempo y a la contaminación que parece casi nueva incluso después de dos siglos y medio de exposición a los elementos.

Pero a pesar de la ubicuidad y las notables características de la piedra de Coade, se sabe muy poco sobre ella y su epónima fabricante. Dónde y cuándo se inventó, cómo acabó Eleanor Coade implicándose en el proceso y por qué la empresa se cerró de repente a finales de la década de 1830, son cuestiones que han despertado escaso interés académico. La señora Coade no recibe más que media docena de párrafos de atención en el
Dictionary of National Biography
, y la única historia a gran escala de ella y su empresa fue un trabajo publicado por la historiadora Alison Kelly en 1999.

Lo que sí se sabe seguro es que Eleanor Coade era la hija de un hombre de negocios fracasado originario de Exeter, que llegó a Londres en 1760 y dirigió un próspero negocio de venta de tejidos. Hacia finales de la década, Eleanor conoció a un tal Daniel Pincot, que ya andaba metido en el negocio de la fabricación de piedra artificial. Abrieron una fábrica en la orilla sur del Támesis, cerca de donde se encuentra hoy en día la estación de Waterloo, y empezaron a fabricar un material de excepcional calidad. Suele atribuírsele a la señora Coade el mérito del invento, pero es más probable que fuera Pincot quien descubriera el método y ella aportara el dinero. En cualquier caso, Pincot abandonó la empresa solo dos años después y ya no se supo más de él. Eleanor Coade dirigió el negocio con mucho éxito durante cincuenta y dos años, hasta su fallecimiento en 1821 a los ochenta y ocho años de edad, un logro notable para una mujer del siglo
XIX
. Nunca se casó. No tenemos ni idea de si era una mujer dulce y cariñosa o una bruja regañona. Lo único que puede decirse es que las ventas de la empresa Coade cayeron sin ella. Al final, la empresa se fue a pique, pero tan en silencio que nadie sabe muy bien el momento exacto en que dejó de fabricar.

Existe el mito de que el secreto de la piedra de Coade murió con Eleanor Code. De hecho, el proceso se ha reproducido a nivel experimental en al menos dos ocasiones. Nada impide ahora fabricarla comercialmente. El único motivo por el que no se fabrica es porque nadie se toma la molestia de hacerlo.

Pero la piedra de Coade solo podía utilizarse con fines decorativos. Por suerte, existía también otro material constructivo muy venerable que soportaba bien la contaminación: el ladrillo. La contaminación fue la causante del éxito del ladrillo moderno, aunque colaboraron en ello, además, otros oportunos factores. El desarrollo de los canales hizo que empezara a resultar rentable transportar ladrillos en barco a puntos remotos. La invención del horno Hoffman (llamado así por Friedrich Hoffman, su inventor alemán) permitió fabricar ladrillos de forma continua, y por lo tanto más barata, mediante una especie de cadena de fabricación. La desaparición en 1850 del impuesto sobre el ladrillo redujo todavía más los costes. Pero el principal estímulo fue simplemente el fenomenal crecimiento que vivió Gran Bretaña en el siglo
XIX
: el crecimiento de las ciudades, de la industria, de la necesidad de vivienda. En vida de la reina Victoria, la población de Londres pasó de un millón a casi siete millones de habitantes y las nuevas ciudades industriales como Manchester, Leeds y Bradford tuvieron tasas de crecimiento mayores aún. En términos generales, el número de casas se cuadruplicó en Gran Bretaña a lo largo del siglo y el nuevo material de construcción de viviendas fue el ladrillo, igual que lo fue también el de las fábricas, chimeneas, estaciones de ferrocarril, cloacas, escuelas, iglesias, oficinas y otras infraestructuras novedosas que vieron la luz en aquella frenética época. El ladrillo era demasiado versátil y demasiado barato como para resistirse a él. Se convirtió en el material de construcción por defecto de la Revolución industrial.

Según una estimación, en el periodo victoriano se colocaron en Gran Bretaña más ladrillos que en la totalidad de la historia anterior. El crecimiento de Londres significó la aparición de suburbios con casas de ladrillo más o menos idénticas, kilómetro tras kilómetro de «deprimente mediocridad repetitiva», según la desapacible descripción de Disraeli. El horno Hoffman tuvo mucho que ver con ello, pues introdujo la uniformidad más absoluta en cuanto a tamaño, color y aspecto de los ladrillos. Los edificios construidos con ladrillos del nuevo estilo tenían mucha menos sutileza y carácter que los edificios de épocas previas, pero resultaban por otro lado mucho más baratos, y en los asuntos humanos nunca ha habido un momento en que lo barato no triunfara.

El ladrillo solo presentaba un problema, que se hizo más evidente a medida que avanzaba el siglo y el espacio constructivo empezaba a menguar. Los ladrillos pesan mucho y no permiten la construcción de edificios demasiado altos (y no es que la gente no lo intentara). El edificio construido con ladrillo más alto que ha existido nunca es el Monadnock Building, con dieciséis pisos de altura, un edificio de oficinas levantado en Chicago en 1893 y diseñado poco antes de su muerte por el arquitecto John Root, de la famosa firma Burnham y Root. El Monadnock sigue todavía en pie y es un edificio extraordinario. Pesa tanto que las paredes a nivel de calle tienen un grosor de casi dos metros, lo que convierte la planta baja —que en condiciones normales suele ser la parte más acogedora de un edificio— en una bóveda oscura e intimidadora.

El Monadnock sería excepcional en cualquier parte, pero lo es especialmente en Chicago, donde el terreno es como una esponja. Chicago está construida sobre marismas: cualquier cosa pesada que se deposite sobre el suelo de Chicago desea hundirse y, en los primeros tiempos, generalmente
se hundía
. Los arquitectos solían conceder unos treinta centímetros de asentamiento en los terrenos de Chicago. Las aceras se construían con una fuerte inclinación y ascendían desde el bordillo hasta el edificio. La esperanza se depositaba en que, cuando el edificio se asentara, la acera descendiera con él y quedara perfectamente horizontal. Pero en la práctica, rara vez sucedía así.

Para mejorar el problema de hundimiento, los arquitectos del siglo
XIX
desarrollaron una técnica consistente en construir una «balsa» sobre la que asentar el edificio, de un modo parecido a la forma en que un surfista se sostiene sobre la tabla de surf. La balsa que hay debajo del Monadnock se extiende 3,3 metros por debajo del edificio en todas direcciones, pero incluso con la balsa se hundió casi sesenta centímetros después de su construcción, un hecho indeseable en un edificio de dieciséis pisos. Que el edificio siga en pie es un testimonio de la pericia de John Root. Los hubo no tan afortunados. Un bloque de oficinas del Gobierno, conocido como el Federal Building, construido en 1880 con un pasmoso coste de 5 millones de dólares, se inclinó de forma tan rápida y peligrosa que no duró ni dos décadas. Muchos otros edificios más pequeños tuvieron vidas similarmente breves.

Lo que necesitaban los arquitectos era un material constructivo más ligero y flexible, y durante mucho tiempo pareció que ese material sería el que Joseph Paxton llevó por vez primera a la fama a gran escala con el Palacio de Cristal: el hierro.

Como material constructivo, había dos tipos de hierro: el hierro fundido y el hierro forjado. El hierro fundido, llamado así porque puede fundirse en moldes, era estupendo en cuanto a su compresión —soportando su propio peso—, pero no tan bueno bajo tensión, y tendía a partirse como un lápiz si se tensaba horizontalmente. En consecuencia, producía pilares excelentes, pero no servía para fabricar vigas. Por otro lado, el hierro forjado era lo bastante fuerte para trabajar en horizontal, pero más caro al ser más complicado y lento de fabricar por tener que doblarse repetidamente y martillearse mientras estuviera aún fundido. Además de hacerlo más fuerte, el proceso de doblado y martilleado lo hacía dúctil, es decir, capaz de ser estirado, como el
toffee
, y doblado en distintas formas, razón por la cual ciertos objetos decorativos, como las verjas, se fabrican con hierro forjado. De manera conjunta, ambos tipos de hierro se utilizaron en construcciones a gran escala y en proyectos de ingeniería en todo el mundo.

Curiosamente, el único lugar donde el hierro nunca llegó a imponerse fue en la construcción de viviendas. En todos los demás sitios, sin embargo, el hierro fue ganando fuerza… hasta que alguien cayó en la cuenta de que la fuerza no era, de hecho, su característica más fiable. La inquietante realidad era que el hierro fallaba a veces de un modo espectacular. El hierro fundido, en particular, tendía a astillarse o quebrarse si no estaba perfectamente fundido, y detectar las imperfecciones de antemano podía resultar imposible. Esta debilidad se puso de manifiesto, por desgracia, en el invierno de 1860 en una fábrica textil de Lawrence, en Massachusetts. Allí, una fría mañana, novecientas mujeres, en su mayoría inmigrantes irlandesas, estaban trabajando en sus ruidosas máquinas cuando una de las columnas de hierro fundido que soportaba el tejado cedió. Después de unos momentos de incertidumbre, las demás columnas de aquella fila fueron cediendo de una en una, como los botones que saltan disparados uno tras otro de una camisa. Las aterradas trabajadoras corrieron hacia las salidas, pero antes de que muchas de ellas consiguieran llegar a las puertas, el edificio se derrumbó con un estruendo que nunca olvidarían quienes pudieron oírlo. Murieron unas doscientas trabajadoras, aunque hay que destacar que nadie se molestó, ni entonces ni después, en realizar un conteo formal. Centenares más resultaron heridas. Muchas de las que quedaron atrapadas en el interior murieron horrorosamente calcinadas por el fuego provocado por las lámparas.

En la década siguiente, el hierro sufrió otro golpe más cuando un puente construido sobre el río Ashtabula, en Ohio, se derrumbó justo en el momento en que pasaba por encima de él un tren de pasajeros. Murieron setenta y siete personas. Casi exactamente tres años más tarde, aquel accidente fue recordado con misteriosa precisión en el puente de Tay, en Escocia. Mientras un tren lo cruzaba durante un día lluvioso, una parte del puente cedió, y los vagones se precipitaron hacia el agua, lo que acabó con la vida de una cifra casi idéntica de personas que las que habían muerto en el accidente del Ashtabula. Fueron las tragedias más notorias, pero los percances a menor escala con el hierro eran casi rutinarios. Las calderas de vapor de los trenes fabricadas con hierro fundido explotaban de vez en cuando y las vías se soltaban o se torcían bajo la presión de las cargas más pesadas o los cambios de la climatología, provocando descarrilamientos. Fueron de hecho las carencias del hierro las que, en gran parte, permitieron que el canal de Erie continuara siendo un éxito durante tanto tiempo. Bien entrada la época del ferrocarril, el canal seguía en auge, un hecho sorprendente teniendo en cuenta que durante los inviernos se helaba y resultaba intransitable. Los trenes podían circular todo el año y, a medida que los motores fueron mejorando, podían, en teoría, transportar más carga. En la práctica, sin embargo, las vías de hierro no eran lo bastante fuertes como para soportar cargas excesivamente pesadas.

Se hacía necesario algo mucho más fuerte, y ese material era el acero, que no es más que otro tipo de hierro pero con una cantidad distinta de carbono. El acero era un material superior en todos los sentidos, pero no podía fabricarse en grandes cantidades debido al elevado volumen de calor que exigía. Funcionaba bien en objetos como espadas y cuchillas de afeitar, pero no para productos a escala industrial como vigas y vías de tren. En 1856 ese problema se solucionó de forma inesperada —y, de hecho, de manera un tanto curiosa— gracias a un hombre de negocios inglés que no tenía ni idea de metalurgia pero que disfrutaba haciendo chapuzas y experimentos. Se llamaba Henry Bessemer y había alcanzado ya el éxito con la invención de un producto conocido como polvo de bronce. Se utilizaba para aplicar un falso acabado dorado a una gran diversidad de materiales. A los victorianos les encantaban los acabados dorados, por lo que el polvo de Bessemer lo convirtió en un hombre rico y le concedió la posibilidad de disfrutar de tiempo para saciar sus instintos inventivos. Durante la Guerra de Crimea decidió que quería construir armas pesadas, pero vio enseguida que para ello necesitaba un material mejor que el hierro fundido o el hierro forjado, y por ello empezó a experimentar con nuevos métodos de fabricación. Sin tener en realidad idea de lo que hacía, inyectó aire en lingotes de hierro fundido para ver qué pasaba. Lo que debería haber sucedido, según las predicciones convencionales, era una potente explosión, razón por la cual ninguna persona cualificada había intentado antes aquella locura. Pero el invento no explotó, sino que produjo una llama de elevada intensidad, que eliminaba las impurezas y daba como resultado un acero durísimo. De pronto se hizo posible fabricar acero en grandes cantidades. El acero era el material que la Revolución industrial estaba esperando. Todo, desde las líneas de ferrocarril hasta los barcos que cruzaban los océanos, pasando por los puentes, podía a partir de aquel momento construirse más deprisa, más fuerte y más barato. El acero hizo posibles los rascacielos, y los paisajes urbanos se transformaron de repente. Los trenes se hicieron lo bastante robustos como para cruzar continentes a buena velocidad y tirando de grandes cargas. Bessemer se hizo inmensamente rico y famoso, y muchas ciudades de Estados Unidos (tantas como trece, según una fuente de información) acabaron llamándose Bessemer o Bessemer City en su honor.

BOOK: En casa. Una breve historia de la vida privada
9.83Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

The White Bull by Fred Saberhagen
Wait Till I Tell You by Candia McWilliam
The Dying Trade by Peter Corris
The Sorceress Screams by Anya Breton
A Breach of Promise by Anne Perry
Summer Snow by Pawel, Rebecca
Something Has to Give by Maren Smith
The Sheltering Sky by Paul Bowles